El pasado 31 de octubre, a las once de la mañana, España contuvo el aliento. Radios y televisiones interrumpieron su programación habitual. A esa hora, el juez Javier Gómez Bermúdez, el carismático presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, desgranaba la sentencia de los terribles atentados del 11 de marzo de 2004. Aquellas bombas colocadas en cuatro trenes de Madrid, tres días antes de las elecciones generales, dejaron 191 muertos, 1,841 heridos y un país entero roto por el dolor. Pero también dinamitaron la vida política y abrieron en la sociedad española una herida que aún supura.
No había sido la ETA ni tampoco Iraq. Ni los terroristas vascos ni la decisión del gobierno de José María Aznar de apoyar la guerra para derrocar a Saddam Hussein estuvieron en el origen de los atentados, sino el fanatismo islamista. La fiscalía había intentado presentar el rompecabezas completo, con autores intelectuales, autores materiales y cómplices. El tribunal, sin embargo, vio que varias piezas no encajaban.
De los veintinueve acusados, ocho quedaron absueltos. Otros dieciocho recibieron penas de entre tres y veintitrés años, la mayoría por “pertenencia a banda terrorista”, pero sin que hubiera quedado probada su participación específica en el 11-M. Los tres supuestos “cerebros” salieron muy bien parados: uno absuelto, y los otros dos condenados a quince y doce años (la fiscalía había solicitado 38,962 años para cada uno). Sólo tres procesados recibieron un castigo de decenas de miles de años, de los que cumplirán un máximo de cuarenta: dos marroquíes y un antiguo minero español que había facilitado la dinamita.
Los murmullos fueron acallados por el juez. A la salida, Bárbara Morales, que perdió a su marido en las explosiones, resumía el sentir de las víctimas: “Matar sale muy barato en este país.”
La esperada catarsis se transformó en desasosiego. La fiscalía veía cómo quedaba expuesta la fragilidad de su andamiaje. Las generosas indemnizaciones ordenadas por el tribunal apenas aliviaban la desazón de las víctimas, que habían querido creer que el caso estaba ganado. Y los dos principales partidos, enzarzados desde ese fatídico 11-M en una lucha sin cuartel sobre la identidad y la motivación de los autores, se sumían en el desconcierto.
Un sector del conservador Partido Popular (PP) seguía viendo la mano del terrorismo vasco en una enrevesada trama destinada a despojarlos del gobierno, como ocurrió de hecho en las elecciones, tres días después de los atentados. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE), ganador de los comicios en el 2004, esgrimía la guerra de Iraq para culpabilizar a Aznar del peor atentado registrado en España. Uno y otro buscaron las dos palabras clave en las setecientas veinte páginas del veredicto. Las siglas “ETA” aparecían doce veces, pero para descartar los informes presentados por una de las defensas, que sugería la posible participación de los terroristas vascos. En cuanto a la palabra “Iraq”, el buscador de los ordenadores encontró trece menciones, pero los jueces tampoco vinculaban la situación en ese país con la decisión de atentar en Madrid. El veredicto parecía quitarles a ambos los argumentos que habían usado como arma arrojadiza durante casi cuatro años de crispado debate político, y que amenazaban con volver a primer plano ante las elecciones generales de marzo del 2008. El tribunal había logrado que nadie pudiera ponerse medallas ni rentabilizar políticamente la sentencia.
Sólo un juez de enorme talla moral e intelectual podía llevar a buen puerto un proceso tan delicado, sometido a presiones políticas y periodísticas brutales, en el que hasta las víctimas estaban divididas en tres asociaciones y abiertamente peleadas sobre la identidad de los responsables de la matanza. Javier Gómez Bermúdez, malagueño de 45 años, estuvo a la altura. Desde el primer día de los careos, el 15 de febrero, y a lo largo de más de cuatro meses, el presidente del tribunal dio muestras de ecuanimidad y sensatez. Riguroso en cada detalle, el juez supo marcar las pautas y mantener a raya a acusados, fiscales y defensas. Su relación con las víctimas fue cálida y cercana. Con ellas se reunió para explicarles las razones del fallo. Gómez Bermúdez aportó serenidad y la certeza de que el proceso, en medio de tanta trácala politiquera, estaba en buenas manos. Otra cosa es lo que pudiera dar de sí la instrucción.
