Un filósofo para nuestro tiempo

Hay un Spinoza para cada época y en este tiempo de censura –en el que convergen, una vez más, el autoritarismo político y la intolerancia intelectual– hacía falta un enfoque que tendiera puentes entre la vida del filósofo y nuestro presente. Con ópticas complementarias, dos libros recientes de Ian Buruma y Jonathan I. Israel dibujan el retrato de un hombre que se atrevió a pensar con libertad y a defender la libertad de pensar.
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“Spinoza ha tenido la virtud de inspirar devociones”, me hizo notar Borges una mañana de 1978. Había vertido la suya en varias prosas y dos poemas, uno de los cuales remata con la famosa imagen de Spinoza que “libre de la metáfora y el mito”

labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.

Hay un Spinoza para cada época, pero entre las devociones spinozistas pocas comparables a la del historiador inglés Jonathan I. Israel (1946). A principio de los setenta, Israel escribió Race, class and politics in colonial Mexico (1610-1670), una tesis académica que a la larga lo llevaría a recrear el universo intelectual spinoziano a través de tres siglos. Aquel libro incluía un capítulo dedicado a la vibrante comunidad portuguesa de criptojudíos (practicantes secretos de su religión) que vivió en Nueva España en la primera mitad del siglo XVII, el mismo periodo en que sus hermanos de fe se establecían en Holanda. Su destino no podía haber sido más distinto: mientras en México terminaron disciplinados por la Inquisición, quemados en autos de fe, dispersos por el reino, borrados por la historia, en Holanda pudieron vivir libres de persecución y segregaciones físicas. Israel pasó de una comunidad a otra, dando inicio así a su larga travesía por el criptojudaísmo portugués de los siglos XVI y XVII ligado estrechamente a la historia holandesa en la cual es una autoridad.

La pasmosa globalización comercial que desplegó esa comunidad es el tema de varios de sus libros. En las últimas décadas, Israel se ha dedicado primordialmente a la historia intelectual con gruesos y polémicos volúmenes de revisionismo histórico que buscan probar la centralidad del pensamiento crítico holandés, y muy en particular el de Spinoza, en lo que ha denominado Ilustración radical (distinta a la Ilustración moderada, inglesa, escocesa, francesa o alemana) y que a su juicio es la raíz primera y pura, genuinamente democrática, republicana, tolerante e igualitaria, de la tradición liberal de Occidente. Esta tradición se habría cumplido parcialmente en la revolución americana pero resultó traicionada por el populismo rousseauniano y antiilustrado de Robespierre y los jacobinos. Alguien hubiese pensado que con esas obras y Revolutionary Jews from Spinoza to Marx –sobre la progenie decimonónica del filósofo– Israel habría culminado su tarea. Pero faltaba su opus magnumSpinoza. Life and legacy, un libro inabarcable como el Dios de Spinoza.

A lo largo de al menos dos siglos, la devoción spinoziana ha generado bibliotecas, simposios, sociedades, sectas y, en años recientes, un corpus impresionante de trabajos académicos. ¿Quedaba algún género abierto para volver de otra manera a Spinoza? Faltaba un ensayo biográfico concebido desde la circunstancia del siglo XXI. Esta época de censura en la que convergen –como en la de Spinoza– el autoritarismo político y la intolerancia intelectual pedía un libro breve, ágil, reflexivo que recreara la vida y obra de Spinoza, tendiendo ciertos puentes con el presente. Ese libro es Spinoza. Freedom’s messiah, de Ian Buruma.

Nacido en La Haya en 1951, el interés de Buruma por Spinoza –no lo llamaría devoción– parece natural. Su abuelo paterno, un tolerante ministro menonita, lo habría alentado. También su padre, declaradamente ateo, lo mismo que sus abuelos maternos, judíos seculares. “Ninguno de ellos se habría llamado a sí mismo spinozista pero, en muchos aspectos, no estaban muy alejados de él”, escribe Buruma. A juzgar por la universalidad de su obra, él tampoco lo está. La atención que ha dado a temas como el multiculturalismo y sus descontentos, la defensa de la Ilustración, la relación entre religión y democracia, los estallidos de la intolerancia, podría denotar un eco spinoziano. Buruma diría que Spinoza no era un liberal en el sentido moderno del término, aunque su pensamiento haya influido en la teoría y práctica del liberalismo. En cualquier caso, su biografía de Spinoza se lee como un acto de filiación.

