Este libro de la filósofa estadounidense, directora del Foro Einstein de Potsdam, logra acortar las distancias entre el ensayo y el manifiesto, el tratado y el panfleto. No de otra forma podría enfrentarse, filosóficamente hablando, un tema tan expuesto al debate público como el de las múltiples identidades que perfilan a los sujetos del siglo XXI.
Lo que comenzó a fines del siglo XX como una persuasión multicultural y un conjunto de reformas encaminadas a dotar de mayor representatividad a personas y comunidades desfavorecidas por su pertenencia a un género, una raza, una religión o una orientación sexual, se desdobla hoy en una fragmentación política que difícilmente encuentra lo común en la llamada “interseccionalidad”.
Para la izquierda cultural, menos que para la izquierda política, la pluralización civil de las naciones, en el último medio siglo, siguió una primera secuencia clara que iba de los movimientos pacifista, feminista, antirracista e indigenista del último tramo de la Guerra Fría al altermundismo y el ambientalismo de los Foros Sociales Mundiales de Seattle y Porto Alegre. En algún momento, aquella secuencia abrió un nuevo flanco, que condujo al wokismo y la cultura de la cancelación y que algunos altermundistas, como Noam Chomsky, han cuestionado.
El ensayo de Susan Neiman, autora de una historia del concepto del mal en el pensamiento moderno, se coloca en la misma perspectiva. La filósofa se declara heredera de aquellos movimientos sociales de la Guerra Fría y no duda, como Thomas Piketty, en definirse como “socialista” frente a una derechización del liberalismo que lleva a confundirlo, ya no con el neoliberalismo, sino con el libertarianismo. Una vez posicionada políticamente en un bucle melancólico, que conecta directamente con la vieja New Left, pasa a refutar la tribalización de lo woke.
La parte más tratadística del ensayo es aquella que localiza en pensadores como Martin Heidegger, Carl Schmitt y Michel Foucault las fuentes doctrinales del wokismo. La estrategia de Neiman, que recuerda mucho a Mark Lilla en Pensadores temerarios (2004), es confrontar a esos autores con la tradición ilustrada, especialmente, con las ideas universalistas y progresistas de Diderot, Voltaire y Kant, quienes, a su vez, no desconocieron los males del colonialismo, el racismo o la desigualdad.
Que Heidegger, Schmitt y Foucault fueron críticos de la herencia ilustrada, por tres vías diferentes, es de consenso. Lo que no queda tan claro en la argumentación de Neiman es la forma en que lecturas específicas de esos tres pensadores han dado lugar a tesis fuertemente identitarias en la obra contemporánea de Gayatri Spivak, Homi Bhabha, Judith Butler, Ibram X. Kendi o Achille Mbembe, con quienes la filósofa tiene sus mayores diferencias.
Por momentos, el libro deja la impresión de que la polémica desplaza el combate cuerpo a cuerpo hacia la zona arqueológica de las fuentes intelectuales y el libro parece más un pleito con Schmitt y Foucault que con las teóricas y teóricos del feminismo y el antirracismo actuales en Estados Unidos. Neiman cita a autores como Martha Nussbaum, Kwame Anthony Appiah, Benjamin Zachariah, Adolph Reed o Ato Sekyi-Otu, mejor instalados en ese debate frontal, pero, a veces, prefiere repetir lugares comunes sobre el nazismo de Schmitt y Heidegger.
En ese desplazamiento del campo de batalla contra lo woke, desde la izquierda, el ensayo abre líneas fascinantes para la historia intelectual contemporánea. Una de ellas es la del universalismo de la corriente del marxismo anticolonial y antirracista del siglo XX. Cita Neiman algunos pasajes de W. E. B Du Bois, Amílcar Cabral, Frantz Fanon y Aimé Césaire que cuestionarían las políticas de la memoria basadas en agendas particularistas de identificación racial.
Las frecuentes alusiones al movimiento Black Lives Matter, el Me Too y la iconoclastia antiesclavista en Europa privilegian el espacio de Occidente en la crítica de Neiman. Pero algunas llamadas de atención sobre causas como la de las mujeres en Irán, los trabajadores sin tierra en Brasil, los activistas prodemocracia en el Congo o Myanmar buscan reinstalar una perspectiva globalista en el debate sobre los derechos humanos, donde los foros de la izquierda tienden a ser muy selectivos.
Es una lástima que América Latina apenas se trate en el libro, ya que sería un escenario ideal para leer las ambivalencias del wokismo. Aquí, algunas de las izquierdas hegemónicas se resistieron al multiculturalismo diferenciador de fines del siglo XX y, muy tensamente, hoy se relacionan con el nuevo feminismo o el nuevo ecologismo. Sin embargo, una vertiente del indigenismo, que desemboca en las teorías decoloniales, tiene mucho peso en medios académicos e intelectuales de gobiernos de izquierda.
En esa vertiente, la vieja identidad latinoamericanista, nacional o regional, se recicla sin pasar por la crítica posestructuralista, basada en Foucault o Derrida, que Neiman refuta en su libro. No se transita de una identidad grande a otra pequeña, propia de la tribalización wokista, sino de una invención geopolítica de la Guerra Fría a otra más acorde con el multilateralismo o la desglobalización actual. Aún así, esas izquierdas acogen en sus bases un verificable avance de las tesis tribalistas.
Lo que mostraría el caso latinoamericano es una gran capacidad de mutación de los nacionalismos dentro de los horizontes ideológicos de las izquierdas reales. A diferencia de Europa y Estados Unidos, donde los nacionalismos y sus reinvenciones parecen cifrarse en el repertorio de las derechas, aquí serían las izquierdas las que rehúyen, a la vez, del universalismo y el tribalismo por el atajo de las viejas identidades nacionales. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.