El Premio Alfonso Reyes, concedido a George Steiner en octubre de 2007, lo inscribe en una cadena de nombres como André Malraux, Jacques Soustelle, Adolfo Bioy Casares, Harold Bloom, Antonio Candido, Margit Frenk, entre otros, que realzan, recalcándola, la condición de la crítica literaria como un ejercicio creador libre de formalismos y fiel a una tradición euroamericana, transatlántica, que sitúa la preocupación por el presente porvenir de la cultura como una de las asignaturas permanentes de la inteligencia y la crítica contemporáneas.
Sobra decir con cuánto gusto los lectores de George Steiner saludamos la concesión de este premio, precisamente de este premio. Tanto Alfonso Reyes como George Steiner se mueven en torno a un preguntar e indagar por el sentido de la cultura y de la memoria. Ambos críticos y creadores han sabido llevar la experiencia literaria a límites cada vez más arriesgados y fecundos. De ahí que parezca necesario detenerse un momento a saludar la feliz decisión del jurado.
George Steiner no pudo venir a México, pero pronunció en su casa, en Inglaterra, ante el embajador de México, el licenciado Juan José Bremer, el martes 9 de octubre de 2007, un breve pero substancioso discurso. Como los medios y las agencias noticiosas no lo recogieron, me di a la tarea de buscarlo y, luego, de transcribirlo y traducirlo. Omitirlo de la circulación hubiera sido, a mis ojos, una irresponsabilidad. Agradezco a Minerva Margarita Villarreal, directora de la Capilla Alfonsina en la ciudad de Monterrey, la gentileza de haberme hecho llegar la copia de la grabación que hizo posible la presente traducción.~
– Adolfo Castañón
Su Excelencia, señoras y señores:
Estoy profundamente emocionado y honrado por el Premio. Antes que nada, debo presentar a ustedes dos excusas necesarias. La primera es que no estoy en México, adonde he ido tres veces, y cada viaje ha sido para mí del mayor y más apasionado interés. Pero lo más importante es que no estoy hablando a ustedes en español. Estoy muy apenado por ello. Debo decir que leo en español con gran alegría, aunque no tengo el suficiente dominio de este idioma para atreverme a hablarlo con cierta solvencia. Acepten, por favor, mis más sentidas excusas.
En esta misma casa tuve el privilegio de dar la bienvenida a Octavio Paz, y con motivo de la reciente recepción de un doctorado honoris causa en esa gran y antigua universidad que es la de Alcalá de Henares estuve, no hace mucho, con Carlos Fuentes. Así pues, siento que estoy en contacto directo con el genio de la literatura mexicana. Sin embargo, debo decir cuán limitado, cuán absurdamente limitado me siento al considerar las Obras completas de Alfonso Reyes y su inmensa correspondencia que, como ha dicho mi traductor y amigo, el crítico mexicano Adolfo Castañón, es tan vasta como la de Erasmo y la de Voltaire.
Cuando se intenta ser un comparatista, es decir, alguien dedicado al estudio comparado de la literatura y de la filosofía, el vasto campo de referencias de Reyes lo deja a uno con un sentimiento de enorme humildad. Su horizonte abarca desde la antigüedad clásica hasta la modernidad, desde la literatura picaresca hasta la erótica, desde el orden de lo político hasta las esferas de la crítica y la estética. En un solo ensayo –y se podrían citar muchos otros–, en la colección titulada El suicida, Reyes cita en un solo texto a Herodoto, Tomás Moro, Flaubert, Ibsen, Azorín, Cervantes, Zola, Anatole France, Goethe, William James y Schopenhauer. Unas páginas más adelante cita cómodamente a Rabelais. Llama a sus maravillosas expresiones “divagaciones”. El suicida es un libro muy difícil –y que valdría la pena traducir– y que expresa la alegría del viajero de grandes alcances. Páginas adelante Reyes se da el asombroso lujo de reflexionar, con autoridad, sobre el empleo del tango en la obra de Marinetti y en la estética del futurismo.
En la obra de Alfonso Reyes aparecen voces que funcionan como un talismán, como espacio de reunión y de reconciliación, una maravillosa frase.
Góngora y Mallarmé fueron sus constantes compañeros. Esto resulta muy interesante: los dos son poetas difíciles, herméticos y, en contraste, él mismo era el diplomático más mundano y abierto. ¿Cómo compaginar esta aparente contradicción? Góngora y Mallarmé le dieron una intimidad privada, un espacio de silencio y meditación en medio de su vida fantásticamente pública.
Pero nada me ha conmovido tanto como su Homero en Cuernavaca (1948-1951):
La soberbia de Aquiles resplandece
y el viento gime con la voz de Helena.
Soneto tras soneto, Reyes nos va trayendo la voz elocuente del anciano Néstor hablando en español y haciéndose casi profundamente mexicano, como cuando habla de la fatal inquietud de Casandra.
Homero en Cuernavaca es un asombroso acto de traslado imaginativo desde Troya hasta las playas del Pacífico. Se encuentra aquí el credo de Reyes, su fe universalista:
… a siglos de distancia
la sangre es siempre una.
Más allá de la distancia y de la irreversible separación impuesta por la historia, a través de los siglos hay –nos dice Reyes– una sangre común, una historia compartida. Y él volverá una y otra vez a esta idea como un Leitmotiv. Como ustedes saben, él no pudo visitar la Grecia homérica, así que nos dice deliciosamente: mi pluma hará las veces del bastón del peregrino; con mi pluma haré el viaje. Y él lo hizo. Con su traducción de la Ilíada, por supuesto, con su trabajo constante, con su devoción inquebrantable hacia Virgilio, el poeta más amado por él, por encima de todos los poetas latinos.