Según la sentencia, los responsables de la matanza fueron los miembros de una “célula terrorista de tipo yihadista o islamista que […] pretenden derrocar los regímenes democráticos y eliminar la cultura de tradición cristiano-occidental sustituyéndolos por un Estado islámico bajo el imperio de la sharia o ley islámica en su interpretación más radical, extrema y minoritaria”. Es obvio que los jueces han sopesado cada palabra para llegar a una formulación tan precisa sobre las motivaciones de los terroristas. Para no herir la susceptibilidad de la comunidad musulmana en España, que alcanza el millón y medio de personas, el tribunal recurre más al término yihadista que al ambiguo “islamista” en el resto de la sentencia.
En la sala de audiencias, los acusados se apiñaban en un cubículo acristalado y blindado que los separaba del público. Faltaban ocho, que se habían suicidado en un apartamento del municipio de Leganés, en la periferia de Madrid, cuando estaban rodeados por la policía tres semanas después de los atentados. Entre los procesados había delincuentes, estudiantes, comerciantes o albañiles. Catorce marroquíes, dos sirios, un libanés, un egipcio y un argelino. Dos de ellos eran soplones de la policía. Mouhannad Almallah, que reparaba lavadoras, siempre iba con traje y corbata. Sólo Rabei Osman El Sayed, “el Egipcio”, acusado por la fiscalía de ser el cerebro de la trama, llevaba barba cerrada y tenía una marca en la frente, de tanto golpearse la cara contra el suelo durante los rezos. Con ellos había dos españoles, Emilio Suárez Trashorras y su ex cuñado, Antonio Toro, asturianos ambos, acusados de haber facilitado la dinamita a los terroristas. Con la mirada inexpresiva, como si el juicio no fuera con él, Trashorras pasaba el rato hurgándose afanosamente en la nariz o mordiéndose las uñas.
¿Era esta pandilla variopinta capaz de haber perpetrado el peor atentado de la historia de España y de haber calculado sus consecuencias políticas? El tribunal no se pronuncia sobre los efectos electorales del ataque. Sin embargo, deja entender algo que preocupa: no hay prueba de ningún vínculo jerárquico entre la célula de Madrid y la red Al Qaeda. Se deduce, como ya se sospechaba, que los terroristas locales pueden actuar de manera autónoma en cualquier país, cosa que los hace mucho más peligrosos porque pasan inadvertidos. Para comprar los explosivos y los teléfonos móviles que activaron los detonadores, los yihadistas de Madrid chacharearon con drogas y encontraron a un ex minero dispuesto a venderles dinamita robada en una cantera donde había trabajado. No necesitaron el apoyo material de Osama Bin Laden ni de su internacional del terror. Sólo buscaron su inspiración en esa versión contemporánea de lo que fue la Komintern para los comunistas de todo el planeta en el siglo XX. Para los revolucionarios de antaño, las referencias eran Moscú, El capital de Marx y la praxis de Lenin. Para los yihadistas de hoy, son Afganistán, el Corán y Bin Laden.
Los yihadistas locales alimentan su radicalismo a través de las páginas web de una pléyade de grupúsculos afines que llaman a los musulmanes a atacar los intereses de Estados Unidos en cualquier parte del mundo y a reconquistar Al-Andalus. Un documento reproducido en la sentencia ilustra el fanatismo en estado puro de un joven trabajador marroquí común y corriente. Se trata del testamento de Abdennabi Kounjaa, uno de los ocho terroristas que se suicidaron en Leganés. En tres hojas, escritas a mano en árabe, Kounjaa se dirige a su familia en estos términos: “Juro por Alá, no soporto vivir en este mundo, humillado y débil ante los ojos de los infieles y los tiranos. […] Si me matan seré mártir. […] Os confirmo que yo he dejado este mundo porque no vale tanto como vosotros pensáis, y porque yo quiero encontrarme con mi Dios y que esté Él contento conmigo. […] Vosotros no sabéis dónde está el Bien.”
A sus hijas les dice: “Vuestro padre ha sido hombre de valores morales, y siempre ha pensado en la yihad. Os pido que […] sigáis a nuestros hermanos, los muyahidines, allí donde estén, tal vez, forméis parte de ellos. La religión triunfa por la sangre y los sacrificios. No os aferréis mucho a esta vida.”
