Casa Rorty XXIV. El verano de los estadios

En su libro 'Multitudes. El estado como ritual de intensidad', el filósofo alemán Hans Ulrich Gumbrecht reflexiona sobre las masas en los deportes y su "potencial de euforia".
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Ha llegado el verano y, con él, las citas deportivas estivales: Wimbledon, el Tour de Francia, los certámenes atléticos. Súmense los torneos de selecciones nacionales de los distintos deportes de equipo: este año hemos disfrutado una Eurocopa de fútbol en la que el combinado español ha ganado todos los partidos y se ha alzado con el título exhibiendo un estilo atrevido y eficaz que ha hecho las delicias del público. Pero que nadie se vaya todavía, ya que estamos en año olímpico y dentro de unos días empezarán las competiciones de los Juegos de París: primero los nadadores y luego los atletas; en todo momento, los deportes colectivos. Millones de personas seguirán los Juegos por televisión; decenas de miles asistirán in situ a las distintas competiciones en pabellones o estadios abarrotados.

También los hay que darán la espalda al acontecimiento; no faltan los indiferentes al deporte ni personas que quieren practicarlo en lugar de verlo en televisión. La capacidad de arrastre de los equipos nacionales exitosos, sin embargo, ha quedado demostrada en la Eurocopa: la trayectoria de la selección española en el torneo se convirtió enseguida en un acontecimiento social de primer orden y en conversación habitual entre amigos o desconocidos obligados a compartir ascensor. Individuos que jamás se interesarían por una semifinal que jugasen Hungría y Portugal permanecían en vilo ante los movimientos de los jugadores españoles, aguardando el momento jubiloso del gol y conteniendo la respiración en los momentos del descuento. Se produce un fenómeno similar cada vez que uno de nuestros compatriotas llega lejos durante las Olimpiadas: incluso una carrera en barca de remos se hace interesante para el público si existe la posibilidad de añadir una medalla al contador. Y ni que decir tiene que la desidia propia del verano contribuye a este dulce abandono colectivo.

Todo indica entonces que hemos dejado atrás de manera definitiva la experiencia desconcertante de la pandemia, cuando en el mejor de los casos asistimos a la retransmisión televisiva de partidos jugados a puerta cerrada: en lugar del rugido de la multitud, oíamos los gritos del entrenador y el sonido que hacen las zapatillas sobre el parquet. Se nos hizo evidente de inmediato que el futuro del deporte profesional correría un serio riesgo si el vaciamiento definitivo de los estadios se hiciera necesario en un marco de alarma epidemiológica indefinida; tanto si vamos al campo como si no, queremos que el campo esté lleno y que los deportistas se desempeñen bajo las particulares condiciones que impone la presencia del público. En algunos casos, como suele pasar con los deportes de equipo en las competiciones de clubes, esto implica “jugar en casa” o hacerlo fuera de ella, con las correspondientes presiones anímicas; en el resto de los supuestos, el atleta o ciclista se desempeña ante un público “neutral” que aplaudirá al mejor o a sus favoritos.

Dejando a un lado el prestigio intelectual que ha ido ganando el fútbol, fenómeno en el que ha sido decisiva la legitimación proporcionada por los periódicos generalistas, lo cierto es que las ciencias sociales y las humanidades han prestado poca atención al deporte de masas. Sus practicantes han solido ver con malos ojos su componente “masivo” después de un siglo –el movido siglo XX– que dio cuenta de la peligrosidad de las multitudes y de sus movilizaciones voluntarias o forzosas. Es verdad que algunos importantes sociólogos, como Norbert Elias, se han ocupado del deporte; en su caso, como elemento del proceso de civilización observable en el desarrollo de la modernidad. Otros estudiosos se han referido a la práctica del deporte como factor de modernización en los comienzos del siglo XX, asociado como estaba a la juventud e incluso la independencia personal; el prototipo de la universidad norteamericana donde la práctica deportiva juega un papel relevante, memorablemente satirizado por Buster Keaton en College allá por 1924, hubo de influir en esa nueva percepción. Por aquel entonces se produjo asimismo el lanzamiento de las grandes competiciones deportivas internacionales –la Copa del Mundo de fútbol empieza en 1930 y precede así con mucho a esa Eurocopa que solo nace en 1960– y el anfitrión de turno de los Juegos Olímpicos se convierte automáticamente en miembro de pleno derecho del club de las naciones modernas.

