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El trabajo de Angélica Liddell es un huracán de frescura, descaro e imaginación. Se trata de una de las creadoras teatrales más importantes que han aparecido en España en las últimas décadas. Escribe, protagoniza y diseña sus propios espectáculos. Su explosiva aparición en el conservador Centro Dramático Nacional a finales de 2007 puede marcar un antes y un después. Estrenó su nuevo montaje Perro muerto en tintorería: los fuertes, que estuvo en cartel durante un mes y medio, y a continuación repuso durante diez días El Año de Ricardo, su obra anterior.

Angélica Liddell toma su apellido de la niña para quién Lewis Carroll escribió la primera versión de Alicia en el País de las Maravillas. Me encuentro con ella en El Palentino, un bar de Malasaña en Madrid. Está tomando un café mañanero mientras lee Temor y Temblor de Søren Kierkegaard.

Angélica nace en 1966 en Figueres, Girona. Hace poco tiempo volvió a visitar los lugares de su primera infancia. “Fue una sorpresa la sensación de angustia y tristeza que me provocó”, comenta riéndose. Su trabajo, teñido de tintes apocalípticos, tiene un fuerte contenido autobiográfico. “Soy una suicida sin suicidio. Un momento particularmente propicio para acabar con todo es la adolescencia. En esa época mi vida era un desastre debido a los continuos traslados a distintas ciudades que teníamos que hacer a causa del trabajo de mi padre, que era militar. Cuando tenía trece años nos fuimos de Valencia, donde vivíamos en el campo y tenía a mis amigas, a Burgos. Fue una época complicada. Pasé la adolescencia entre médicos. Tuve una úlcera sangrante, algo muy inusual a esa edad, y sufrí una fuerte depresión. Lo recuerdo como mi etapa más angustiosa y triste”, reflexiona entre risas, jugando con el dramatismo de sus palabras. Extrañas a estas horas de la mañana en un bar de barrio.

Resulta sorprendente que comenzara a trabajar en el teatro en una época en la que éste sufría un fuerte descrédito. “Al final, mi padre consiguió que lo destinasen a Madrid. Era la época de la Movida. La gente quería dedicarse al cine o al diseño, que se veían como actividades mucho más modernas. Pero a los diecisiete años ingresé en la RESAD [Real Escuela Superior de Arte Dramático]. Acabé hasta las narices. De hecho, no tengo ni un solo recuerdo bueno de aquel lugar. Estaba rodeada de pijos sin escrúpulos, mantenidos por sus padres, que sólo pensaban en triunfar y se agarraban como garrapatas a los hombros de quienes les interesaban.”

Angélica tiene una larga trayectoria marcada por la búsqueda constante y la ausencia de miedo al fracaso. “Mi primera obra, El jardín de las mandrágoras (1993), era muy mala. Esteticista, influenciada por Mishima, el amor y la muerte. Antes buscaba la pureza y ahora busco la impureza. Luego, hice Dolorosa (1994). Estaba obsesionada con las putas. Era una prostituta-Cristo, curiosamente el mismo personaje de mi ultimo montaje, Perro muerto, que redime a los otros a través de la sexualidad, como entrega máxima.”

Uno de los ejes de su trabajo es la provocación. “Para ser libre hay que dejar la ética en suspenso, como hacen Genet o Passolini. Tenemos que recuperar la capacidad inmoral del mito como beligerancia contra el brutal adocenamiento de esta sociedad.” Tras este breve inciso vuelve a su trayectoria personal. “Después de Dolorosa, pasé cuatro años bastante perdida, sin ganas de hacer nada, viviendo como podía. Pero en 1998 volví con Frankenstein, que consistía en una reflexión poética basada a ráfagas en el texto de Mary Shelley. Creo que hay una interesante conexión entre ser mujer y la búsqueda de lo monstruoso. Como los actores me repelen en esta obra utilicé títeres. Era lentísima, pura antimoda. La estrenamos en la Cuarta Pared, una sala del circuito alternativo madrileño. Y fue un auténtico desastre. No tenía nada que ver con lo que se estaba haciendo en aquellos momentos.”

Luego viene La falsa suicida (2000), que significa un giro decisivo en su carrera. “Marca el comienzo de mi colaboración con Gumersindo Puche y de nuestra compañía Altra Bilis. Es una obra más madura. Hay una búsqueda de una manera personal de contar las cosas. Después he hecho las dos trilogías: Tríptico de la aflicción y Actos de resistencia contra la muerte.” El año de Ricardo, presentada en el Centro Dramático Nacional, marca el final de este ciclo espléndido.

Visto con una cierta perspectiva, el trabajo de Angélica Liddell marca un corte claro con lo que ha sido la cultura española de las última década. Nacida a mediados de los sesenta, plantea un ambicioso y pertinente ajuste de cuentas con el aquí y ahora. “Somos la generación perdida. Los hijos del boom económico. Yo no comparto nada con la gente de mi edad, que se creen de izquierdas pero son absolutamente conservadores. –Sonríe y bebe un trago de café antes de continuar con su diatriba–. La cúpula teatral, que podría pensarse que es progresista, excluye de manera premeditada cualquier nueva propuesta escénica. De hecho, se dedica a crear un estado de opinión en contra de toda forma de arte que signifique rebeldía. La cultura se ha vuelto simple entretenimiento vacío.”

Angélica da voz a un estado de descontento radical que flota en el ambiente, pero que por numerosos motivos no termina de adoptar formas concretas. Ella no lo hace desde la nostalgia sino desde presupuestos estéticos contemporáneos. “Mi trabajo se alimenta de la ira ante el estado de cosas que vivimos. Existe la certeza de que se está haciendo lo correcto y no hay posibles alternativas. Pero toda la situación cultural y política tiende al conservadurismo… Masacra. Hay una fuerte censura encubierta ejercida por la élite intelectual. Algo esencial ha fracasado en la transición a la democracia en España. Se ha rendido al capitalismo salvaje y la sociedad se ha vuelto complaciente, obsesionada con los escaparates y la cultura del entretenimiento. Por eso me interesan los suburbios, lejos de las cúpulas dirigentes, donde se trata de impulsar nuevas reconfiguraciones de lo social. Donde la forma es beligerante.”

“Mi ira va contra el poder –continúa–. Yo tengo un instinto de rebelión contra la autoridad que se convierte en expresión. Me expulso de todo. No trabajaría en series comerciales de televisión. Si me llamara Pedro Almodóvar le diría que no.” De todos modos, Angélica es consciente de que vive una fuerte paradoja. “Sé que no deja de haber un conflicto importante en mi manera de hacer las cosas: una necesita ser aceptada para poder expresarse. Sin un lugar donde hacerlo la expresión se pierde.”

Las obras de Angélica Liddell son abiertas y responden a un método de trabajo muy personal. “Incluyo todo tipo de experiencias y acontecimientos. Funcionan como collages. Me interesa mucho destruir la idea de argumento, para que adquieran verosimilitud. No puedo confiar en darle demasiada importancia a una línea argumental, porque se convertirían en un juego para niños: descubre la pericia, quién es el asesino. No me interesan los recursos estilísticos que funcionan ni me preocupa equivocarme. Busco la expresión por encima de la técnica.” Y no duda en morder la mano que le da de comer. Como decíamos, el trabajo de Angélica Liddell tiene que marcar un antes y un después. ~

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