La breve vida de Spinoza (1632-1677) parte de su origen y formación en uno de aquellos hogares de criptojudíos originarios de Portugal, que no habían perdido la nostalgia ni el idioma de España, de donde habían sido expulsados en 1492. Tampoco había menguado del todo su secreto apego a la fe judía, aunque sí la familiaridad con las fuentes y liturgias, que habían debido disimular para evitar, a menudo sin lograrlo, el juicio y aun la hoguera de la Inquisición. Esa larga postergación de una fe reprimida explica el celo que caracterizaba a la comunidad en la que creció Spinoza y en la cual su familia, por ambas ramas, tuvo un papel fundacional.

Según narra Israel en sus primeros capítulos, el prestigio de ambas ramas era altísimo. En la materna, por la figura de su bisabuelo Duarte Fernández, personaje de novela que se movía en el teatro global de la diplomacia, la política, las finanzas, el comercio (azúcar, diamantes) y el espionaje (tenía tratos con el mismísimo Felipe III), al tiempo que promovía el éxodo de los judíos portugueses a tierras seguras. No menos notable era la rama paterna, perseguida por la Inquisición en el siglo XVI y conspiradora activa de la independencia portuguesa frente a Felipe II. De esas batallas provenía el abuelo Abraham Spinoza, patriarca de la comunidad que al morir confió a su sobrino Miguel Spinoza, padre del filósofo, su próspero comercio (aceite de oliva, higos) con redes en Brasil, África del Norte e Italia. A partir de aquel linaje, nada parecía presagiar la herejía del joven prodigio educado en la escuela religiosa (el Talmud Torá) de Ámsterdam bajo la tutela de autoridades rabínicas legendarias, como Saúl Levi Morteira y Menasseh ben Israel. Explicar esa herejía ha obsesionado a generaciones de expertos.

Buruma se acerca al tema cuando recrea vívidamente los contextos históricos y culturales que conoce tan bien por su experiencia, sus estudios y por las huellas aún visibles de aquella “era dorada holandesa” en el paisaje, el arte, el comercio y las costumbres, como la tradicional gedogen holandesa, tolerancia que fue beneficiosa a los judíos. Si bien estaba hecha menos de empatía que de conveniencia por las ventajas comerciales que traía consigo, esa tolerancia –recuerda Buruma– hizo de Ámsterdam un Mokum (palabra en ídish proveniente del hebreo que significa lugar y hogar seguro), condición única entre las capitales europeas de aquel siglo, que siguió intacta hasta la desaparición de casi toda la población judía por los nazis. Pero aquella federación de repúblicas holandesas, asiento de la “verdadera libertad”, vivía serias tensiones políticas y religiosas.

En primer término, la vieja rivalidad externa con España y la reciente con Inglaterra (1652-1656). Enseguida, la querella entre dos tradiciones políticas y sus clases: la aristocracia, encabezada por los estatúderes de la Casa de Orange, y la mercantil representada por los hermanos De Witt, regentes ilustrados que Spinoza admiraba: Cornelius, ministro del interior, y el gran pensionario (y matemático) Jan de Witt. Alineada a esta pugna se libraba la batalla teológica entre la Iglesia reformada neerlandesa (de rígida fe calvinista) y la variada disidencia protestante (menonitas, socinianos, colegiantes, entre otros), ministros y creyentes diversos entre sí pero inclinados a una fe más sencilla, tolerante y desapegada de los dogmas. Todos se apartaban de los librepensadores y abjuraban de los católicos, no tanto de los judíos, que toleraban. Pero tampoco entre los judíos había concordia: les era difícil conciliar la ortodoxia talmúdica del judaísmo askenazí con los usos de la casi olvidada tradición sefardita, tocada además por la cábala y las crecientes aspiraciones mesiánicas. En el marco de todas esas tensiones se comprende mejor el predicamento del joven Spinoza, cuando comenzó a dudar sistemáticamente de su fe. ¿Cuál sería su papel? No habría un papel prescrito para él. Debía escribirlo él mismo.

