El complejo de David

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La llamada Tierra Santa es el único territorio del planeta que tiene como guía turística la Biblia. Al llegar, es inevitable remontarse a los pasajes que conforman el imaginario de millones de creyentes. Durante muchos años de mi vida intenté saber por qué Israel era el “pueblo elegido”. Supongo que eso le ha pasado, en veinte siglos, a millones de personas.

Jerusalén es la ciudad sagrada donde según la Biblia está el Santo Sepulcro en el que fue enterrado Jesús, ahí también se encuentran el Domo de la Roca y el Muro de los Lamentos, que, uno junto a otro, son depósito de rogativas y deseos para millones de musulmanes y judíos.

Sin ser un documento histórico, el Antiguo Testamento narra con detalle cómo se formó la tierra donde se asienta el Israel que hoy conocemos: cuando Dios le prometió a Abraham otorgarle a él y las doce tribus de su descendencia las tierras de Canaán “desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Éufrates”.

Fue ahí donde David, que posteriormente sería rey de Jerusalén, se coronó como destacado héroe frente a los filisteos, que se llamaban a sí mismos “pelesets” y habitaban la región mucho antes de la llegada de los hijos de Abraham a sus colinas.

En el valle de Elah, a unos 26 kilómetros al sureste de Belén, los ejércitos filisteo e israelita libraron la mítica batalla donde David venció a Goliat.

El pueblo judío, gobernado por el rey Saúl, quería ocupar la tierra prometida, y, para conseguirlo, debía enfrentar a los fariseos, que eran menos en número pero superiores en equipamiento militar.

Los filisteos, por quienes posteriormente se nombraría a la región comprendida entre el mar Mediterráneo y el río Jordán como Palestina, poseían el arma más poderosa y letal que podía tener cualquier ejército en ese momento: el hierro. Los judíos, en cambio, sólo se podían defender con madera y piedras. Consciente de su falta de medios, Saúl temía enfrentar la acción armada, encabezada en el bando enemigo por Goliat, un gigante protegido por una coraza de escamas metálicas. David representa el orgullo de un pueblo frente a un gigante de seis codos y un palmo de altura, Goliat, el más temible de los guerreros.

El audaz, animoso, pero sanguinario David sabía que, de no combatir y arriesgar la vida, la condena de su pueblo a la esclavitud sería irremediable. El héroe era insignificante para Goliat, “volvió los ojos el filisteo, y viendo a David, lo despreció” –consigna el Libro Primero de Samuel–, pero David antepuso el uso de la razón para vencer a la fuerza.

Los fariseos contaban y confiaban en su clara superioridad militar, ganada con el exclusivo dominio que tenían sobre el codiciado metal, y David, con razón o sin ella, con la presencia de Dios o la intuición, optó por el desafío: enfrentar al gigante poniendo en su ojo la punta de mira de una honda. Toda la razón divina golpearía en forma de roca la frente de Goliat. Derribar al gigante devolvía una posibilidad de futuro para su pueblo.

Desde entonces, la historia de Israel es una y otra vez la misma. Su pueblo necesita líderes fuertes, audaces, tocados por Dios, capaces de vencer con la razón a los que tienen más poder, fuerza y tamaño.

Sin embargo, reiteradamente caen en la soberbia y vuelven a situarse en condición de peligro; en un extraño guiño de la historia, acaban convirtiéndose en un Goliat con complejo de David.

Hoy Israel bascula frente a una discusión no enfrentada. Hace poco más de un año, perdió una guerra por primera vez en sus casi sesenta años de existencia como Estado. El grupo terrorista libanés Hezbolá desafió la superioridad militar de Israel y –como David–, contra todo pronóstico, venció a las bien uniformadas, entrenadas y blindadas fuerzas judías.

Fue en julio de 2006 cuando, en una emboscada en la frontera al sur de Líbano, Hezbolá asesinó a ocho soldados israelíes y secuestró a otros dos, obteniendo –como David– un triunfo impensable y orillando a los israelíes al retiro.

