El rascacielos como emblema… ¿de qué?

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A México le falta contar con una obra firmada por un arquitecto del starsystem internacional. Le falta también competir con otros países en altura… con un rascacielos. Si bien el proyecto para construir en la ciudad de México “el edificio más alto de Latinoamérica”, diseñado por el holandés Rem Koolhaas, para inaugurarse en el 2010, encaja con ciertas ambiciones cosmopolitas y económicas, evidencia también que la mayor carencia es la planeación urbana. Y el sentido común. El proyecto de la Torre Bicentenario, anunciado a finales de julio por el titular de la Jefatura de Gobierno capitalino, Marcelo Ebrard, prevé la construcción de setenta niveles de altura en la zona residencial de las Lomas de Chapultepec, a espaldas de la Torre de Petróleos, donde sólo se permiten tres niveles y donde los problemas viales han rebasado desde hace tiempo lo imaginable. Además de transgredir la ley de suelo, la torre se plantea en el terreno ocupado por uno de los edificios más valiosos de la arquitectura del siglo veinte en México, considerado monumento de valor artístico por el INBA. El Super Servicio Lomas, diseñado por Vladimir Kaspé en 1948, con su famosa rampa helicoidal, representó la creación de un nuevo tratamiento para una nueva tipología, que integraba una gasolinería, locales comerciales, oficinas, taller de autos y restaurante. Su demolición simboliza la ausencia de herramientas para hacer del patrimonio algo rentable y, sobre todo, una parte viva de la ciudad.

La noticia de la construcción del hito vertical en la calle Pedregal número 24 –en un terreno de forma triangular de 3,800 metros cuadrados– ha causado convulsión tanto a arquitectos, vecinos, políticos e incluso pilotos (a quienes preocupa la cercanía con la ruta de aproximación de los aviones hacia el aeropuerto). Con denuncias improvisadas y defensas ensayadas, la opinión pública y los promotores del proyecto se baten en el suelo resbaladizo que caracteriza las discusiones fugaces sobre las acciones permanentes para la ciudad. La arquitectura, que en su estado actual se describe como la espuma que cubre la esfera inmobiliaria, conoce bien las ventajas de la notoriedad. Un proyecto así –con una inversión de seiscientos millones de dólares– es indudablemente un motor acelerado de crecimiento económico y consumo territorial. Un espectáculo –un envase atractivo– genera prosperidad, que a su vez induce nuevos acontecimientos. Pero la energía financiera no puede desligarse de la energía social ni de las infraestructuras de soporte. Bien planteado, incluso en la glotonería inmobiliaria, brinda la oportunidad de regenerar una zona, dotarla de espacio público y servicios. Mal planteado, resultaría sólo una celebración mediática de una prosperidad urgente y fingida. Un espejismo de riqueza que adormece la conciencia colectiva y hace poco operativa la ciudad. Sobre todo, resultaría una oportunidad perdida.

La Torre Mayor de Pemex –de 225 metros de altura– será superada por los trescientos metros de la Torre Bicentenario, destinados en un 85 por ciento a oficinas y el resto a comercios o espacios de recreación. También será superada por una mejor arquitectura. Pero más allá de cuestiones estéticas, el proyecto de Koolhaas –Premio Pritzker en 2000 y uno de los arquitectos más importantes de la esfera contemporánea– (que tiene como socio local a Fernando Romero, yerno de Carlos Slim) podría servir para abrir la discusión sobre la redensificación como estrategia urbana para una ciudad extensa y marcadamente horizontal. El proyecto, concebido con inventiva en lo formal y desparpajo en lo operativo, es sintomático de la esquizofrenia entre los intereses particulares y las necesidades colectivas que caracteriza nuestros procesos actuales.