Algunos especialistas como Harry Wolfson1 han interpretado su herejía como un proceso puramente intelectual cuyas semillas estaban plantadas en la propia tradición medieval judía, en particular en la obra de Maimónides y Hasdai Crescas, que Spinoza conocía puntualmente. Según otros, como el erudito francés I. S. Révah,2 fue una conversión inducida por la influencia de judíos heterodoxos, como Juan de Prado. El historiador Steven Nadler (autoridad mayor en el tema) atribuye la heterodoxia a la influencia de librepensadores establecidos en Ámsterdam, en particular su maestro, el excéntrico exjesuita Franciscus van den Enden. Por su parte Israel subraya y documenta la larga introspección que condujo a Spinoza a la negación de los pilares mayores de la fe judía y cristiana: el Dios personal, el libre albedrío, la inmortalidad del alma, la escritura divina de la Biblia. Es en el propio Spinoza, dice Israel, donde debe buscarse la fuente principal de su fortaleza de espíritu, sin la cual la dimensión y coherencia de su obra posterior no se explica.

Pero el proceso intelectual no ocurría en el vacío. Basado en aportes de diversos autores como Joseph Kaplan y en sus propias indagaciones, Israel detalla la cadena de vicisitudes materiales que rodearon la ruptura. Una sombra incesante rondó a la familia desde la muerte en 1638 de Hanna Debora, la frágil madre de Spinoza. En 1649 murió Isaac, su hermano mayor, hecho que precipitó su plena incorporación al negocio familiar. Pronto sobrevino la quiebra de la firma (provocada por robos y confiscaciones causados por la guerra contra Inglaterra de 1652) y la muerte del padre en 1654. Así, el pensador de escasos veintidós años se convirtió en la renuente cabeza de una empresa abrumada de deudas, que sus correligionarios reclamarían de manera implacable y que Spinoza litigaría exitosamente apelando no a los tribunales de la comunidad sino –agravio inaudito para ellos– a la justicia holandesa. Israel recrea esos avatares jurídicos en los que no faltaron episodios de violencia física acompañados de un repudio social que contrastaba con el prestigio histórico de la familia. Al final, Spinoza logró liberarse de toda responsabilidad, renunciando a la parte de la herencia materna que le correspondía (aunque estaba imbricada en los litigios). Gabriel, su hermano menor, se haría cargo del negocio que años después llevaría a las Antillas. Israel subraya el valor personal de Spinoza en esas batallas, una renunciación altiva y firme: “Ni el lucro, ni la abstinencia monacal, ni la gloria en el campo de batalla, ni la lealtad a los señores y monarcas, ni ninguna causa religiosa, son ideales que merezcan el tiempo de nadie.” Solo el amor al conocimiento –concluye Israel– era lo que esencialmente importaba.

Cortados los lazos con su comunidad y quizá con su familia, Spinoza emprendió un camino incierto e inédito. Conocía los riesgos. Años atrás, un tío remoto, el filósofo Uriel da Costa, había intentado vivir en la intemperie: nacido cristiano en Oporto, educado en Coímbra, fue la encarnación de lo que Spinoza llamaría “fluctuación” del ánimo: dudó de su fe y abrazó el judaísmo, dudó del judaísmo y volvió a la fe católica, dudó de ambas, abrazó el epicureísmo y negó la inmortalidad del alma. Fue dos veces excomulgado por la comunidad holandesa, condenado a la miseria y el ostracismo, y finalmente se suicidó en 1640 en Ámsterdam, dejando su testimonio en una dramática autobiografía: Espejo de una vida humana.