¿Ésos son los alucinados que subieron en cuatro trenes, el 11 de marzo del 2004 alrededor de las siete de la mañana, para depositar trece mochilas –de las que diez explotaron– con más de cien kilos de dinamita? Kounjaa era un pobre inmigrante sin formación, pero los otros suicidas tenían perfiles muy variados. Jamal Ahmidan, “el Chino”, era un traficante de droga que conducía un bmw de gama alta y se había vuelto muy religioso después de pasar una temporada en una cárcel marroquí por un asesinato. Y Sarhane “el Tunecino” preparaba un doctorado en economía.
“Sarhane era un buen estudiante, según sus profesores”, cuenta Mohamed Kharchich, el imán marroquí de la principal mezquita de Madrid. “Venía aquí a rezar, pero no sólo porque reza se puede decir de alguien que es una buena persona.” Kharchich y los otros líderes de la comunidad musulmana en España no vieron el proceso de radicalización de esos jóvenes y nunca imaginaron que pudiera ocurrir un 11-M. “Habíamos notado que algunos de ellos estaban enojados con los imanes”, subraya. “Les reprochaban que no se pronunciaran sobre los temas que los preocupaban, desde la falta de representación en las instancias musulmanas aquí, en España, hasta el conflicto árabe-israelí o la invasión de Iraq y Afganistán. Al no obtener respuestas en las mezquitas, buscaron un islam a su medida en las páginas de internet.” Allí no hay ningún intermediario, ningún moderador, y las mentes propensas al radicalismo caen en el fanatismo.
A diferencia de los terroristas europeos, como los irlandeses o los vascos, los yihadistas no usan los juicios como tribuna política. En los careos del 11-M, ninguno de los veinte acusados musulmanes –tres fueron absueltos– proclamó su militancia ni alabó a Bin Laden, y menos aún reconoció los hechos por los cuales estaba detenido. Todo lo contrario. Nadie había matado una mosca en su vida. Incluso varios de ellos aseguraron haber asistido a la gigantesca manifestación de repulsa de los atentados, al día siguiente de la matanza. Con la excepción de los delincuentes, cuyas actividades en el tráfico de droga eran ya conocidas por la policía –dos de ellos eran informantes a cambio de impunidad–, todos los demás juraron ser buenos trabajadores o estudiantes. Con sus anteojitos de aplicado y su alto nivel intelectual, Fouad El Morabit, hijo de un acomodado notario marroquí, rechazó con vehemencia la acusación contra él –“mi educación no me permite recurrir a la violencia”–, pero fue finalmente condenado a doce años de prisión por “pertenencia a organización terrorista”. Su compatriota Jamal Zougam, el enigmático dueño de la tienda de donde salieron los teléfonos celulares para activar las bombas, desmintió también haber participado en los atentados y, como varios otros, negó ser particularmente religioso.
Esa “doble cara” de los acusados era lo que más molestaba a los familiares de las víctimas que asistían al juicio y veían, día tras día, a varios de ellos reírse en el cubículo de paredes de vidrio. Rabei Osman El Sayed, el Egipcio, era el más odiado. Antes de que lo detuvieran en Milán, este inmigrante ilegal, que había vivido un tiempo en Alemania y España, era el único que se había atribuido la responsabilidad de los atentados de Madrid. No lo había hecho en público, sino en una conversación privada en su casa, que la policía italiana tenía repleta de micrófonos. El Egipcio había sido condenado en Italia por formar parte de una organización terrorista. Ahora, le tocaba rendir cuentas en Madrid.
Eva, cuyo compañero había muerto en uno de esos trenes, estaba asqueada del Egipcio desde el día en que lo vio hacer gestos obscenos. Necesitaba ofenderlo y encontró la manera. Compró en internet una camiseta con una de las famosas caricaturas publicadas por el diario danés Jyllands-Posten, que mostraba a Mahoma con una bomba encendida a modo de turbante. Se sentó en la fila más cercana al cubículo de vidrio blindado y se abrió la chamarra, para que los acusados vieran la camiseta con el Profeta caricaturizado como terrorista. El Egipcio la miró con aire serio y sin inmutarse, mientras otro preso se reía. Eva se sintió mejor. Se cerró la chamarra, se levantó y se fue para no volver más al juicio. Hasta el día de la sentencia, cuando tuvo que aguantar lo más inesperado, la absolución de su bestia negra.
