Entrevista a Jimina Sabadú: “No creo que hayamos pasado a la civilización. Creo que somos la pura barbarie”

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Las palmeras (Algaida, 2020) es la tercera novela de Jimina Sabadú. Es una road-movie, un catálogo de freaks, un retrato de la costa española, una burla del amarillismo de la prensa y, también, una historia de (des)amor. Todo arranca con la expansión de un extraño virus que asola España –lo llaman “el Brote” y convierte a los infectados, “los apestados”, en zombies–. Entonces, Verónica decide huir de Madrid con su exnovio en el coche de él, que hasta tiene nombre, Electra. Van hacia la costa, creen seguir la profecía de una amiga de infancia de Verónica cuyo fantasma ha vuelto para darle el mensaje, y por el camino se cruzan con toda clase de personajes.

Has dicho que empezaste a escribir la novela en verano, ¿de dónde surge la idea de ese virus? ¿Qué buscabas con eso: el pretexto para el viaje o es algo más?

No fue en verano, sino en primavera, en el Festival de Comedia de Peñíscola (ya no existe). Fue un año maravilloso porque le dieron el premio a la Mona Chita (no pudo acudir, pero su cuidador sí). Yo era jurado y nos pasábamos el día entre el hotel, el cine y el karaoke. Salía del hotel (a saber a qué hora y para ir a dónde) y viendo la playa y el paseo marítimo, vi a unas personas caminar, y se me ocurrió la idea de dos personas huyendo del fin del mundo, que es como el fin del verano, cuando algo cambia en el viento, el olor, el color del cielo. Y ya está, el verano se ha ido. Cuando veía a la gente volver de fiesta la idea del virus estaba muy presente. Imagino que tuvo que ver que coincidió con el Festival de Eurovisión en el año en el que ganó Finlandia (Lordi). Entre la melancolía y el terror, ahí estaban las palmeras.

¿Qué ves en todos esos personajes que fueron famosos hace mucho y ahora no encuentran su lugar en el mundo? ¿Y en esos personajes un poco freaks, un poco locos, un poco crédulos?

Los exfamosos me impresionan mucho. He coincidido con unos cuantos (suelo salir entre semana, de madrugada, y sola) y es gente marcada. En la tele es difícil que vuelvan a estar, pero en trabajos “normales” tampoco les cogen. Los que tienen talento sobreviven y a duras penas pero los one hit wonders siguen ahí, buscando una nueva oportunidad que no va a llegar. Hay una cafetería en Madrid que sirve cafés y copas a las seis de la mañana donde se concentran todos. No creo que haya muchas cafeterías con un segurata en la puerta del baño, y esta lo tiene. Y esos personajes locos y crédulos me fascinan porque no son conscientes de su singularidad. Se perciben como personas totalmente funcionales. Pero están ahí, fuera del mundo, y Dios sabe de qué viven. Y siempre acabo entablando conversación con ellos. Quizás soy uno de ellos y no me doy cuenta. La verdad es que me caen bien casi todos.

Al principio tiene algo de El Quijote: dos que cruzan España, evitan Zaragoza, y se alojan en posadas. Pero uno de los personajes advierte que España en realidad se parece más a la imagen de Bruguera. No sé si ese juego quijotesco está ahí o es cosa mía…

Le tengo mucho respeto al Quijote como para usarlo de referencia. Somos nosotros, vive Dios, y por eso ese libro sigue siendo actual. Pero yo, después de haber leído manga sin parar, veo que todo lo que nos sucede y lo que somos es puro Bruguera. Nos quejamos de nuestros jefes y de nuestros compañeros y luego hacemos las mismas reverencias que Rosendo Cebolleta. Una vedette le sisa fotos a cierto anciano cazador de elefantes, y el rescate de la foto no lo empeora ni la TIA. Muertos de hambre como somos todos, no nos priva de la foto del café en el restaurante eco de moda nada ni nadie, como Don Pantuflo acude a sus clases de Filatelia y Colombofilia con chaqué. Soñamos con el Gordo como Carpanta sueña con un pollo asado (con sus rayas de olor). Somos malos y nos gusta reírnos del débil y al final nos explota en la cara, como le pasa a Doña Urraca con Caramillo. Creo que la escuela Bruguera reflejó lo más triste y esperpéntico de España, pero lo hizo con humor, desde un lugar en el que ves una risa socarrona, algo amarga quizás. Eran tebeos para niños que contenían toda la mala leche que puede caber en una revista. Y con la ventaja de que las habitaciones cambiaban de color a cada viñeta, cosa que por cierto aún no he visto en ningún montaje de Valle Inclán.

Pero es también una novela sobre una ruptura, ¿no?