¿Cómo logró Spinoza eludir ese destino que con toda certeza conocía? Entre otras cosas porque ser judío en ese contexto era en sí mismo una condición fluctuante y fluida. ¿Quién lo era de verdad? ¿Podía serlo el que hubiese sido bautizado? ¿Quien tuviese tratos comerciales demasiado frecuentes con el orbe católico? ¿Alguien que no había sido circuncidado? No eran preguntas abstractas para el joven Baruj Spinoza: sus ancestros caían en esas categorías. Baruj sénior, su abuelo materno, cristiano de origen e indiferente a la fe judía, no había sido circuncidado –informa Israel–, por lo cual fue enterrado fuera del cementerio de Ouderkerk (cuya inspiración española y barroca, vagamente herética en sí misma, describe Buruma de manera muy bella). La abuela Maria Nunes (bautizada también y conversa al judaísmo de niña, viviendo ya en Venecia), única figura materna en la vida del filósofo hasta su muerte en 1647, pidió ser sepultada junto a su marido, pero ese último deseo no se le concedió. Israel recoge esos y otros agravios. El joven filósofo debió resentirlos. Se entiende que llegara a repudiar con especial vehemencia los ritos externos de la religión judía. Y que rehusara los gestos de conciliación con que los jerarcas judíos –temiendo la represalia de la Iglesia calvinista oficial– habían querido evitar el escándalo.

Vista desde una perspectiva liberal moderna, la intolerancia de la comunidad judía portuguesa con respecto a Spinoza parece un acto inquisitorial. No lo era. Spinoza era hijo, nieto y bisnieto de marranos que habían sufrido indeciblemente la persecución de la Inquisición. A partir de ese sufrimiento se entiende que la herejía de aquel hijo pródigo les resultara insoportable. La querella entre Spinoza y su comunidad fue un drama histórico.

Spinoza fue expulsado definitivamente de la religión judía pero la religión judía y Spinoza eran inseparables. Él no solo no negaba a Dios: negaba que algo existiera fuera de Dios. “Podría decirse –escribió Heine– que en vez de negar a Dios negaba al hombre.” Por eso, si algo lo ofendía era el cargo de ateísmo. Lo que existía era una relojería natural, y a descubrir una porción al menos de sus mecanismos infinitos dedicaría la vida. Pero en su caso la curiosidad científica estaba subordinada a algo distinto: un llamado de redención a través de la razón. Al comprender la naturaleza, incluida la naturaleza de las pasiones humanas, el hombre podía encontrar la libertad. La Ética se proponía ese evangelio. Solo un judío en los márgenes del judaísmo podía pensar así. El filósofo inglés Stuart Hampshire, citado por Buruma, lo vio con claridad:

Llevaba en su interior no solo comentarios de la teología y crítica bíblica de Maimónides y de una amplia gama de eruditos y teólogos judíos, sino también la concepción profética de la filosofía como búsqueda de la salvación. Aunque, en su filosofía, la salvación mediante la razón sustituyó a la salvación mediante la revelación y la obediencia, su severidad moral, particularmente si se compara con la urbanidad mundana de Descartes, a menudo recuerda al Antiguo Testamento, incluso en el tono y acento de sus escritos.

Uriel da Costa había fracasado por detenerse en la negación, por “fluctuar” sin arribar a un puerto nuevo. En cambio, Cristo –a quien Spinoza nunca llama “Jesús”– había alcanzado la más alta comunión intelectual y moral que Spinoza reconocía y quizá secretamente buscaba emular. Heine pensaba que la pureza de la vida de Spinoza lo acercaba a la de su “divino pariente Jesús”. Buruma no descarta el paralelo y lo discute de manera penetrante. Así explica que, a diferencia de Descartes, Leibniz o Kant, todos respetados, Spinoza sea un filósofo amado. Así se explica su “virtud de inspirar devociones”.

La excomunión de Spinoza es el hecho central de su vida y, dada la repercusión de su obra, es también un hecho central en la historia del pensamiento en Occidente. Más allá de su recóndita causalidad, el deslinde no lo condujo, como era lo común desde el medievo, a abrazar la fe cristiana (aunque Spinoza la considerara moralmente superior al particularismo judío) sino a la conquista de un ámbito nuevo cuya aspiración era trascender las guerras teológicas, políticas y teológico-políticas que dividían a aquel mundo, apelando a la razón y a la libertad de pensamiento. Su liberación filosófica personal lo llevó a labrar un lente de liberación universal. Spinoza no era un liberal y ni siquiera un liberal radical. Era un mesías de la libertad.

