Cuarenta y siete piezas engarzadas con hilo fino y humor cortante conforman el libro más reciente de la prolífica Ana García Bergua (Ciudad de México, 1960). En esta reunión de textos que va a caballo entre el ensayo, la crónica, el artículo, la elucubración personal, la microficción, se asoma la brevedad de un Julio Torri y la malicia de un Salvador Novo suavizado.
La primera pieza ejerce una función metonímica al contener elementos que el resto del libro colorea con eficacia y seducción. Esa “parte por el todo” vibra en su amplio espectro. En su segundo párrafo leemos: “Me gustaría que la antorcha olímpica se pasara en los cafés, en las calles, en las oficinas, en los sembradíos, las playas y los desiertos, y que la gente viera pasar la antorcha olímpica mientras ejecutaba sus labores cotidianas, como quien ve pasar volando a un pájaro muy raro y apreciado. Y que tanto quienes llevan la antorcha como quienes los observan estuvieran realmente preocupados porque no se fuera a apagar la antorcha, sobre todo en los lugares muy fríos o con mucho viento, y que a la hora de correr bajo la lluvia con la antorcha olímpica los corredores y quienes los siguieran se viesen obligados a protegerla con alguna especie de paraguas o techos portátiles.”
De aquí se desprende su metamorfosis. Escuchamos a Italo Calvino ponerse de pie mientras García Bergua habla del “lado oscuro de la antorcha” y el lector, sin darse cuenta, va leyendo con labios estirados, casi sin asomar los dientes. Como todo humor tejido a crochet, deja huecos para que, en pleno goce, se haga un lugar la reflexión. Al igual que la obra de algunos poetas que buscan tratar con humor, ironía o nostalgia los acontecimientos de la vida diaria (piénsese, entre nosotros, en Antonio Deltoro, en Luis Ignacio Helguera, en Fabio Morábito o en Alicia García Bergua, su hermana poeta), Ana te obliga a parar el paso un segundo antes de subir por la escalera. Te deja, si así lo eliges, inmóvil en el ascenso y en un cerrar de ojos ya estás en el siguiente piso. Este mecanismo de musculatura eléctrica tiene otra respiración y quizá por ello le haga lugar al pensamiento.
De todas las narradoras mexicanas, tratándose de humor, ella levanta el puño en lo alto del podio. En la cuarta de forros, Paola Tinoco destaca “el humor negro con que nos deleita una de las mejores escritoras mexicanas del género cuentístico”. A pesar de su obra diversa, García Bergua quizá sea más reconocida por su destreza como cuentista, el género de la respiración vigilada donde los sobrantes no tienen sitio. Con impulso similar se construye su reunión de brevedades. Podemos atestiguar la trenza de distintos hilos de esta varia invención que, si bien recoge una buena parte de lo que ha publicado en sus columnas periódicas, consigue, en su conjunto, explorar dentro de una poética la observación de la vida cotidiana. Sabe de la eficacia de frases epigramáticas que cortan y enriquecen el ritmo. Podría decirse que hay una influencia del poema en prosa en su escritura, así se trate de los temas de apariencia banal (“los calcetines son, en realidad, nuestra pata de león, una parte del animal que fuimos y recuperamos disfrazando los pies”) o de elucubraciones sobre la edad y la forma que tenemos las mujeres de calzarnos. Así define con gracia a los botines que muchas hemos usado como “el triste paso del baile a la ortopedia”.
Otra coincidencia con el libro de poemas es que, al abrirlo en cualquier sitio (aunque no se logre la misma visión panóptica que leyéndolo en su acomodo original), podremos hacernos de una impresión, con aire autónomo, que no exija subir escalón por escalón a la arquitectura discursiva como ocurre con la novela. Igual que en un edificio, el libro de crónicas o de poemas puede estar construido de modo que toda su parte interior se pueda ver desde un solo punto. Ni todos los edificios son así, ni todos los libros de poesía o de crónica logran tal postura.
La pasión urbana de La escalera…, profusamente explorada en el conjunto, va desde el edificio Basurto hasta el comportamiento del grafiti a lo largo de los siglos.“Se diría que en todas las ciudades los ‘graffiti’ son los mismos, pero ahí radica su encanto; yo diría que sus trazos corren, de siglo en siglo, de ciudad en ciudad. Son nuestro grito desconcertado y nuestras ganas de permanecer.”
A pesar de la propuesta visual de la edición y de su tipografía amable al ojo, además de una portada alegre con un recuadro op-art que produce movimiento en el ojo (como las crónicas del libro), la edición está plagada de erratas. En los títulos de las crónicas hay una que parece y no lo es (Gatilondo en vez de Gabilondo), un pellizco a Cri-Cri, maestro transfigurador de animales. Ojalá todas las erratas tuvieran su vuelta de tuerca, pero cuando llegamos, por ejemplo, a un tren descarrilado de hasta tres palabras: “yopasábamosregularmente”, sabemos que no va por allí. Da la impresión de que nadie revisó la que pudo haber sido una edición bella sin tanto “gazapo errático”. Prevalece la fuerza del estilo. En la solapa se destaca una frase de José de la Colina que el lector encontrará en el disfrute de esta prosa “realista, humorística y fantástica, un triple mestizaje que en pocos escritores suele ser afortunado y que en ella sí lo es”. Basta citar dos hallazgos: “el tiempo de los sueños es chicloso” o ese otro donde nos habla de los huevos de madera “que nuestras madres y abuelas usaban para remendar los calcetines, tan bonitos y surrealistas que bailoteaban por el costurero como si fueran los hijos inmortales de una gallina de mármol”. ~
(Ciudad de México, 1955) es poeta. Ansina, poemas en ladino (Vaso Roto, 2016), es su libro más reciente