Imágenes que dislocan

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El pasado diciembre, el Centro de la Imagen acogió el simposio “Mal de imagen. Nota roja y prácticas artísticas contemporáneas”. Entre los participantes se encontraba Ileana Diéguez, autora de Cuerpos sin duelo (2013) –libro de referencia sobre la penetración de la violencia en las representaciones estéticas–; la escritora Fernanda Melchor conversaba con el fotoperiodista Bernandino Hernández (ver Letras Libres 230); se discutía la obra de Sara Uribe y Cristina Rivera Garza. La nota roja ha dejado de ser un género periodístico para convertirse en el género discursivo y afectivo de la esfera pública. Ante la fatiga o la indignación programática imperantes, un grupo de artistas, escritores, curadores y académicos se propuso repensar las imágenes del dolor propio y ajeno para salir del pasmo que generan.

Iván Ruiz (Puebla, 1979), uno de los organizadores del simposio, contribuye a esa renovada meditación con un sugestivo ensayo sobre algunas prácticas artísticas actuales del fotoperiodismo, el documental fotográfico y cinematográfico, y el arte en México. No obstante el sello editorial y las credenciales del autor –quien, además de curador, es investigador de arte contemporáneo en la unam–, en este primer libro Ruiz evita la pesadumbre del tratado y la jerga del alegato curatorial. En lugar de privilegiar la discusión académica, apuesta por una escritura que, como señala en el epílogo, antes que rehuir a la teoría discurre con ella: se trata de idear conceptos para desmontar una clase de imágenes que problematizan las puestas en escena y los discursos sobre la violencia de los poderes fácticos y el Estado. Alejado de los tratamientos que abordan manifestaciones artísticas afines desde la necropolítica, Ruiz enfatiza las potencialidades de la docufricción para responder a la pregunta: ¿de qué otra forma podríamos mirar?

A manera de introducción, Ruiz justifica el neologismo que titula el libro partiendo del concepto de “docuficción” con el cual los estudios literarios y de cine dan cuenta de aquellos modos de representar en que se cruzan elementos documentales y ficcionales. La “docufricción” designa prácticas artísticas que emanan de “territorios en disputa y zonas de guerra donde las fronteras entre realidad e irrealidad, verosimilitud y ficción, ya se encuentran diluidas” a causa del horror del narcotráfico, la segregación racial, la concentración ilícita de la riqueza, los feminicidios, entre otros factores, y también una “zona de ambigüedad desde donde es posible generar en el espectador una reflexión sobre la violencia”.

A partir de una fotografía de Guillermo Arias –en que una toma, abierta y a contraluz de un bajo puente en Tijuana, muestra los cuerpos de Rogelio Sánchez y del personal de rescate que observa su cadáver, no se sabe si atónito o impasible– Ruiz traza las coordenadas para analizar las intervenciones artísticas al “archivo” de la guerra contra el narcotráfico en el capítulo “Cuerpos posados”. Frente a la narrativa oficial reproducida por el fotoperiodismo acrítico, Ruiz contrapone los registros documentales de diversos artistas que restituyen los marcos de inteligibilidad y sensibilidad de la violencia. Ni neutralizada ni naturalizada, la violencia es mediada para establecer un nuevo contrato civil con el espectador. Al asumir dicho contrato se desvía la narrativa del Estado, se suspende el flujo del horror y, así, se posibilita la reflexión. Alejándose de la actualidad tremebunda, Ruiz recupera los fotolibros Ricas y famosas de Daniela Rossell y María Elvia de Hank de Yvonne Venegas para ahondar en la noción de “fricción” como proceso de incertidumbre y efecto de indeterminación. No se trata meramente de una mirada irónica a la vida cotidiana de las élites. Las poses retratadas, en palabras del autor, abren una pausa en que la opulencia devela su enmarañamiento con la violencia sistémica de la corrupción, el clasismo y el despojo.