Buruma recrea los pormenores biográficos de Spinoza como si se tratara de un retrato holandés con paisaje. A partir de fuentes variadas y selectas, aunque guiado principalmente por la obra y el consejo de Nadler,3 Buruma dialoga con las interpretaciones biográficas e intelectuales: duda, matiza, imagina, comprende. Su lectura de las cartas y las obras “traduce” el pensamiento geométrico del filósofo con ejemplos que lo vuelven inteligible. Israel, historiador asombrosamente prolijo, apasionado y exhaustivo (la bibliografía de este libro consta aproximadamente de mil quinientas fuentes primarias y secundarias), ha completado su vindicación del pensamiento spinoziano en la Ilustración radical, creando alrededor de Spinoza el vastísimo fresco de una época, densamente poblado de personajes, genealogías, situaciones, ideas, episodios y conflictos. Ambas biografías resaltan la importancia de factores materiales y sociales en la vida de Spinoza, no como datos curiosos sino como elementos explicativos.

Lejos de vagar en el desierto, Spinoza encontró resguardo en su maestro Van den Enden, librepensador, autor, editor, actor, empresario teatral, que le dio trabajo como maestro de niños y le abrió el horizonte del latín y de autores clásicos (Terencio, Séneca) que estarían presentes en su obra futura. Israel se detiene largamente en Van den Enden por su incidencia en la vida del filósofo y su significación en el liberalismo radical: llegaría a ser un precursor de la Revolución francesa y sería ahorcado en París por Luis XIV. También su discípulo era radical pero solo en sus convicciones filosóficas: sellaría sus cartas con el emblema de una rosa y la palabra Caute.

Un aspecto notable de ese salto a la libertad de Spinoza en Ámsterdam (donde permaneció hasta 1661) fue la formación –más socrática que platónica– de un círculo informal de estudio que practicaba la cultura libre, ejercicio horizontal que pasa por la imprenta y los libros, busca al público lector y que es, ante todo, conversación. Esa forma cultural contrastaba ya entonces con la cultura universitaria, ejercicio vertical que pasa del maestro al alumno y que vivía apegada a una inflexible escolástica. Aunque siempre bajo la mirada censora del poder y la religión, así, horizontalmente, operaban grupos institucionales como la Royal Society inglesa, la Academia de los Linces (Galileo) y el Collège de France(personas sabias, independientes, reunidas bajo el espionaje y auspicio del cardenal Richelieu) y los salones literarios (tan prestigiados que merecieron varias comedias de Molière).

En Ámsterdam el grupo que practicaba la cultura libre era mucho más modesto, pero no dependía del patrocinio político y podía presionar decididamente en favor de la tolerancia religiosa. Su sede era la librería El Libro de los Mártires, del bibliógrafo e impresor Jan Rieuwertsz padre (editor de Descartes y futuro editor de Spinoza). Presididos por la figura cada vez más respetada de Spinoza (cuya formación religiosa y condición de judío marginal le permitían confrontar diversas corrientes de pensamiento), en aquella tertulia discutían cartesianos, librepensadores y colegiantes, milenaristas, cuáqueros.

Esa librería representaba la “verdadera libertad” en la cultura. Ahí fue donde Benedicto de Spinoza vio confirmado su nombre en la bendición de la amistad intelectual de compañeros y discípulos, devotos, protectores, compasivos pero también inteligentes y críticos, que lo acompañarían toda la vida, como Jarig Jelles y Simon Joosten de Vries, entre varios otros. Fueron sus apóstoles de la razón. Israel ofrece biografías enteras de cada uno, no solo en relación a Spinoza. Buruma los evoca en historias conmovedoras, como la de Pieter Balling, que busca consuelo tras la muerte de su hijo en la explicación natural de su amor y su dolor que le da, compasivo y sabio, su amigo filósofo.