Alfonso Reyes fue un embajador, como usted mismo, su Excelencia, un embajador como Paul Claudel, un diplomático viajero como Saint-John Perse; pertenece a esa familia extraordinaria de poetas diplomáticos, de diplomáticos poetas y peregrinos letrados que han recorrido el mapa del mundo. Reyes nos dice que una frontera debería ser una invitación. Ésta es una de sus frases más espléndidas, particularmente en estos momentos difíciles en que vivimos. Pero él todavía tenía esperanza de que las fronteras no debían ser muros sino invitaciones. Nada puede cruzar o atravesar una frontera mejor –nos dice él– que la poesía, y es ella la única capaz de cruzar la “frontera del dolor”.
En uno de sus mejores momentos (y, de nuevo, no es fácil traducirlo, pues Reyes era un maestro de la concisión, y tenía el genio y el arte de condensar la experiencia en poderosas fórmulas) se pregunta: ¿Qué es mi poesía? Y responde: es un “Misticismo activo”. Esto merece reflexión. Cuando pensamos en San Juan de la Cruz, en Góngora, en la gran tradición mística española que Reyes conocía tanto y tan bien, tenemos tendencia a olvidar que puede darse, en efecto, un misticismo dinámico, activo… y que él, Reyes, ciertamente lo representaba.
En ese triunfo de la inteligencia que se llama melancolía –y lo cito repitiendo esa maravillosa frase–: en ese triunfo de la inteligencia que se llama melancolía, Alfonso Reyes compone los dos polos definitivos de su vasto cuerpo textual: lo dos textos en que cristalizan la vida y el genio de la literatura mexicana moderna: Ifigenia cruel y Visión de Anáhuac. Se trata de dos obras seminales. De ellas surge un atisbo cardinal: la historia de México –nos enseña él– es la del conquistador conquistado. México mismo es la demostración de que “La humanidad es como un solo hombre”.
Por conflictivos que sean sus orígenes, por más compleja que sea la dialéctica de las religiones y de las culturas, de lo cual México es un ejemplo tan singular, finalmente sólo hay un ser humano, una humanidad.
Muchas cosas en sus ensayos, en sus retratos, en sus acotaciones y comentarios críticos y culturales pueden sorprendernos como algo radicalmente distinto de nuestros propios hábitos profesionales, de nuestras heladas técnicas y cobardes costumbres.
Casi me atrevería a decir que él era, en un sentido maravilloso, un amateur, si recordamos lo que la palabra significa: amatore, un amante. A partir del Renacimiento, el amateur no era un crítico sino algo complementario de la universalidad y el ecumenismo del amor y de la simpatía. Vivimos ahora en un clima mucho más amargo y mucho más estrecho. Hoy en día, ya sólo a muy pocos les está permitido ser amateurs, pues éstos son castigados por sus pasiones. Reyes sabía mucho mejor que nosotros que incluso la mejor de las críticas –y él era un gran crítico– es un, y lo cito, “remedio desesperado”, si se compara con el acto de la creación. Y así escribe a Valery Larbaud –otro trotamundos, otro viajero, poeta, crítico, traductor, uno de sus grandes amigos franceses–: seul les poètes savent parler des poètes: les comprendre, les expliquer, les juger: “sólo los poetas saben hablar de los poetas: comprenderlos, explicarlos, juzgarlos”. Sus intercambios con Valery Larbaud, Cocteau, con los grandes poetas de todo el orbe, su relación con Borges, constituyen una lección continua de lo que Goethe llamó “afinidades electivas”: relaciones elegidas de alma a alma, de corazón a corazón, en un plano muy elevado de mutuo respeto.
Entre los estudiantes de Monterrey, en una maravillosa tarde, hace algunos años, tuve la experiencia –y déjenme tomar prestada la frase de Dante– de un moto spirituale: de un movimiento del espíritu, un dinamismo del alma, que para mí define a México. Nunca lo olvidaré. La sala estaba llena, pero se abrieron las puertas para que la gente que también llenaba el vestíbulo y que estaba afuera pudiera entrar a oír la conferencia. Era uno de esos prodigiosos días soleados de Monterrey, y los estudiantes llegaron a sentarse en el suelo, justo rodeando la base de la plataforma desde donde yo impartía mi lección. Fue una impresión única, irrepetible, de entusiasmo generoso: la sobrecogedora presencia de un pasado inmensamente antiguo y complejo como el que tiene México y la extrema, apremiante proximidad del futuro.
Me gustaría ser capaz de formular con mayor claridad esta impresión: cuando el pasado está muy cerca del futuro, como sucede entre los jóvenes en México, se da una experiencia que, al menos yo, no he tenido casi en ningún otro lado. Por formidables y complejos que sean los problemas económicos, sociales y aun étnicos –y sería una locura negar que los hay–, en México el mañana tiene un sabor, la saveur: el sabor de la esperanza.
Cuando uno está entre todos esos jóvenes en una universidad mexicana –y yo di varias conferencias tanto en Monterrey como en México mismo–, se llega a sentir que la esperanza tiene sonido, que es audible y que está en el aire, a pesar, lo repito, de las grandes dificultades circundantes. Se trata de una suerte de maravilla de la cual la obra de Alfonso Reyes es un testimonio constante.
Quiero agradecer a ustedes de nuevo, desde lo más hondo de mi corazón, señor Embajador, la oportunidad de compartir esta experiencia. ~
Cambridge, Inglaterra, 6 de octubre de 2007