Para los 387,000 metros cuadrados previstos de construcción se contará con 6,500 cajones de estacionamiento. El proyecto rebasa el número de cajones que exige el reglamento (ayuda el hecho de apropiarse de un área debajo del Bosque de Chapultepec) y contempla la modificación de la ley de uso de suelo por parte de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, así como la demolición de un inmueble de valor patrimonial que, como el resto de las construcciones del siglo veinte en México, están catalogadas por el INBA pero en un catálogo sin declaratoria oficial (sólo Ciudad Universitaria y la Casa Barragán se encuentran realmente protegidas, al ser Patrimonio de la Humanidad de la unesco). Mientras todo esto se puede obtener –y negociar–, las consecuencias del proyecto quedan desviadas por las ambigüedades del sistema, las terminologías tramposas y la subjetividad imperante. Canjeando el edificio semicatalogado de Kaspé por un museo de sitio en el rascacielos para “honrar” al arquitecto, el proyecto de la Torre Bicentenario cristaliza la trivilización de las relaciones entre desarrollo y conservación. Debido a la inoperatividad de nuestros actuales mecanismos de planeación y discusión, es usual que las propuestas más significativas para nuestras ciudades sigan dos cursos radicales: que los efectos de los proyectos se disfracen y obvien, acelerando su factura en sentido unidireccional y autista (el segundo piso del Periférico), o bien que los proyectos queden en el limbo sin una razón de peso (el rescate del Lago de Texcoco o el nuevo Aeropuerto Internacional…). Entre las prisas prepotentes o la parálisis total, pareciera no existir un punto medio.

El hecho de que la ley de asentamientos urbanos date de 1976 y el primer plan regulador urbano de la capital sea de 1979, cuando la ciudad tenía cerca de quince millones de habitantes, expresa bien la proclividad hacia las implantaciones acríticas. La megatorre simboliza un crecimiento demográfico marcado por propuestas apresuradas y autoritarias, y sólo encabeza una larga lista de rascacielos próximos a construirse en la ciudad (existen cerca de cuarenta proyectos en curso que superan los cien metros de altura, como Torre Reforma, City Santa Fe, Reforma 222, etc.). La Torre Bicentenario, desarrollada por el Grupo Danhos de David Daniel y por el fondo inmobiliario Pontegadea del español Amancio Ortega, se presenta con todos los tintes de una obra ensimismada. Jorge Gamboa de Buen, presidente de Grupo Danhos, ex director general de Reordenación Urbana en la administración de Manuel Camacho Solís y responsable del desarrollo de Santa Fe –tan exitoso económicamente como desafortunado en su condición urbana–, ha de conocer bien el tema.

Como es usual en la obra de Koolhaas, a la par de la propuesta provocadora viene la seducción formal. Famoso por circular en dirección prohibida, el director de OMA (Office for Metropolitan Architecture), quien acuñó la frase “Fuck context” [“que se chingue el contexto”], no pierde oportunidad de situar su trabajo en la agenda del mundo. Nacido en 1944 y creador de obras como la Casa de Música en Oporto y el edificio de la CCTV en Pekín, define la arquitectura como “una máquina para fabricar fantasías”. Autor de algunos de los libros más relevantes en el ámbito de la arquitectura, como Delirious New York y S,M,L,XL, ha dedicado su vida a redefinir la profesión. Conocido como el Le Corbusier de nuestros tiempos, Koolhaas entiende como pocos las formas en que la arquitectura opera en relación con el Estado y el mercado.

En el resto del mundo no se ha podido frenar al rascacielos como emblema de poder y prosperidad, ni ante la paranoia de amenazas terroristas ni ante los pronósticos ecológicos devastadores. Debido a la aceleración económica de las potencias asiáticas y a que el tamaño sí importa, se ha favorecido el protagonismo de edificios espectaculares por su altura. La Torre Bicentenario, formada por una estructura diseñada junto con la empresa Arup, se promueve inspirada en la integración de dos pirámides. Avalada por la seducción de la arquitectura de autor, se inserta como la pieza más importante que celebra el aniversario de la Independencia de México y como la primera de una serie de acciones del actual gobierno capitalino. Como en el caso de las playas urbanas y los intentos por colar el uso de bicicletas en la ciudad, hace falta preparar el soporte para las actividades que se quiere fomentar. Especialmente cuando se trata de acciones no efímeras.

En el resto del mundo, eventos como las Olimpiadas, los centenarios, las ferias mundiales, han sido buenas excusas para repensar las ciudades y convertir la arquitectura en una estrategia integradora. Lo importante, entonces, no sólo sería la Torre Bicentenario, sino lo que ha de acompañarla: el contexto. ~

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