El oficio de pulidor de lentes no es algo incidental en la vida de Spinoza. Todo oficio implica una forma de relación entre mente y materia, y entre cuerpo y mente. De manera significativa, Borges vio en el labrado de lentes y la invención de su Dios una misma tarea. Además, el oficio fue el sustento material de una independencia filosófica que le permitió vivir sin ligas con su antigua comunidad y libre para criticar a los poderes de su tiempo, en particular los religiosos. Habría sido interesante que Buruma e Israel se hubiesen detenido en las técnicas del oficio, su inserción en el comercio. No obstante, ambos refieren su prolongado interés teórico y práctico en la óptica que le permitió fabricar lentes muy apreciados para microscopio y telescopio. Atraídos por Principios de filosofía de Descartes (1663), única obra que Spinoza publicaría con su nombre en vida, grandes filósofos y científicos como Leibniz, Huygens, Oldenburg lo visitarían y sostendrían con él una nutrida correspondencia que Israel analiza con microscopio. Todos disentían de su negación del Dios personal pero reconocían su autoridad filosófica y compartían sus intereses en la física, las matemáticas y la óptica. La luz era un denominador común para la ciencia. También para el arte. Buruma lo evoca bellamente: “ver con más claridad fue fundamental para los grandes cuadros del Siglo de Oro holandés. Independientemente de que Vermeer utilizara o no lentes y espejos para pintar imágenes más nítidas y con mayor detalle, como algunos insisten, estaba obsesionado con la luz en todas sus variadas cualidades”.

Cuando en 1661 Spinoza abandona Ámsterdam para refugiarse en una pequeña casita de dos habitaciones en Rijnsburg (que todavía se conserva como un bonito museo), las perspectivas parecían ideales: la perfecta vida contemplativa acompañada por la conversación epistolar y la eventual presencia de amigos y discípulos (librepensadores y cristianos heterodoxos) y de los protagonistas mayores del despertar filosófico poscartesiano. Seguiría trabajando en su crítica al texto bíblico y en sus experimentos ópticos, completaría su libro sobre Descartes y avanzaría en la obra mayor que había venido fraguando desde hacía años: la Ética demostrada según el orden geométrico. En Rijnsburg Spinoza quería “labrar” al Dios de la Naturaleza, pero la Naturaleza tenía otros planes.

Tras un interludio de paz, en 1664 daba comienzo el siguiente y turbulento tramo. Los tiempos mismos en toda Europa eran paradójicos. Por un lado, los horizontes científicos parecían infinitos. Por otro, la plaga de la peste negra –que diezmó Ámsterdam y se atribuía a la ira de Dios– reforzaba la convicción de que solo Él, con sus milagros, la podía paliar. Los cometas que aparecían en los cielos ¿eran fenómenos naturales descifrables por la razón o augurios de un Dios? Shabtai Tzvi, autoproclamado mesías de los judíos en Esmirna en 1666, ¿lo era de verdad o era un delirio colectivo? Es el panorama en el que Spinoza, refugiado en Voorburg, reducto aún más apartado que Rijnsburg, interrumpe su Ética para retomar el espíritu combativo de 1656 y ocuparse de su Tratado teológico-político.

La plaga amainó, los cometas desaparecieron, el mesías se convirtió al islam, pero en la sociedad holandesa bullía la intolerancia religiosa, una condición más tenaz por estar anidada en las pasiones humanas que Spinoza, como un médico del alma, analizaría en su Ética con el mismo criterio aplicable a la observación de la naturaleza. Las reflexiones puntuales de Buruma sobre el conatus –la fuerza vital spinoziana, similar a la libido freudiana– dan sentido a la paradójica teoría que niega el libre albedrío pero postula la libertad que se alcanza mediante el conocimiento “claro y distinto” de las determinaciones. No obstante, Buruma –más cartesiano que spinozista– introduce con frecuencia la sana duda: si todo organismo vivo busca “persistir en su ser”, ¿cómo explicar el suicidio? Leibniz, que lo admiraba, negó que Spinoza hubiera probado la inexistencia del Dios trascendental. Varios teólogos y filósofos antiguos y modernos han compartido esa y otras dudas. En cualquier caso, la redención intelectual que propondría la Ética solo encontraría, en su tiempo, lectores secretos, devotos subrepticios.

