Polaroid, Q.E.P.D.

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Los que nacimos del otro lado de la brecha digital nos maravillamos ante los raudos avances tecnológicos y recordamos con cierta nostalgia un tiempo en que no siempre había una pantalla colocada entre nosotros y la realidad. Aun así, ahora nos toca presenciar algo mucho más perturbador: la extinción de una tecnología que nos había acompañado toda la vida. Me refiero a la Polaroid, la cámara que eliminó el cuarto oscuro, afinando así la paradoja de la fotografía: fijar un instante en el tiempo, concediendo permanencia a lo que es, en esencia, pasajero.

 

Después de Edison

De hecho, según Kierkegaard, el instante o Øieblekket es en sí la forma más breve de la paradoja: el punto en que se cruzan tiempo y eternidad. Y puede que tenga razón. Como sea, en el caso de la Polaroid como de tantos otros, ni el tiempo ni la eternidad son benevolentes con aquellos que no ganan las carreras. De ahí que todos recordemos el nombre de Thomas Alva Edison, quien sostiene el récord de patentes registradas con más de mil; y todos olvidemos el nombre de Edwin Land, quien ocupa el segundo lugar con más de quinientas.

Land, un autodidacta, abandonó sus estudios en Harvard para crear una hoja sintética que era capaz de realizar la polarización gracias a unos finos cristales, molidos en el laboratorio a lo largo de más de un mes. Al principio, no aplicó este invento a la fotografía, sino a otros artefactos: vidrios polarizados para los aviones de guerra, o lentes oscuros para las estrellas de cine. No fue hasta las vacaciones navideñas de 1943 –cuando su hija Judith le preguntó por qué no podía ver de inmediato las fotos que le había sacado– que el inventor empedernido ideó la Cámara Land que su compañía, Polaroid, lanzaría varios años después. Este primer modelo era capaz de producir una imagen en blanco y negro dentro de la máquina misma, que podía separarse del negativo después de un solo minuto. Así, de la exigencia de una niña de tres años, nació el nuevo emblema de la gratificación instantánea, cuyas ventas superarían en 1977 los mil millones de dólares –convirtiendo a Land si no en el científico con más patentes, si en el más acaudalado.

 

Hágalo usted mismo

En el documental que acompañaba el lanzamiento del lucrativo modelo sx70 –la primera cámara que no requería más intervención humana que el acto de oprimir un solo botón– luce la intención clara de Polaroid de democratizar la fotografía. Al inaugurar la era de la fotografía de “un solo paso”, Land tenía como objetivo eliminar las barreras entre fotógrafo y sujeto, transformándolo de “un ser apurado que observa tras bambalinas” en “alguien que realmente forma parte del suceso”. Los anuncios de Polaroid enfatizaban temas anodinos, que tendían a democratizar la conceptualización estética a través de sus lugares más comunes: las flores, los niños, los paisajes. De ahí que la fotografía instantánea se volviera una de las técnicas favoritas de aquel icono del arte popular, Andy Warhol, quien se refería a su Big Shot como “mi lápiz y papel”, utilizándola para registrar a un sinfín de celebridades en ese juego sublime, tan suyo, entre lo masivo y lo único.

Pero si fuera a agregar mi propia viñeta al hilo creciente que aparece en savepolaroid.com, no tendría tanto que ver con la fama banalizada de Warhol como con el proceso en sí. Lo que me fascinaba a mí era ver la manera paulatina en que aparecían las imágenes. Como si fuera posible borrar la realidad, para luego volverla a componer. En ese sentido, mi obra Polaroid favorita sería la película Memento (2000) de Christopher Nolan, cuya primera escena muestra este proceso de revelación al revés. A diferencia de Blow-up (Antonioni, 1966), en que una imagen revela a un asesino anónimo, aquí el protagonista amnésico saca una polaroid (ya retro) para provocar una falsa anagnórisis: Lenny sabe que él mismo creerá dentro de poco que se trata de una prueba fidedigna sobre la identidad del asesino de su esposa, cuando no es así.

 

En un abrir y cerrar de ojos

Ciertamente, la muerte de las fotos instantáneas fue anunciada: hace una década, la fábrica Polaroid del estado de Querétaro, México, empleaba a 1.300 personas; antes de su cierre este año, había solamente veintisiete. La fotografía digital, que era una tecnología pareja a la instantánea en términos de ventas a principios de este milenio, ya fue su asesina. Pero si algo hemos aprendido en este carrusel vertiginoso de inventatio en que nos hemos subido, es que al incorporar lo novedoso, algo se pierde. En este caso: la singularidad de una foto Polaroid, su autenticidad, rasgos que también caracterizaban el individualismo del siglo XX.

Cada imagen escupida por esas cámaras era un objeto real, único y existente. Por eso, a pesar de la calidad inferior en términos de alta resolución, se utilizaban en los hospitales y las estaciones de policía para documentar actos de violencia: ya registrada la imagen de una víctima, no se podía alterar –por lo tanto, era infalible en los tribunales. Ahora que lo forense se ha vuelto un tema dominante de la cultura televisiva estadounidense, resulta irónico que nuestro embelesamiento con lo fidedigno haya sido traicionado por el Photoshop; un programa que permite la alteración de cada imagen, con tal de reemplazar la realidad con simulacros que resultan ser, como dirían Deleuze y Guattari, “más reales que lo real”.

Ahora bien, aquellos que siguen prefiriendo una instantaneidad más auténtica no deben temer convertirse en pájaros dodó. Se rumorea que ya se compraron los derechos de la tecnología Polaroid, y que varios de sus carretes de película volverán al mercado en abril de 2009. ~

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(Pierre, EUA, 1969). Escritora y artista plástica. Es autora, entre otros, de Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpiente (Tusquets, 2015) y A Dozen Sonnets for Different Lovers / Docena de sonetos para amantes distintos (Ediciones Acapulco, 2015).


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