Institucionalizado el fraude, las elecciones en México fueron por décadas un simulacro y un trámite. Cada seis años, nuestra “monarquía sexenal” se vestía de democracia dirigida para que los ciudadanos legitimáramos al ungido con la gracia de nuestro voto cautivo. Este sistema, sutil y perverso a partes iguales, perdió definitivamente su legitimidad en 1968 y dio su último canto, agónico cisne del fraude, en 1988. A partir de entonces, las cosas empezaron a cambiar, con avances y retrocesos, hasta desembocar en la reforma electoral de Zedillo, que retiró al gobierno federal del manejo de las elecciones, quitándole el lugar de convidado de piedra que aún conservaba. Las consecuencias fueron asombrosas: el mapa monocorde del país fue tiñéndose de azul en el norte y el Bajío y de amarillo en la capital y otros estados clave. El entramado de instituciones y nuevas prácticas exigidas por la oposición, más una sociedad madura que inclinó la utilidad de su voto, lograron en el año 2000 lo que parecía un sueño inalcanzable: sacar al PRI de Los Pinos. Sólo la alternancia podía certificar a México como una democracia homologable. En este proceso, fueron decisivos tres elementos: la perseverancia histórica del PAN, el convencimiento de las elites culturales e intelectuales del país y la conversión a la democracia de la izquierda revolucionaria. Entre todos construimos un nuevo modelo ciudadano.
Por ello, resulta intolerable y profundamente irresponsable que tras unas elecciones, todo lo reñidas que se quiera, el candidato perdedor haga volar por los aires este consenso, vital para la convivencia civilizada en nuestro país. Ansias de poder irrefrenables, mirada de corto plazo que revela una miopía de cuello de botella y la eterna doble moral de los salvadores inmaculados, tienen hoy a la izquierda mexicana sumida en un atolladero axial: o seguir al caudillo en su despeñadero hacia ninguna parte o volver a las reglas de juego acordadas y reconstruir su liderazgo y su mensaje. Épica o ética. Esperpento o cordura. Máscara o transparencia.
De la avalancha de libros que sobre las pasadas elecciones han inundado el mercado dos de ellos funcionan complementariamente. Recomiendo modestamente leer primero La mafia nos robó la Presidencia, de un político tabasqueño. La incapacidad de ejercer la autocrítica, la pueril lectura de la compleja realidad mexicana, la maniquea visión de un mundo dividido entre buenos y malos, pobres y ricos, y la prosa de una monografía de primaria hacen ciertamente poco grata la lectura de este libro, cuyo interés estriba en algunas revelaciones involuntarias. La primera y quizá más grave es que su salida a la capital cuando tenía dieciocho años implicó un alejamiento definitivo de su núcleo familiar, ruptura que sólo se entiende si se acude a las hemerotecas de la época y a la extraña muerte de su hermano.
La segunda es suponer que el PRI al que él entró y en el que trabajó era distinto por su simple voluntad retrospectiva. Y tercero, la calaña moral de alguien que, a toro pasado, revela públicamente conversaciones y acuerdos privados. Pero mi recomendación tiene que ver con la nuez del libro: la repetición vacua del supuesto fraude, monstruo de mil rostros, que los poderes fácticos ordenaron para salvaguardar sus oscuros e inconfesables intereses.
Cumplida la dura misión de leer esto, hay que proceder con El mito del fraude electoral en México. Una editorial fuera del mainstream y un académico serio y desconocido han brindado a la sociedad mexicana un extraordinario instrumento para luchar contra la demagogia y el cinismo. El mito del fraude electoral en México, del doctor en sociología Fernando Pliego Carrasco, es uno de esos libros irrefutables que debería tener el poder de zanjar las bizantinas discusiones sobre el fraude. ¿Por qué en el PREP nunca se cruzaron los votos de Calderón y AMLO en una elección tan cerrada? Porque la llegada de los resultados no sucede al azar, si no que está determinada inevitablemente por el tiempo de llegada de las actas al centro distrital y este tiempo depende de factores concretos –por ejemplo, la distancia física entre la casilla y el distrito– o del grado de marginalidad del municipio. ¿Fueron los errores en el llenado de actas cometidos con dolo para favorecer a Calderón? No, ya que están presentes en la misma proporción y tipo tanto en las casillas que ganó AMLO como en las que ganó Calderón. ¿Era legal y posible el recuento de todos los votos? No, la Coalición solicitó en las calles, con bloqueo incluido, algo que no pidió ni en tiempo ni en forma jurídicamente.¿Habrían salido pruebas del fraude en el recuento de votos ordenado por el tribunal? Sí, ya que fue una muestra sesgada la que se analizó que no varió significativamente el resultado final. ¿Los programas sociales del gobierno de Fox favorecieron a Calderón? No, en los municipios en que estos diversos programas se implementaron ganó AMLO, o Madrazo, quedándose en un lejano tercer lugar el candidato a la postre ganador. El libro incluso demuestra que las campañas negativas en la televisión fueron perjudiciales según las encuestas disponibles para quien las auspiciaba, y que en el enfrentamiento verbal entre Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador, éste se mostró mucho más duro y constante en sus ataques.
Estos dos libros son as y envés de las pasadas elecciones, verdadero enfrentamiento simbólico entre el frío racionalismo apegado a los hechos y el voluntarismo nervioso y resentido. Veneno o antídoto, vómito o lavativa. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.