La paz no volvería al entorno del pulidor de lentes. Ya sea en la reconstrucción integral de Israel o en la sucinta evocación de Buruma, conmueven las historias de los hermanos Johannes y Adriaan Koerbagh, seguidores demasiado ardorosos de la doctrina spinoziana, cruzados contra la superstición, que, al contrario de su cauteloso maestro, llevaron sus refutaciones teológicas de la fe cristiana y judía al extremo panfletario que los condenaría a la prisión, la tortura, el destierro, la miseria y la muerte. Esos mártires del spinozismo –nuevo eco con el cristianismo primitivo– imprimieron una urgencia evidente a los capítulos finales del Tratado teológico-político, obraseminal en la crítica bíblica,más hospitalaria en su lectura que la Ética. Spinoza hace en ella un recorrido crítico por el Antiguo Testamento ilustrando con ejemplos el carácter natural de los milagros, el alto valor moral (no filosófico) de las profecías, la autoría humana (no divina) de las Escrituras. Con todo esto, nunca buscó desacreditar la devoción religiosa popular, que consideraba positiva en la medida en que otorgaba consuelo y paz a la gente. Dirigía su crítica a las autoridades eclesiásticas de todas las religiones, propagadoras de la superstición, cuya legitimidad negaba. Su propósito era defender la libertad filosófica, la libertad de pensamiento, y rebatir el cargo de ateísmo, que lo indignaba. Sobre este punto, Buruma es terminante: “Spinoza amaba a Dios como pensador racional. En ese sentido no era un ateo. Pero, en cualquier otro sentido, sí lo era.” Los estudiosos de Spinoza y del judaísmo discreparían: su compleja espiritualidad lo llevó a separarse de su tradición y de su pueblo, pero seguía siendo, en el fondo, una espiritualidad judía. Según Wolfson, su Dios ya estaba implícito en el pensamiento medieval judío: fue más un acto de audacia que una invención.

El horizonte político se cerraba. Una nueva guerra había estallado en 1664 entre Inglaterra y Holanda (acosada en el sur por la Francia de Luis XIV). Israel incluye en su obra una historia casi integral de la guerra que –como otros temas del libro– podría parecer digresiva, pero sirve para resaltar la relación entre ciencia y poder en ambas naciones. A pesar de su inalterada ortodoxia religiosa, Henry Oldenburg (primer secretario de la Royal Society, teólogo, filósofo y científico que había visitado a Spinoza en Rijnsburg) fue confinado en la Torre de Londres por proferir alguna indiscreción sobre su monarca. Esa misma restricción material limitaba la libertad de muchos científicos en Inglaterra y Francia. Conociendo esos hechos, Spinoza se reafirmó en la convicción de que no solo los poderes eclesiásticos oprimían a los hombres sino los monarcas y sus aliados aristócratas.

También en Holanda peligraba la libertad de filosofar. La guerra fortaleció a la Casa de Orange y a la Iglesia oficial calvinista, y preparó la derrota definitiva de la “verdadera libertad”. Gracias a Jan Rieuwertsz, Spinoza logró publicar en 1670 bajo seudónimo y un falso pie de imprenta el Tratado teológico-político, lo cual no impidió que se conociera su autoría y se decretara que el libro “debía ser enterrado para siempre en el olvido eterno”. Si no eterna, su prohibición universal duraría al menos un siglo. Finalmente, en 1672 sobrevino el desenlace: el brutal derrocamiento de los hermanos De Witt, linchados y literalmente devorados por una turba enloquecida en La Haya –donde vivía Spinoza desde 1670–. “Es la última barbarie”, habría exclamado. Había llegado la hora de escribir su Tratado político.

A juzgar por la estructura, el estilo y el contenido intemporal de la Ética (que concluyó hasta 1675), la política no parecía una desembocadura natural para sus especulaciones metafísicas. Cierto, Spinoza estuvo convencido siempre de que la razón era el vínculo más alto de la persona consigo misma pero también entre una persona y otra, y el mejor cimiento para la vida en común. No obstante, la Historia no aparecía casi en la Ética que postulaba la inmutabilidad de la naturaleza humana. Pero en La Haya la Historia tomó venganza y lo sustrajo de esa escritura sub specie aeternitatis al plano brutal de la política. No podía ya eludirla. Esta irrupción de la Historia en su vida ha hecho que muchos autores consideren al Tratado teológico-político y al Tratado político –su obra postrera– textos tan fundamentales como la Ética. Un hilo las unía a todas. Quizás él mismo no lo vio en un inicio, pero el empleo activo de la razón que presupone su filosofía conducía naturalmente a la responsabilidad cívica y sobre todo a la defensa activa de la libertad, no solo a la contemplación del “infinito mapa de Aquel que es todas Sus estrellas”.