Perdón por el apunte pretencioso, pero cuando leí por primera vez Romeo y Julieta una de las cosas que me llamaron la atención es que Romeo era una enamorado en serie. Vivía de la idea del enamoramiento. Es un sentimiento que genera una alegría adictiva. Es normal que alguien quiera vivir ahí para siempre, pero hay quien sabe que lo que quiere es un objeto narcisista en el que volcar su enamoramiento, y gente que no es consciente de que está repitiendo un patrón. Siempre he pensado que la magia de Romeo y Julieta es que mueren. Si no, tras montar ese cirio, probablemente Romeo se hubiera enamorado de otra. Julieta no lo sé. Alejandro y Verónica son ese tipo de personas a las que les encanta enamorarse pero que no tienen verdadero afecto por nadie, y que por eso son incapaces de tomarse en serio el milagro que viven, y el regalo que es que la gente se abra a ti.

Pensaba al leerla en Zombieland, pero no sé si la tenías en mente al escribirla…

Sé que es muy herético, pero es mi película de zombies favorita. Quizás porque es la menos angustiosa. Es un género que me gusta, pero siempre muestra a la gente seria y cabreada. Como si en un escenario apocalíptico hubiera seriedad perpetua. Por la época en la que empecé a escribir la novela me dio por buscar en YouTube “Fun in Afghanistan”. Ver a los soldados haciendo el cafre en un escenario bélico, y subiéndolo a Internet ratificó mi teoría de que podemos estar en en el mayor de los peligros, pero ni eso nos libra de ser igual de gañanes que siempre. En Zombieland el protagonista tiene colon irritable. ¡Eso es un escenario posible! Al fin.

¿Por qué es tan atractivo literariamente el escenario apocalíptico?

El ser humano es una bestia que ha aprendido a caminar. Una bestia bípeda y capaz de pensar, y por tanto enfrentada a pasiones que a veces le sobrepasan. La crueldad, la ira y la rabia son sentimientos tan innatos como el amor o como la compasión. Estamos educados para controlar los que crean el caos, pero la gente con tendencia al crueldad y a la intransigencia siempre existirá. No creo que haya mucha diferencia entre un inquisidor, un fascista, y un YouTuber que humilla a un mendigo, o entre una catequista de posguerra y alguien como Barbijaputa, por poner un caso. Son tendencias naturales que adoptan formas acorde con su tiempo. Un estado de caos te cuenta quién eres de verdad. Nos dice si somos el estraperlista, el héroe, el torturador, el cobarde, o si solo somos esa persona que quiere cuidar a los suyos. Siempre me ha dado miedo llegar a ver el momento en el que no llevamos máscaras. No solo me da miedo ver quiénes son los demás, sino también ver quién soy yo.

El asunto de la impunidad aparece también en la novela.

Lo de la impunidad es algo en lo que pienso mucho. Escribí sobre ello en Letras Libres y lo veo cada día. Como vivo sola intento comportarme en todo momento como si hubiera alguien conmigo, por no perder la compostura. Hay un caso que aparece en el capítulo que transcurre por la zona de Almería de los cultivos. El que leí era algo distinto: un hombre había atacado con un hacha a sus dos hijas (ambas con discapacidad psíquica), a su mujer y a su suegra. Solo había sobrevivido una de las hijas. Lo que parecía un crimen espantoso era un acto de piedad: la suegra era dependiente, la mujer tenía cáncer, y las dos hijas también eran dependientes. Vivían todos de su trabajo como conductor de autobús, y le habían diagnosticado un cáncer terminal, con lo que imagino que la desesperación le llevó a asesinar a su familia. Luego se tiró por el balcón. En la novela el protagonista toma una decisión sobre ese hombre. Una decisión egoísta y visceral. Algo que todos decimos que haríamos pero que no hacemos, quizás, porque vivimos en sociedad. Yo no creo que hayamos pasado a la civilización. Creo que somos la pura barbarie.

Es un poco terrible eso de que al final nunca pasa nada, ni siquiera si se acaba el mundo…

Siempre tuve claro que la verdadera tragedia de la historia era que no pasaba nada. Lo pienso desde pequeña. Hay una inundación, un incendio, un derrumbe, una pandemia… van las cámaras y lo graban. Las cámaras se marchan y el señor que estaba llorando hace un momento se seca las lágrimas y todavía tiene la casa embarrada, los pies helados, y un solo cubo para sacar todo el agua que pueda. Pero la vida sigue. El mundo se ha acabado infinidad de veces, pero nunca se acaba para todos a la vez. Y algo que pasa mucho y que creo que va a pasar cada vez más es que los vínculos son intensos pero frágiles. Y alguien a quien le has abierto tu alma de repente ya no es nada para ti, o no eres nada para esa persona. Y el saludo es poca cosa. No hay nada más descorazonador que un “me alegro de verte”. A mí me parten el corazón esas mentiras.

 

Las palmeras, Jimina Sabadú

Sevilla, Algaida, 2020, 242 pp.

 

 

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(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).


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