Expresiones populares y estereotipos culturales en México / Siglos XIX y XX / Diez ensayos, de Ricardo Pérez Montfort

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“¡El jarocho!”, “¡la Adelita!”, “¡el jarabe tapatío!”, “¡la china poblana!”, “¡la tehuana!”… “¡bomba!”… todas expresiones y viñetas, ya ambarinas, del casi centenario álbum de familia “Lo mexicano”. Expresiones populares y estereotipos culturales en México es una exégèse des lieux communs del nacionalismo mexicano; hace la autopsia de las estampas, les pone los orígenes a ras de piel, muestra sus accidentales existencias y explica el porqué de su supervivencia no obstante ser fósiles cristalizados del collar nacionalista mexicano. Y sobre estos temas hay que creerle a Ricardo Pérez Montfort. Al buen historiador de la jarana, el fandango, el versar y el arrabal populares le pasa lo que al connaisseur de vinos que, con morbo, arma sesudos escolios sobre eso que a todas luces lo emborracha. En efecto: en éste, como en varios libros anteriores, Pérez Montfort habla de lo que podría echar copla, cantar, bailar y jaranear cual pocos. No hay como él para aprender de estos temas.

Expresiones populares y estereotipos culturales en México examina varios clichés –el jarocho, el jarabe tapatío, la china poblana, el corrido mexicano como la verdadera expresión vernácula y campirana de lo mexicano, el bolero ranchero como urbanización de lo rural y “arrancheramiento” de lo urbano, el Caribe como ingrediente yucateco–, y a golpes de sensibilidad jaranera y de investigación histórica, etnográfica y folclórica los hace parecer ajenos ante los ojos del lector, mostrando sus absurdos y fortuitos tejidos, para luego rearmarlos en todas sus estereotípicas existencias como acuñamientos de los esfuerzos nacionalistas del Estado posrevolucionario. Del origen de “tapatío” como conjunto de tres tortillas, a lo propio de la región de Guadalajara y de ahí al jarabe estereotípico o al mariachi y demás productos de denominación de origen “México”. Del “jarocho” como vocablo hispanoárabe para designar al moro como cerdo, al jarocho como lo “negro” de la región de Veracruz y de ahí a ser rumbero y jarocho, trovador de veras, meaning, “lo silvestre, la alegría, la desfachatez y lo lenguaraz” (198). Del corrido como viejo romance castellano a canto popular revolucionario y de ahí a una supervivencia doble e irónica: o como estereotipo mexicanista para la clasemediez urbana post-1968, ávida de canto de protesta, o como indeseable expresión de lo nuevo popular, esto es, el narcocorrido, la migración, las trocas, cuernos de chivo, cocaína y Camelia –la tejana.

La selección de ensayos es variopinta. En varios de ellos se lanzan importantes tesis para historiadores, etnólogos y folcloristas. Todos, eso sí, son de una lectura sabrosa y provocadora, además de presentar varias reproducciones de imágenes densas en significados. Por decir, en uno de los ensayos Pérez Montfort saca al corrido de los debates nacionalistas, pasando por alto las acaloradas controversias sobre el monopolio mexicano o tejano –Vicente T. Mendoza o Américo Paredes– sobre el corrido; muestra el origen común del corrido con varias formas cultas y populares y su cristalización como estereotípico estilo mexicano. La tehuana en manos de Pérez Montfort vira de odalisca de cambiantes significados y motivos, dependiendo del momento y lugar, para acabar en mito de sensualidad y autenticidad nacionalistas consagrado sobre todo por el cine nacional y extranjero. La noción del poeta popular regional de Yucatán adquiere más claridad y certitud en el contexto del surgir general de la estampa “El poeta del pueblo”: el Negrito Poeta (José de la Cruz Vasconcelos) en todo México, Cucalambé (Juan Cristóbal Nápoles Fajardo) en Cuba, el llanero Florentino (Alberto Arvelo Torrealba) en Venezuela o Felipe Salazar “Pachorra” en Yucatán.

En los diez ensayos el autor es guía confiable, y sobre todo afortunado en la selección de citas. Al comentar la blasfemia popular, el autor acierta en entregar al lector esta memorable copla popular (28):

Yo enamoré a una jarocha

por agarrarle la chiche

y me dijo la morocha

muchacho no sea metiche

si quiere comer melcocha

abajo queda el trapiche.

En otro momento, Pérez Montfort reproduce versos del poeta popular Paco Píldora (Francisco Rivera Ávila), que son trasunto de la plasticidad y belleza de lo que no hay manera de nombrar más que coreando el verso: “jarocha contextura, cuna de la sabrosura” (181):

Patio de alegres rumbatas

donde se bailó el danzón

con finura y distinción

entre arrogantes mulatas.

