Todo pasó extraordinariamente rápido: el trayecto al Museo de Arte Moderno (MAM), el recorrido por la exposición y la vida de Abraham Ángel. Tal como sucede cuando leemos un haikú que, en su infinita brevedad, construye un mundo. Ante una vida tan corta (vivió 19 años), las historias alrededor de este pintor mexicano asumen un rol muy importante: mucha de la literatura que ronda la leyenda de este artista se centra en el fenómeno que significó que en tan solo cuatro años pintara veinticuatro cuadros, mismos que constituirían su legado. Y si bien la pregunta del “qué hubiera pasado si…” puede rondar en nuestro imaginario, su producción nos responde de manera casi inmediata: no es necesario pensar en los caminos que habría tomado su obra porque las pinturas que existen son potencia, sinceridad y belleza en su totalidad.
Abraham Ángel (El Oro, 1905- Ciudad de México, 1924) fue el hijo más chico de una familia de cuatro hombres y una mujer; su padre, Lewis Edward Card Burke, minero galés, y su madre, Francisca Valdez, originaria de Sinaloa, vivieron en concubinato durante algunos años hasta que el padre se convirtió en una figura ausente y muriera en 1912. En 1907 la familia abandona El Oro y se traslada a Puebla durante un par de años para después mudarse a la Ciudad de México. Adolfo Card, el hijo mayor, asume la responsabilidad como proveedor de la familia e intenta sumar a Ángel en la Compañía de Luz donde trabajaba, no obstante, los intereses del joven artista iban hacia otras direcciones; en 1921, con dieciséis años de edad, se acercó por primera vez al mundo del arte gracias a las clases de pintura impartidas por Adolfo Best Maugard, quien sostenía que cualquiera podía ser artista si lograba combinar siete formas básicas presentes en el arte popular mexicano: líneas rectas y zigzagueantes, círculos, espirales, curvas, entre otras. Aunque a este método de trabajo se le consideró más decorativo que artístico, Ángel logró integrar estas formas y encontrar su propia voz en la breve y potente evolución de su trabajo.
Otro personaje importante en su contexto fue Manuel Rodríguez Lozano, con quien Abraham Ángel estableció una relación profesional y romántica a partir de 1922. Las circunstancias en las que se conocieron no son claras, pero se percibe que ambos compartían una manera particular de entender la pintura en aquella época: más allá de abordar temas que fortalecieran la identidad del país o las nociones de mexicanidad –preocupación general en el contexto posrevolucionario en México–, su obra transformaba las nociones clásicas de paisaje y retrato para fortalecer una identidad afectiva antes que política. Ángel encarna la revolución creativa desde su vida personal y su pintura.
Hay en sus obras dos elementos que destacan: por una parte, cómo construye los paisajes con un halo surrealista y costumbrista y, por otra, la fórmula que utiliza para retratar a las personas dentro (o encima) de esos escenarios. Los paisajes de sus piezas tienen algo de naíf –estilo caracterizado por la ingenuidad y la espontaneidad– y las postales crean escenarios a manera de collage en los que se conjuntan motivos de la naturaleza con construcciones arquitectónicas modernas. Resaltan los árboles juguetones cuyas ramas se dirigen hacia diversas direcciones y los troncos que parecen corresponder a ese vaivén en algunas obras; mientras que en otras, formados en hilera, sirven para enmarcar las escenas representadas. También pintaba nubes dinámicas que establecían el ambiente de cada pintura en tonos rosados, grises o azules. Por otro lado, llaman la atención los personajes que aparecen en su trabajo: la mayoría de ellos son mujeres de cabello corto que miran directamente al espectador, estableciendo una actitud de seguridad y empoderamiento; algunas de ellas fueron sus familiares, de otras no conocemos su identidad, pero la fuerza de su presencia nos resulta suficiente.
Hay dos piezas en particular que forman parte de la exposición Abraham Ángel: entre el asombro y la seducción sobre las que me gustaría hablar. La primera es el autorretrato que hace en 1923, con tan solo dieciocho años, y que es la primera pieza que nos recibe en la sala de exhibición del mam. Su rostro se enmarca en un paisaje exuberante de colores llamativos con un par de iglesias y casas al fondo, hay árboles y un cielo que parece caer debido a la dirección de los trazos. Pocas veces se observa un firmamento pintado en vertical. Hay también montañas y aves trazadas de manera casi intuitiva, apenas unos gestos apresurados que ilustran las dos alas y un cuerpo delgado al vuelo. En el primer plano, lo que en realidad nos atraviesa es el gesto con el que se ha retratado: el pintor mira de soslayo, levanta la ceja izquierda con perspicacia como quien no tiene reparo en ser visto, al contrario, demuestra que pese a su supuesta inexperiencia o juventud ha encontrado una voz a través de la que puede expresar sus deseos e inquietudes. La mirada como primer posicionamiento frente al mundo. “Yo soy, yo represento” parece decir con esos labios, casi sonrientes, de tonos verdes que combinan con el cabello y algunos detalles de las montañas.
Las piezas de Abraham Ángel están hechas con óleo o acuarela sobre cartón. Es probable que el uso de este material haya sido una elección estilística revolucionaria, aun cuando trabaja con temas que podrían considerarse clásicos como el paisaje. Ciertos especialistas dicen que el paso del tiempo también puede cambiar el tono de los colores sobre el cartón, sobre todo porque algunos de sus personajes tienen tonos verdes en la piel y eso no es tan común en el estilo del retrato. Me gusta pensar que el uso de este soporte sirve para escapar de la condición única del presente; en tanto la vida del pintor fue breve, sus piezas se siguen transformando, manteniendo viva la leyenda.
La segunda pieza se titula Retrato de Cristina Crespo (recientemente identificada como Esperanza) de 1924. Un año ha transcurrido entre el autorretrato de Ángel y esta obra en la que hay un interés particular por representar escenarios cambiantes mediante la conjunción de elementos de la naturaleza, la idea de progreso y la identidad femenina. En primer plano aparece Esperanza, hermana del crítico de arte Jorge Juan Crespo de la Serna, quien sostiene con seguridad la mirada de quien la observa; la mujer porta un vestido de tonos obscuros que hacen eco con el cielo del cuadro, un cielo nocturno en el que aparece una luna en medio de las nubes. Tanto el tono del cabello como las nubes parecen corresponder a la actitud o los pensamientos de la persona retratada. Del lado izquierdo del cuadro hay casas de un pueblo rural y a la derecha un paisaje urbano con una torre radiofónica, símbolo de la modernización. Los escenarios de sus cuadros son no lugares que parten de la realidad para traducirse, a través de su mirada sensible y juguetona, en otra cosa.
Las piezas de Ángel se sienten como confesiones sobre aquello que lo motivaba, al representar mujeres que transgredían la norma con sus cortes de cabello modernos, su moda contemporánea y sus miradas directas, es probable que evocara su propia personalidad como alguien que estaba rompiendo paradigmas sobre las relaciones homosexuales y las personalidades queer en el contexto del mundo del arte. Pienso en la lectura contemporánea de su obra, en lo interesante que sería platicar con él sobre el devenir de la pintura, de la comunidad LGBTTTIQ+, de los espacios paisajísticos y el empoderamiento de las mujeres, pienso también, mientras salgo del museo, en la mirada de soslayo de ese primer autorretrato que ahora no solo me acompaña, sino que me impulsa a mirar el mundo con más seguridad. Insisto en una idea que condensa a la figura de Abraham Ángel: una vida breve, pero que pervive en un legado donde parece que todo lo necesario ha sido dicho. ~
es egresada de literatura y ha colaborado en
distintos medios culturales