La biblioteca de noche, de Alberto Manguel

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Mientras muchas son las personas que pasan ocho horas al día en brazos de Morfeo, es decir casi tres mil horas al año durmiendo, contadas son las que pasan ese mismo tiempo en compañía de un libro. Para ser sinceros, los índices de lectura de, pongamos, los españoles, sonrojan por lo insignificantes, y afirmaciones como que el 38% de nuestros universitarios admite no leer, espantan. Sabedores de que el sueño reparador es necesario, es de suponer que a estas alturas tampoco admite discusión que la lectura es uno de los pocos modos de llegar al saber y que el saber es uno de los pocos modos de que el mundo progrese (y todo lo que no es progreso es retroceso), por lo que extraña el poco interés que los poderes fácticos demuestran por el fomento de dicha actividad. 

Partiendo de estas premisas tan poco alentadoras, que Daniel Pennac defienda en la invitación a la lectura que es Como una novela el derecho a no leer (“El verbo leer no soporta el imperativo”), con lo que ello conlleva de apología de la devoción frente a la obligación, no nos exime del temor de que la lectura acabe convirtiéndose en un ejercicio para nostálgicos; al fin y al cabo, si Como una novela se vendió fue porque compraron el libro personas que ya leían.

Aunque tan acuciante como el progresivo analfabetismo (acaso una vuelta atrás irreversible), debe considerarse la cuestión del bajo nivel de lo que se lee, consecuencia en parte del bajo nivel de lo que hoy se publica; el mismísimo Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948), que ha leído mucho y bien, es consciente de que si Borges viviera y escribiera un nuevo libro no hallaría editor que quisiera publicarlo.

Gran defensor de la lectura y de sus territorios limítrofes, a Manguel se le conoce por Una historia de la lectura (1996), que complementa la que se escribió bajo los auspicios de Cavallo y Chartier, aunque su condición de flanêur dota a su obra de un mayor poder de seducción. Sus ensayos, eruditos y amenos a un tiempo, traducidos y multipremiados, ensombrecen a mi pesar su faceta de narrador, cuya última muestra es la deliciosa El amante extremadamente puntilloso (Bruguera, 2006), una nouvelle con el perfume de la mejor novelística centroeuropea, la de Polgar, Walser y Zweig (en riguroso orden alfabético).

Este libro que aquí comentamos es, como todos los de Manguel, un elogio de la lectura, en esta ocasión mirada a través del cristal de los lugares que cobijan los libros: las bibliotecas, y por extensión de sus catálogos: “Si una biblioteca es un espejo del universo, un catálogo es entonces un espejo de este espejo”. Aunque nacionalizado canadiense, este políglota hijo de diplomático que escribe libros sobre libros, reside en Francia y suscita envidia ante todo, y por encima de todo, por su extensa biblioteca (unos 50.000 volúmenes), donde un cartel reza “Lee lo que quieras”. Allí, en esa sala de lectura particular bautizada Le Presbytère, que está ubicada en un antiguo granero de un pueblecito situado al sur del Loira, en las inmediaciones de Poitiers, Manguel atesora libros y lee. Hermoso lugar que no me importaría visitar (a él pertenece la fotografía que aparece en la portada de este ensayo nada académico), entre cuyos muros ejerce el autor el oficio de Calímaco, considerado el primer bibliotecario por haber recibido el encargo de ordenar la Biblioteca de Alejandría, cosa que hizo, emulando las desaparecidas bibliotecas mesopotámicas, siguiendo las reglas del alfabeto; más tarde, en el siglo xvii, sería Samuel Pepys quien introdujera para su ordenación las secuencias numéricas, que tan útiles nos han sido.

Escrito en inglés, este digamos que viaje sentimental por las bibliotecas de la historia con mayúsculas y de la historia de su autor se organiza en círculos comunicantes que dibujan a su vez un gran círculo, a imagen y semejanza de la biblioteca oval de Aby Warburg, una de las preferidas del autor, que con la llegada al poder de Hitler fue trasladada a Inglaterra y posteriormente reproducida en la ciudad donde se gestó, Hamburgo. La biblioteca como mito, como espacio, como taller, como isla (un capítulo éste, aunque ampliado, ya aparecido en Vicios solitarios), como imaginación… y tantos otros sesgos desde los que mirar esas casas de libros que son las bibliotecas. Original resulta el enfoque de la biblioteca como olvido, como marasmo de recuerdos, que menciona las pérdidas sufridas en el saqueo de la Biblioteca Nacional de Bagdad en el infausto 2003, que supuso el extravío de las primeras muestras conocidas de escritura.

Pero bibliotecas son también las bibliotecas monásticas de la Edad Media (como la de El nombre de la rosa), las bibliotecas rurales de las misiones pedagógicas de la Segunda República, las bibliotecas prohibidas en las trastiendas de las librerías durante el franquismo, los bibliobuses que van de pueblo en pueblo en regiones con escasos servicios, los biblioburros que recorren remotos parajes colombianos. O la Biblioteca Nacional de Florencia, inundada por las aguas del río Arno en 1966 y al rescate de cuyos tesoros acudieron miles de voluntarios, episodio no mencionado en este libro. Tampoco tiene nada que ver el edificio en forma de cerebro diseñado por Foster para la biblioteca de la Freie Universität de Berlín (más cercana a la concepción de la Biblioteca de Alejandría, allá por el siglo iii a. C.) con los exiguos estantes de la casa de Borges, de quien Manguel fue de joven lector (puerta de su biblioteca de Babel ficticia, la que alberga todos los libros posibles).

Decía José Gaos que toda biblioteca personal es un proyecto de lectura, dice Manguel que su biblioteca es una suerte de autobiografía. ~

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