Patio de gran tradición

y jarocha contextura

cuna de la sobrosura

del timbal y del pistón…

A ratos, sin embargo, el sabor y la cadencia de las coplas aturde la sensibilidad analítica del autor. Por ejemplo, en esta última copla el lector no es informado de qué son o eran las píldoras de Leverán y queda sin comentario esa extraña, pero esparcida, noción popular de la autoridad en cuestión de ciencias: ¿cómo va uno a saber más que un alemán en estos menesteres? No obstante, es mucho el material que Pérez Montfort colecta y expone. Habría que agradecer la generosidad de citas antes que reparar más en la esporádica emoción que deja trunco el examen escolástico.

En suma, en el examen de diferentes estereotipos –ora el tapatío o el jarocho o la china poblana o el bolero ranchero– se pueden deducir ciertas tesis generales más o menos comunes a todos los ensayos; a saber, a) todo estereotipo posee ciertos orígenes locales, mezcladamente populares y catrines, los cuales en las décadas que van de 1920 a 1940 fueron apropiados por la clase política e intelectual ligada al Estado posrevolucionario nacionalizante; por ello b) la ciudad de México man-

da en esto de armar estereotipos; c) el Bajío ganó como surtidor de elementos para el montaje de estereotipos; y d) para la década de 1950, al buen ver de Pérez Montfort, los estereotipos empiezan a dar muestras de su acartonamiento y falsedad, pierden fortaleza simbólica, ya porque se vuelven simples clichés sin base popular o –como en el caso del narcocorrido– porque el cliché es apropiado popularmente de maneras inaceptables para las buenas conciencias.

Nada que objetar a estas conclusiones que en sus mejores momentos suenan a análisis histórico, si bien afecto a una u otra mecánica sociológica, sensible al caos de los fenómenos culturales (179): “Con mucha frecuencia los estereotipos son imposiciones que después de determinado tiempo e insistencia terminan aceptándose como válidos en un conglomerado social que bien a bien no sabe exactamente quién los creó o si realmente responden a personajes de carne y hueso. Esta imposición suele sofisticarse más y más en la medida en que los medios a través de los cuales se trasmiten amplían su capacidad de penetración. La tendencia a uniformar y a simplificar es parte fundamental de la imposición, sin embargo tanto resistencia como aceptación pueden, al igual, convertirse en formas estereotípicas.”

Este lector agradece y comparte el diagnóstico, pero a ratos duda de los supuestos que aquí y allá parecen sostenerlo. Pérez Montfort parece asumir, primero, que las expresiones nacionalmente ratificadas, por élites culturales o estatales, son falsas, en tanto las expresiones populares locales son verdaderas. Nada más insoportable que la progenie de la progresía mexicana cantando “El Rey” el 15 de septiembre en las Ramblas de Barcelona, ¿pero es más falso su canto que “El Rey” cantado el viernes por la noche en una cantina de Pilsen, Chicago, por inmigrantes michoacanos? Segundo, pareciera ser que en la historia de la cultura popular existiera un clarísimo adentro (local o realmente mexicano) y afuera (cosmopolita, urbano nacional extranjerizante o extranjero del todo). Pero ¿y si la tehuana, el jarocho o, ya entrados en gastos, la Frida auténticamente locales nunca existieron y siempre fueron mezclas de adentros y afueras, de arribas y abajos? Finalmente, el autor parece a veces concluir que hay buenos y malos nacionalismos. Véase cómo en ocasiones el lúcido razonamiento brilla hasta que aparece la sombra de los presupuestos que lo sustentan: [al hablar del jarabe] (23): “así hasta hoy el jarabe o más bien los jarabes siguen manifestando su dulzura coreográfica y musical, aun cuando su interminable repetición pueda empachar a cualquiera dados los abusos y los fervores de este nacionalismo que, justo es decir, parece más de pacotilla que de convicción”. ¿Cuál nacionalismo no es esencialmente repetición? ¿Cómo es el nacionalismo “de convicción”? ¿Cuál es el criterio de autenticidad de un nacionalismo? ¿El corrido o la jarana son locales, es decir, de un adentro íntimo cuando tienen influencias españolas o caribeñas pero no cuando son urbanas y gringas? ¿Alguna vez hubo algo así como un producto netamente campirano que en algún momento prístino se mezcló con lo urbano para dar el bolero ranchero o el bucolismo fue siempre tal porque era la obsesión de pueblos y ciudades y lo ranchero ya tenía mucho de cosmopolita y el bolero ranchero no es más que más de lo mismo? Pero quien esto escribe no acierta a encontrar sustitutos para los supuestos que descubre en Expresiones populares y estereotipos culturales en México. No es honesta, pues, la objeción.

No es justo. Me sorprendo de mis propios reparos. Vuelvo al cauce de mi “agarrosa” y fructífera lectura de Expresiones populares y estereotipos culturales en México de Pérez Montfort, y dejo dicho que es una recomendación gratísima e indispensable. Lo demás son miserias de historiador profesional que no puede tañer con dignidad el tololoche. ~

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