“La absolución del Egipcio no se entiende, es una vergüenza”, comentaba la abogada María Ponte, que ejercía la acusación popular en nombre de la principal asociación de víctimas. Varios medios expresaron también su sorpresa o su indignación ante la decisión del tribunal de rechazar la tesis de la fiscalía, que presentaba al Egipcio como uno de los “cerebros” del 11-M. Sin embargo, las explicaciones incluidas en la sentencia confirman la mala impresión que había dejado el paso de los policías italianos por el tribunal de Madrid, donde no lograron convencer a los jueces de la exactitud de su traducción de las conversaciones interceptadas en la casa del islamista. Los cinco intérpretes españoles, que fueron llamados para revisar esa traducción, “coincidieron en la inexistencia de la frase en la que el procesado se atribuye los atentados”, afirma la sentencia. Y los jueces concluyen que “las autoridades italianas […] no aportan, con la certeza exigida por el derecho penal, prueba de la intervención como autor o partícipe del acusado”.
Jamal Zougam, el otro acusado que concentraba el odio de las víctimas, no tuvo la misma suerte que el Egipcio. Ni sus rasgos agradables ni la defensa muy agresiva de su abogado impidieron que se lo sentenciara a una de las dos penas más altas pronunciadas por el tribunal, 42,922 años de cárcel por ser autor material del atentado.
El de Zougam es, quizá, el caso más interesante. Originario de Tánger, llegó a Madrid a los doce años para vivir con su madre, que se había separado de su marido y limpiaba casas para ganarse el sueldo. Zougam regentaba una tienda de teléfonos celulares en uno de los barrios más tradicionales de la ciudad, Lavapiés, donde se han instalado muchos inmigrantes marroquíes y chinos. Una de sus hermanas trabajaba en la sucursal madrileña de un banco francés. Parecía una familia integrada. Sin embargo, Zougam tenía amistades que habían llamado la atención de la policía, que, en el 2001, registró su casa y encontró documentación sobre la yihad. A partir de entonces, el marroquí, que hoy tiene 34 años, fue vigilado por las fuerzas de seguridad en varias ocasiones. Lo llamativo es que, pese a ello, pudiera participar en la organización de los atentados del 11-M.
“La principal prueba de cargo contra Jamal Zougam está constituida por la identificación que de él hacen, sin fisuras y sin ningún género de duda, tres viajeros del tren número 21713, que salió de Alcalá a las 7:14 horas y explosionó a las 7:38 horas cuando estaba parado en el andén de la vía I de la estación de Santa Eugenia”, escriben los jueces en su sentencia. Según esos testigos, Zougam “se subió al tren en la estación de Torrejón de Ardoz llevando una mochila negra en la mano que colocó en el suelo”. El tribunal estima que hay “otras pruebas circunstanciales e indirectas” que involucran también al acusado en la preparación de los atentados. “El procesado conoce a varios miembros de la célula que se suicida en Leganés, así como a la mayoría de los procesados, si bien todas estas relaciones las justifica por razones comerciales.” La sentencia señala, además, que las tarjetas “usadas para temporizar” los artefactos explosivos procedían de la tienda de Zougam.
Dentro de esta sentencia impecable y ecuánime, la condena de Zougam no resulta del todo convincente, porque la prueba principal contra él es únicamente testimonial. Y la fuerza de este proceso ha sido la prueba científica. El análisis de las frecuencias de los celulares de los terroristas ha permitido reconstruir todos sus movimientos previos a los atentados, desde el viaje a Asturias para comprar la dinamita hasta el lugar donde fueron programados los despertadores de los teléfonos para activar las bombas. Las huellas dactilares y los restos genéticos (ADN) fueron también una fuente de información extraordinaria para identificar tanto a los suicidas del piso de Leganés como a los supervivientes del grupo que habían estado en ese lugar en algún momento. La policía, en cambio, no ha encontrado ni una sola huella dactilar de Zougam en ninguno de los escenarios. Por otra parte, no hay duda de que las tarjetas telefónicas usadas por los terroristas fueron adquiridas en la tienda del marroquí, pero no hay ningún dato que confirme que éste conocía el uso que el comprador iba a hacer de esas tarjetas. Según los jueces, los testimonios y las pruebas circunstanciales eran suficientes para condenarlo. Quizá tengan razón, y las familias de las víctimas no habrían entendido otra decisión.