El pueblo de Israel vive en el borde permanente de que cada instante resume el principio de toda la vida y que toda la vida se vive como si fuera el último suspiro. En Israel, cada segundo es una sonrisa pues el regalo de la vida se puede perder en cualquier momento. En la sangre llevan impregnado el recuerdo de la esclavitud en Egipto y Babilonia (lo que quizá explica el suicidio colectivo de Masada para escapar del yugo romano en el siglo i), y los vientos de la ceniza blanca que produjo el holocausto.

El problema generado por la derrota frente a Hezbolá es grave, pues Israel, debilitado, es gobernado por una clase política absolutamente denigrada donde al primer ministro Ehud Olmert lo sostiene poco más que su familia (apenas cuatro por ciento de los electores).

Según una encuesta realizada por el Development Studies Programme en 2006, más del 55 por ciento de los israelíes califican como negativo el papel de los grupos políticos, el Consejo Legislativo y el gobierno de su país.

Con la desaparición irremediable del centrista Kadima, fundado por Ariel Sharon tras abandonar la derecha, todo parece indicar que los próximos años la historia política de Israel volverá a ser protagonizada por los mismos actores del año 2000: Ehud Barak como candidato del Partido Laborista y Benjamín Netanyahu del derechista Likud.

En este contexto, no debemos olvidar que Barak es la última voz de la filosofía política que construyó al Estado de Israel y Netanyahu la primera voz que representa al capitalismo salvaje.

El pueblo de Israel no sólo rechaza el tema político, tampoco se habla de la derrota de julio de 2006: nadie ha dicho pública y oficialmente que se perdió. Fue un golpe tan grande a la psique del país, que es urgente reconstruirla para entender su origen y recomponer al interior los elementos necesarios para fortalecer su espíritu nacional y enfocar su nuevo rumbo.

Fuerte es la necesidad de la gente en Israel de tener un líder a quien seguir. Fuerte fue David, sucesor de Saúl y “el más virtuoso y justo de todos los reyes”; fuerte fue también Salomón, su hijo, y por eso el primer templo de Jerusalén fue destruido por los babilonios. Fuerte fue Herodes, que se propuso ampliar en tamaño y majestad el modelo de Salomón. Fuerte fue Ben-Gurión, líder y mentor de la formación del Estado de Israel.

Fuerte fue Ariel Sharon que permanece en un cuarto de hospital desde 2006, luego de sufrir dos infartos cerebrales que le ocasionaron incapacidad total; referente político de suma importancia, es difícil –si no es por razones personales– imaginar el motivo por el cual el líder israelí es mantenido con vida artificial.

Sin duda, para Israel ha sido fundamental conquistar la fuerza de Goliat, pero también lo es no perder su condición de David. Ése es el complejo que hoy actúa y golpea –como una enorme contradicción– a esa nación.

En un mundo donde Israel ya no tiene el privilegio de ser el punto más caliente del planeta, resulta impostergable definir –como el resto de Medio Oriente, incluida Palestina– quiénes son realmente los israelíes dentro de la nueva estructura geopolítica y cuál será su destino en el nuevo orden mundial.

Desde 1917, cuando el Reino Unido liberó a Jerusalén del dominio turco e hizo pública –mediante la Declaración de Balfour– su postura a favor del surgimiento de un Estado judío, Medio Oriente es la historia de un querer y no querer.

Los ingleses admitieron la reclamación judía y fracturaron de manera irremediable la realidad política y étnica de los pueblos de la Biblia. Los hijos de Abraham encontraron en ese nuevo mapa la maldición divina: una razón precisa para seguir enfrentándose hasta el final de los días.

A Israel le toca decidir, después de la lección que aprendió cuando derribó con una piedra a Goliat, si quiere ser el gigante armado que domina el hierro y, pese a ello, cae víctima de la audacia de un joven David, o, por el contrario, recupera lo mejor de sí mismo y olvida el uso exclusivamente militarista de la fuerza para encontrar y entender su razón, y la de los demás. ~

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