En “Fotoperiodismo iconoclasta”, el capítulo más incisivo, Ruiz aborda el trabajo de Mauricio Palos, Fernando Brito y Pedro Pardo. En una brevísima digresión, el autor despacha el debate sobre la estetización del sufrimiento y el tráfico del dolor ajeno arguyendo que la elegancia formal de una fotografía no acota, por fuerza, su potencia estética de reflexión. En la serie Tus pasos se perdieron con el paisaje de Brito, que acaparó la atención internacional, Ruiz lee la contraparte visual del “Estado sin entrañas” descrito por Rivera Garza (Dolerse, 2011), a saber, un Estado sin responsabilidad para velar por quienes lo habitan, que destruye el cuerpo social. No obstante, la serie reacomoda la violencia expresiva del fotoperiodismo sensacionalista para posibilitar una mirada contemplativa. Según Ruiz –siguiendo los pasos de la teórica de la fotografía Ariella Azoulay, cuya influencia permea las partes claves del libro–, los ambiguos paisajes sembrados con cadáveres en la obra de Brito y el enrarecimiento de la materialidad victimaria de los sicarios mediante encuadres y ángulos inusuales en el trabajo de Pardo activan un protocolo iconoclasta. Tal protocolo interrumpe la macabra visualidad del Estado, el narcotráfico y la industria del espectáculo, y posibilita un marco civil (de reconocimiento y pluralidad) a través del cual vincularnos con esa clase de imágenes.

“Cenizas” incluye el único momento plano del ensayo, una discusión algo obvia de la filmografía, por lo demás interesante, de Alejandra Sánchez alrededor de los feminicidios de Ciudad Juárez. Entre los distintos filmes, Ruiz pondera algunas de las obras de Maya Goded. Es una pena que Ruiz remita al lector a un excelente artículo que publicó donde aborda la obra de Goded y otros artistas considerando aspectos de la violencia estructural generada por un modelo económico maquilador. Debemos conformarnos con los pequeños segmentos en que analiza de cerca la serie Desaparecidas (2005-2006) y la videoinstalación CDJ (2015) que realizó en colaboración con el compositor y artista sonoro Miguel Hernández. Para la primera, Goded fotografió a familiares de víctimas de feminicidio, jóvenes mujeres buscando empleo en maquiladoras y los lugares donde aparecían restos humanos en Juárez y sus alrededores. En la segunda, yuxtapone los rostros y testimonios de niñas y adolescentes hijas de víctimas de feminicidios con tomas y registros sonoros de lugares emblemáticos de la ciudad. A diferencia del carácter espectral de Desaparecidas, en CDJ Ruiz encuentra que la fantasmagoría adquiere un carácter ominoso: lo que ha sido tiene probabilidad de volver a ocurrir.

Las últimas páginas, dedicadas a Adela Goldbard, condensan como ningunas otras la sagacidad de Ruiz. Allí discute Colateral (2013), exhibición integrada por fotografías de gran formato y videos de puestas en escena cinematográficas en que se recreaban, con réplicas a escala a manos de maestros pirotécnicos de Tultepec, accidentes, ataques y protestas reportadas por los medios de comunicación. “Lobo” capta el instante en que una de las emblemáticas camionetas Ford, tan asociada con el narco, explota en un paraje semidesértico. Esta y otras piezas, que Goldbard posteriormente agrupó bajo la rúbrica “Paraalegorías”, resignifican la quema de Judas. Ausentes los feligreses y el elemento festivo del ritual, el registro de los estallidos y el fuego no solo escenifica la purga del mal, se reapropia de símbolos del imaginario colectivo. Al develar su artificio, inserta una pausa entre el símbolo y su visibilidad que permiten repensarlo y reconstruirlo. Tal espacio y tales acciones de la imaginación, además de servir de hilo conductor al ensayo, son reivindicados por Ruiz contra la violencia paralizante.

Del libro, señalo dos únicos problemas. Ruiz da por sentada la valencia crítica de la ambigüedad de las piezas que examina, como si el discurso al que se contraponen siempre fuera unívoco; o como si ella, junto con la incertidumbre y la indeterminación, no fuera desplegada como estrategia del horror. Además, al asumir la indistinción, propuesta por otros, entre las estructuras del Estado y las del crimen organizado, Ruiz termina por postular una suerte de régimen visual demasiado cohesivo (y tan evidente que no requiere descripción). Ese monolito, un tanto forzado, sirve de fondo para las prácticas artísticas que analiza.

Como epígrafe, Ruiz reproduce las leyendas libertad para los muertos y estado asesino con que el colectivo Democracia realizó una intervención urbana (2010) en Ciudad Juárez. Esta vital toma de postura adquiere un sentido retrospectivo al finalizar la lectura de su libro. En el argumento de Ruiz, el Estado adquiere demasiada centralidad. Queda demarcado así un territorio donde otros discursos y visualidades (el del activismo político y social, el de las víctimas, el del periodismo independiente, por mencionar algunos) no concurren en su estudio con independencia del arte, no friccionan con él. Se echan en falta esos otros roces y disputas, un orden más plural de imágenes abrasivas. ~

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Escritor, editor y crítico de medios.


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