En el interior de la masa

Rara vez se ha planteado el intelectual lo que supone formar parte de esa masa en el interior del estadio; para eso hace falta un verdadero aficionado al deporte y uno que además sepa filosofar. Pero estamos de suerte, ya que esa persona existe: se llama Hans Ulrich Gumbrecht, es profesor emérito en Stanford y entre sus obras –que se mueven en el terreno donde confluyen la sociología, los estudios culturales, la estética y la filosofía– se cuenta un librito enjundioso publicado en alemán en 2020 y en nuestra lengua el año pasado. Se trata de Multitudes: El estadio como ritual de intensidad, y está editado por la bonaerense Adriana Hidalgo. Gumbrecht no solo es un genuino aficionado al fútbol (también al americano) y un amante de los estadios, hasta el punto de que pasó sin querer la noche en La Bombonera de Buenos Aires tras una visita turística que culminó en una siesta imprevista, sino también un pensador original que decidió ordenar sus ideas acerca de lo que significan las masas de estadio cuando estos se vaciaron durante la pandemia.

Gumbrecht ha sido siempre, desde su infancia, hincha del Borussia Dortmund, a cuyo estadio acudía con frecuencia de la mano de su abuelo y a donde acude todavía siempre que puede; en Stanford, donde lleva unas décadas dando clase, tiene que conformarse con el fútbol americano que juega el equipo de la universidad; cuando viaja, procura asistir a un partido en los estadios emblemáticos del mundo entero: del Bernabéu a Maracaná o Anfield Road. Espacios detenidos los días en los que no se juega, salvo que se explote comercialmente el lugar alojando conciertos de pop o rock, el estadio puede entenderse como una variante secular del espacio sacro que se reserva para el cumplimiento de un ritual, con la salvedad de que durante el transcurso del partido nada de lo que sucede allí es en absoluto celestial. Y aunque las masas arrastran un justificado desprestigio y al propio Gumbrecht no se le oculta su afinidad con la violencia, que también en el marco del deporte –de los hooligans a las barras bravas– juega un papel destacado, Gumbrecht se propone renovar la mirada sobre el fenómeno y meditar acerca de lo que sucede cuando uno forma parte de la masa de estadio en el marco de una competición deportiva. Sobre todo, habla de fútbol: la rareza del gol y su potencial catártico distinguen al llamado “deporte rey” de los demás; aunque guarda asimismo, por ejemplo, un recuerdo inolvidable de un partido de rugby entre Australia y Nueva Zelanda.

Para Gumbrecht, hablar de “masa de estadio” ya es en buena medida un error, puesto que lo importante no es la contemplación exterior de la masa, sino el hecho de formar parte de su interior y tener la vista puesta en el juego a cuyos lances esa misma masa reacciona. De ahí que los palcos VIP sean para el autor alemán una experiencia devaluada por la conversación y las interrupciones: la sociabilidad del estadio es forzosamente una sociabilidad de los cuerpos. Para que las vivencias de estadio sean duraderas, advierte, hemos de estar concentrados en el juego; y el estadio tiene que estar lleno. Gumbrecht recuerda aún la intensa emoción colectiva experimentada el 12 de febrero de 1958 en el estadio del Borussia Dortmund, cuando el equipo logró el empate contra el Milán en el último minuto del partido de ida de los cuartos de final de la Copa de Europa; una sensación euforizante que ha de aproximarse a la vivida con el gol de Yamine Lamal contra Francia en la reciente Eurocopa, que apenas pudo resistirse en los hogares españoles y debió multiplicarse en el estadio, dejando visiblemente noqueados durante un rato a los actuales subcampeones del mundo.