Israel ha subrayado en esta y otras obras la novedad histórica de lo que llama el republicanismo democrático del Tratado político: un orden donde existe la religión popular pero no la autoridad religiosa, un Estado ajeno a la monarquía y la aristocracia, fincado en el consenso de muchos. Aunque Spinoza comparte hasta cierto punto las premisas de Hobbes, arriba a un modelo muy distinto al Leviatán: un Estado regulador, no represor, de las pasiones religiosas, promotor de la justicia y la caridad, garante de la libertad. Buruma aclara que Spinoza no alcanzó a desarrollar los mecanismos prácticos de la democracia, pero el atrevimiento de pensarlo está ahí, a pesar de los tiempos oscuros que le tocaron en el ocaso de su vida.

Spinoza estudió el poder y en algún momento de la guerra con Francia trató de mediar personalmente entre los poderes, pero el poder nunca lo tentó. En sus últimos años, fiel a la cultura libre, Spinoza rechazó el apoyo pecuniario de príncipes y ministros y la oferta de profesorados universitarios. No por nostalgia de la tribu sino por curiosidad científica retomó su viejo proyecto de compilar una gramática hebrea. Murió serenamente en 1677, en la cama de sus padres –única reliquia que conservó de su familia–, resignado sin amargura a no ver publicada su Opera posthuma (que incluía todos sus tratados, la gramática hebrea y sus cartas) que encomendó a Rieuwertsz, quien, en un acto más de valentía que honraba la de su amigo, la publicó al poco tiempo con el rostro grabado de Spinoza en el frontispicio.

“Spinoza nos ha dejado una imagen vívida, él, que no se proponía ser vívido absolutamente”, me dijo Borges aquella mañana. Con ópticas complementarias, el fino ensayo de Buruma y la summa biográfica de Israel logran rescatar aquella vida discreta, casi inasible.

Lectores interesados o devotos fieles, debemos agradecerles. Volver a Spinoza ayuda a navegar en el presente. Fanatismos similares a los que afrontó en su tiempo han reaparecido en el nuestro. Todos amenazan al pensamiento libre. El populismo de la derecha radical en Estados Unidos se relaciona con protestantes evangélicos y católicos reaccionarios. El populismo de las izquierdas radicales latinoamericanas atiza el poder de las turbas. Ayer los guardianes de la fe religiosa excomulgaban a los herejes. Hoy los soldados progresistas del género, la raza, el lenguaje, la nación, la clase, la ideología y la cultura cancelan a quienes piensan distinto o los queman vivos en las hogueras de las redes sociales. La guerra santa sigue teniendo prestigio, lo mismo que el delirio mesiánico. Han vuelto las guerras imperialistas y las campañas de limpieza étnica, que creíamos superadas. Los valores cardinales de la tradición occidental como la honesta búsqueda de la verdad, la libertad de expresión, la vocación científica, la creencia en los hechos objetivos, la civilidad democrática y, desde luego, la tolerancia, hoy están a la defensiva.

Spinoza contemplaba sin desesperación la “última barbarie” de su tiempo. Así debemos hacer nosotros con la “última barbarie” del nuestro. “La guerra es absurda –escribió– pero estos problemas no me hacen reír ni llorar. Por el contrario, me alientan a comprender mejor la naturaleza humana.” Esa disposición, cautelosa y atenta, aunada a su histórico atrevimiento de pensar con libertad y defender la libertad de pensar, son ideales dignos de nuestra devoción, tareas que dejó para todas las generaciones. ~


  1. Harry Wolfson, The philosophy of Spinoza. Unfolding the latent processes of his reasoning, Cambridge, Harvard University Press, 1983, 896 pp. ↩︎
  2. I. S. Révah, Spinoza et le Dr. Juan de Prado, París, Mouton, 1959, 172 pp. ↩︎
  3. Steven Nadler, Spinoza. A life (Cambridge University Press, 2001) y A book forged in hell. Spinoza’s scandalous treatise and the birth of the secular age (Princeton University Press, 2013)Además, Spinoza del filósofo oxoniano Stuart Hampshire (1951) y el valioso pero inaccesible Spinoza en zijn kring (1896) del holandés Koenraad Oege Meinsma. ↩︎
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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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