Fragmento de un diario

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8 de febrero de 2006

Samuel Johnson fue, en el siglo XVIII, el tipo de escritor industrial, febrilmente prolífico, cuyo surgimiento se suele asociar a la adicción cafeínica de Balzac, cien años más tarde. Johnson era un erudito muy atrevido, y trabajaba a una velocidad sobrehumana: casi no se levantaba de su silla y citaba de memoria no sólo en inglés sino también en latín y griego (esta memoria “clásica”, hoy del todo extinguida, era su mayor motivo de orgullo). Iba enviando al imprentero –como se llama entonces a los editores, acaso con más propiedad que ahora– los fragmentos que producía mucho antes de tener finalizada la obra, quizás sin haber concebido todavía un plan definitivo. Cuando escribió su obra principal, Vidas de los poetas ingleses, de más de un millar de páginas, tenía más de setenta años. Sin embargo, en público, gustaba de definirse a sí mismo como un holgazán, que sólo a fuerza de una enorme voluntad había sido capaz de superar la pereza consustancial a su carácter.

Al decir esto, Johnson hacía una declaración de humildad –ya que pocos escritores ingleses llegaron a disfrutar en vida de un prestigio y autoridad semejantes a los que el Doctor alcanzó. Pero también, al contrario, era una exhibición de vanidad, puesto que su mérito debía entonces redoblarse: no sólo había escrito una obra monumental, sino que lo había hecho arrancándole cada página a las más decididas inclinaciones de su indolencia innata.

30 de marzo de 2006

En 1939 se funda la Universidad Nacional de Cuyo, y su primer rector, un tal Edmundo Correas, quiere llevar a los mejores profesores que había en la Argentina del momento. Él mismo lo cuenta: “De inmediato escribí a Borges y nos reunimos en el City Hotel de Buenos Aires. Le ofrecí la cátedra de literatura española con remuneración de 300 pesos mensuales. `Es mucho –me dijo– porque aquí solamente gano 180 pesos en una biblioteca municipal, pero no puedo aceptar, no soy catedrático, no sé hablar, apenas escribo algunas cosas insignificantes´. Insistí, incluso le ofrecí dos cátedras, de literatura hispanoamericana, pero repitió que no sabía hablar, que los alumnos lo silbarían”. (En Correas, Edmundo, “Borges y la Universidad de Cuyo”, en Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza, segunda época, nº 11, Tomo ii, 1989, p. 161. Lo cita Jimena Néspolo en su prólogo a Quinteto de Antonio di Benedetto, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005).

24 de agosto de 2006

Escribe Gómez de la Serna en un prólogo a El poeta asesinado de Apollnaire: “cabe decir que uno de los más sinceros poemas suyos fue leído en la boda de André Salmon, y lo improvisó en la imperial de un ómnibus. ¡Magnífico sitio para la inspiración!” Y también: “Después de la comida –me confiesa un amigo suyo– Apollinaire era más simpático que antes. En su menú siempre había, según me contaba Delaunay, bistec y cebollas fritas, y después de cosas muy dulces, se comía un limón con piel y todo, o una naranja, también con piel”.

27 de abril de 2007

En el poema “Otra vez, con sentimiento”, de Desolación de la Quimera (1962), Cernuda evoca a García Lorca: se siente en la obligación de sustraer su memoria al uso que de ella hace Dámaso Alonso, poeta y académico bien acomodado al franquismo. En el estudio “Una generación poética (1920-1936)” –recogido en Poetas españoles contemporáneos, Madrid, Gredos, 1952–, Alonso mencionaba a García Lorca como “mi príncipe”. A eso responde Cernuda en “Otra vez…”, que termina así:

“¿Prínicipe tú de un sapo? No les basta 

a tus compatriotas haberte asesinado.

Ahora la estupidez sucede al crimen.”

En “Epílogo a la 2º edición” de Operación masacre, de 1964, Rodolfo Walsh muestra sorpresa ante el hecho de que la denuncia expresada y documentada en la primera edición de su libro, de 1957, no haya surtido ningún efecto político ni penal: “Pretendía que el gobierno, el de Aramburu, el de Frondizi, el de Guido, cualquier gobierno, por boca del más distraído, del más inocente de sus funcionarios, reconociera que esa noche del 10 de junio de 1956, en nombre de la República Argentina, se cometió una atrocidad. Pretendía que, a esos hombres que murieron, cualquier gobierno de este país les reconociera que la justicia los mató por error, por estupidez, por ceguera, por lo que sea (…) En eso fracasé. Aramburu ascendió a Fernández Suárez [el comisario que había ordenado los fusilamientos de inocentes en la “operación masacre”]; no rehabilitó a sus víctimas…”

En el poema de Cernuda, “la estupidez sucede al crimen”; en el texto de Walsh, el crimen surgido de la estupidez es validado por quienes premian a los culpables e ignoran a las víctimas. En ambos casos, la imbecilidad es la cara alevosa del delito. En ambos casos, también, la ingenuidad vuelve a aparecer como uno de los motores, acaso el principal, de la literatura.

20 de julio de 2007

En 1875, Henry James dejó Nueva York para instalarse en un lujoso departamento de la rue de Luxembourg de París. Unos meses más tarde se mudó a Londres, donde viviría los siguientes veinte años. Henry James goes to Paris, de Peter Brooks (Princeton University Press, 2007), estudia minuciosamente esa temporada parisina de James. Brooks se detiene en particular en sus relaciones con el ambiente literario francés, y sobre todo con Flaubert. Henry James admiraba a Flaubert, aunque creía que los personajes de limitada inteligencia que solía elegir como protagonistas –Frédéric Moreau, Emma Bovary, quizás Flaubert ya le había contado algo acerca de los hoy celéberrimos idiotas Bouvard y Pécuchet– no eran adecuados para sostener la carga que una gran novela pone sobre los hombros de sus personajes.

Flaubert no estaba en su mejor momento: su salud desmejoraba, se encontraba al borde de la bancarrota, la redacción de Bouvard et Péchuchet estaba empantanada y su “comedia política” Le candidat había resultado un fracaso (sólo alcanzó cuatro representaciones en su estreno, en 1874). En cierta ocasión, cuenta Brooks, Henry James, en casa de Flaubert, se refirió a Gustave Groz, pintor y escritor hoy del todo olvidado, pero que por entonces gozaba de cierta fama gracias a una novela costumbrista de 1866, Monsieur, Madame et Bb. La sola mención de este nombre irritó tanto a Flaubert que estuvo a punto de echar a James de su casa: “nosotros no pensamos nada acerca de él –dijo–; usted no debe ni mencionarlo aquí”.

En casa de un escritor el nombre del diablo, la Bestia Negra, aquello que no debe ser ni siquiera mentado, es siempre otro escritor. Si pensamos en la dimensión de Flaubert y en la de Droz, no es difícil entender que al autor de Madamme Bovary, en horas bajas de reconocimiento, salud y fortuna, le irritara el nombre de un mediocre exitoso, y mucho más si quien lo mencionaba era el exquisito americano. Pero seguramente no hay escritor en cuya casa no pueda “ni mencionarse” el nombre de algún otro escritor en particular. ~

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