Zougam es un cabeza de turco, afirman muchos de sus compatriotas en el barrio de Lavapiés. “Yo no sé si fueron los islamistas o no, probablemente sí, pero yo no fui”, declaró el acusado cuando ejerció su derecho a la última palabra. Sin embargo, algunas de sus declaraciones anteriores no lo ayudaron, en particular cuando se sorprendió de que se hiciera “tanto ruido por doscientos muertos, pues cada día mueren la misma cantidad en Palestina e Iraq”. Riay Tatari, imán de la mezquita del madrileño barrio de Tetuán, reconoce que esa frase lo “impactó” en su momento. “Él dijo lo que piensan muchos musulmanes, y no sólo jóvenes, porque ven las imágenes en la televisión.”
Hoy no queda la menor duda sobre los responsables de los atentados de Madrid. Fueron yihadistas residentes en España, sin experiencia en los frentes de guerra de Afganistán, Bosnia, Chechenia o Iraq. La ayuda criminal de un ex minero, además confidente de la Guardia Civil, y la poca preparación de la policía para infiltrar las organizaciones islamistas permitieron que unos aficionados llevaran a cabo el atentado más mortífero jamás realizado en España. Después de la absolución de los tres supuestos “inductores” denunciados por la fiscalía, no se sabe quién fue el “cerebro” que organizó todo y escogió magistralmente la fecha del 11 de marzo para multiplicar los efectos políticos de la matanza en vísperas electorales. Pudo ser, quizá, el pasante del doctorado en economía, el Tunecino, que se suicidó en Leganés, o uno de esos imanes fundamentalistas que viven en Londres u Oslo.
Sin embargo, el 11 de marzo de 2004, todos los españoles estaban convencidos de que la ETA había puesto las bombas en los trenes. Lo recordaba hace poco el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, en una entrevista con el diario El País. Cuando estaba en la estación de Atocha, coordinando las operaciones de rescate, el alcalde recibió una llamada del presidente del gobierno vasco, Juan José Ibarretxe. “Me llamó para decirme que sentía vergüenza de lo que unos ciudadanos vascos habían hecho en Madrid.”
Quince días antes, la Guardia Civil había interceptado, cerca de la capital, a dos etarras con quinientos kilos de explosivos en una camioneta, y, tres meses antes, la víspera de Navidad, la policía había desarticulado in extremis un plan de la ETA para volar un tren en Chamartín, otra estación de Madrid. Había, pues, precedentes recientes para pensar que el 11-M había sido obra de la ETA, y así titularon en portada la mayoría de los periódicos, que sacaron ediciones especiales a mediodía de ese día trágico.
Ahora bien, ¿qué pasó después? Los dos grandes partidos se acusaron mutuamente de utilizar los atentados para ganar las elecciones. El PSOE fue mucho más hábil que el PP. Éste dio la impresión de manipular los datos desde el gobierno y su candidato, Mariano Rajoy, perdió finalmente las elecciones del 14 de marzo, en contra de todas las encuestas realizadas antes de los atentados. Ahora que se conoce la sentencia, “¿estarán nuestras elites políticas a la altura […] para restaurar el consenso bipartidista en materia de política antiterrorista?”, se pregunta el catedrático Fernando Reinares en un artículo publicado en el periódico ABC. Las primeras señales no son muy alentadoras. Algunos dirigentes y líderes de opinión, de derecha e izquierda, se han enzarzado en las mismas polémicas y amenazan con seguir emponzoñando el ambiente a medida que se acercan las elecciones del 9 de marzo del 2008, que, además, caen dos días antes del cuarto aniversario de la tragedia. Si lo logran, sería otra victoria para los desalmados que pusieron las bombas en los trenes. ~
(Tánger, Marruecos, 1950) es periodista. Fue corresponsal de Le Monde en México. Es coautor de ¿Quién mató al obispo? (Ediciones Martínez Roca, 2005).