Gumbrecht pasa revista a las interpretaciones desfavorables que de la masa han hecho los filósofos, empezando por Gustave Le Bon y Sigmund Freud y siguiendo con Ortega, Canetti, Horkheimer y Adorno,. Se trata de un corpus de pensamiento que impide asociar el concepto de masa a ninguna implicación positiva, si bien encontramos ya en Rorty un giro democrático que atenúa el juicio negativo sobre la banalidad colectiva de la masa. No se le escapa que la masa ha sido también, ocasionalmente, generadora de cambios políticos deseables. Y dedica páginas estupendas al estudio de la tradición judeo-cristiana, donde la masa ocupa un lugar ambivalente; sobre todo, dice, las masas generan “una latencia de acontecimientos”. Las revoluciones burguesas realizarán esa latencia plenamente; después por su parte, los totalitarismos descalificarán a la masa como agente legítimo de la historia. Su ambivalencia es, con todo, inerradicable: la masa tiene un doble potencial como “esperanza infinita y amenaza infinita” que se hace visible ya en la Revolución Francesa y nos acompaña desde entonces.

Potencial de euforia

Pero lo que interesa a Gumbrecht son las masas de espectadores que, tras adquirir protagonismo en la antigua Grecia, no reaparecen hasta las peleas de boxeo profesional a finales del siglo XVIII; nadie ha sabido explicar el porqué de ese largo hiato. Su consolidación a lo largo de los siglos posteriores ha conducido a una situación en la que podemos constatar, primero, que la masa no ha desaparecido pese a que las transformaciones experimentadas por la sociedad no parecen dejarle mucho sitio, y, segundo, que la máxima expresión de la multitud no se encuentra en la política sino en el estadio. ¿Y cómo es eso? Gumbrecht cree que la masa se parece al enjambre, porque cada uno de sus miembros está centrado en lo que sucede en el campo y ni siquiera habla con quien tiene a su lado; sus relaciones laterales nada tienen que ver con la empatía, ni producen un movimiento general o coordinado. Es la suya una energía sin contenido psíquico, centrada en los sucesos del campo, lo que tal vez ayuda a explicar que a veces –sobre todo fuera del estadio– conduzca a acciones violentas. Pero la masa en el estadio se recarga de un “potencial de euforia” que nos eleva sobre la experiencia cotidiana y que acaso el gol futbolístico –por su ya mencionada rareza”– consigue liberar como ningún otro lance competitivo.

También ensaya Gumbrecht un símil entre el concepto católico del cuerpo místico de cristo y la masa deportiva donde la “mirada lateral” de los integrantes se dirige a un acontecer corporal de carácter terrenal. Su idea clave, que hay que considerar afortunada, es la de “intensidad”; el espectador es tomado por ella y la “vibración del propio cuerpo” es luego añorada y le conduce de nuevo al estadio. Este plano físico de la existencia habría sido degradado por el cartesianismo, si bien basta irse de copas cualquier noche para constatar que los individuos de ambos sexos no han renunciado a esa dimensión vital. Al proceso de intensidad contribuye asimismo la masa “adversaria” que representa a los hinchas del equipo contrario, una rivalidad que, como se ha dicho, puede desencadenar impulsos de agresión. De ahí que Gumbrecht rechace tanto el desprecio tradicional de las masas como su heroización imprudente; gracias a su presencia en el estadio podemos comprenderlas mejor, aunque no se trate ni mucho menos de su única materialización.

Finalmente, el pensador alemán conecta a las masas con la noción de “presencia” que ha defendido en obras anteriores. Porque esas masas son un fenómeno de presencia y puede ser interpretado como tal sin referencia a funciones o acciones concretas; es en este punto cobra fuerza el ritual, entendido como “autodespliegue en el espacio” que convierte a los estadios en el centro de la vida de los hinchas. Gumbrecht es, no obstante, cauto: advierte contra la tentación de entender su libro como una apología de los eventos de estadio y renuncia a adherirse a un programa pedagógico que busque enmendarlos. Su honestidad es digna de encomio: “La vivencia que me importa no se puede obtener sin masas, sin ultras, sin riesgo de violencia”. Viene a la memoria el final de Casino, la película de Martin Scorsese, donde se describe la expulsión de las mafias de Las Vegas y la transformación del lugar en un parque temático para jubilados: en el peligro está la salvación y viceversa. Pero no es necesario estar de acuerdo con Gumbrecht, aceptando el “potencial positivo de las masas” que se empeña en defender, para agradecer su esfuerzo reflexivo: la intensidad corporal que se vincula al acontecimiento euforizante –el gol, el récord, la victoria– es una buena explicación para el fenómeno de los estadios llenos. Esos que la mayoría de nosotros verá, en las semanas que vienen, desde el sofá de su casa.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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