A base de cantidad y sobre todo de calidad, el relato de duelo se ha convertido en uno de los principales subgéneros de la literatura latinoamericana de este siglo. De Canción de tumba, del mexicano Julián Herbert, a Lo que no tiene nombre, de la colombiana Piedad Bonnett, se han escrito excelentes libros que exploran la muerte concreta y real de un ser querido, de la madre al hijo, como sucede respectivamente en los textos citados. Esta variante de la literatura autobiográfica, que transita entre el ensayo y la narración, permite reflexionar y contar los aspectos más esenciales de la vida y de la muerte escapando de la solemnidad, gracias al retrato íntimo de la persona que muere, cuya agonía siempre sirve de hilo conductor.
Podría reprocharse que todos los relatos de duelo se parecen, y es verdad, tan verdad como sucede en cualquier género literario: en toda novela policiaca hay un detective, los cuentos de terror siempre ocultan un monstruo y no hay crónica de viajes sin desplazamiento. De modo similar, en el relato de duelo una persona destrozada recapitula la vida y narra la muerte de un ser querido, con el propósito de entenderlo y de rescatar algo, al menos unas palabras, de lo ido. Son esas palabras, precisamente, las que diferencian a los mejores relatos de duelo, pues, parafraseando a Tolstói, la felicidad es siempre igual, pero cada tristeza es diferente.
Ave Barrera (Guadalajara, 1980) es consciente de las reglas y de los riesgos del género al que se vuelca de lleno. De hecho, una de las muchas virtudes que tiene su literatura es cómo dialoga con escrituras previas. Restauración –su anterior libro, una maravillosa novela de terror– puede ser leída como una venganza contra Farabeuf y en general contra la obra de Salvador Elizondo, cuyo malditismo impostado y elogio de la crueldad son llamados a cuentas. En Notas desde el interior de la ballena el ejercicio de relectura es opuesto: no hay reproche a un corpus previo, sino reconocimiento, en todos los sentidos del término. Así, a lo largo del texto, aparecen citas de escritoras tan diversas como María Malusardi, Annie Ernaux, María Negroni o Brenda Ríos sobre la relación con su respectiva madre y sobre su muerte. De esta forma, Barrera recuerda que una de las esencias de la literatura es que trata sobre experiencias transferibles y compartidas, pero también únicas e irrepetibles. Hay muchas coincidencias con lo que otras hijas han escrito sobre la figura materna, pero el relato también plantea aspectos diferentes. La estructura asentada del género relato de duelo se aprovecha, así, para decir algo distinto, o, dicho de otra forma, consigue un equilibrio entre la comunión y la singularidad.
El libro de Barrera intercala de manera fragmentaria tres tiempos narrativos –los de la larga agonía, los que siguieron a la muerte y la remembranza de los años que madre e hija compartieron– para trazar el perfil de una mujer y también de una familia. No obstante, a pesar de que los hechos son claros, de que no hay ningún misterio que resolver y de que en la familia cuya historia se narra no hay secretos dramáticos, el relato está permeado de una incertidumbre que justifica su escritura misma. Ave Barrera escribe para entender la relación con su madre, pero a medida que el relato avanza las preguntas se vuelven más amplias y profundas; escribe para buscar una reconciliación, pero los motivos de la separación cobran fuerza a medida que se enuncian, y escribe para conocerla, pero conforme la describe, su esencia resulta cada vez más enigmática y contradictoria. Las certezas tampoco llegan en lo que respecta a lo que la hija siente, como ella misma, con cierta impotencia, reconoce: “No es esa nostalgia la que me mueve a escribir estas notas. Es algo distinto, es el desconcierto de sentir en un mismo cuerpo el amor más desaforado a la par que un odio estúpido y pueril, hacia mí, hacia ella, hacia eso que fuimos cuando estuvimos juntas.”
A pesar del carácter fragmentario del libro –o quizás gracias a él, pues privilegia la evocación y la metáfora sobre el detalle y la literalidad–, Barrera consigue delinear la personalidad de su madre, cuya oposición con algunas de sus decisiones de vida resulta desconcertante. María Elena, una mujer inteligente, ambiciosa y soñadora, que abandonó su pequeño pueblo para ir a estudiar medicina a Guadalajara en condiciones precarias, una vez casada, presionada tanto por su esposo como por sus maestros, decide de pronto abandonar sus estudios ya especializados en medicina para dedicarse a su hogar. Sobra aclarar que esta elección de ninguna manera constituye una rareza, sino que refleja la experiencia colectiva de muchísimas mujeres mexicanas que, con una libertad muy acotada en el mejor de los casos, tomaron el mismo camino. A ello hay que agregar la conversión del matrimonio –precipitada y casi instantánea– a los Testigos de Jehová, religión que profesó puntillosamente toda su vida. En pocos años, entonces, una mujer con inquietudes científicas y una carrera profesional renuncia a ellas a cambio de la tranquilidad del rito y el dogma, tanto el de Dios como el del hogar.
Estas renuncias marcarán la vida de María Elena, y el lector nunca sabrá a ciencia cierta si se arrepintió de ellas o si siempre estuvo convencida de que hizo tanto lo que creyó correcto como lo que quería. De lo que no cabe duda es de que asumió dichas conversiones con todas sus consecuencias, pues Ave Barrera –autora y narradora– creció en una casa en la que se vivía estrictamente bajo las reglas de Jehová, lo que para la niña era normal. Este perfecto orden, no obstante, se quiebra en el momento en que, ya adolescente, en el centro de Guadalajara, entra por casualidad a una biblioteca y descubre la literatura, esa otra realidad que representaba todo lo opuesto a la que le ofrecía la religión, y experimenta su propia conversión. A partir de ese momento en que el mundo y el cuerpo se convierten en un territorio de asombro y no de pecado, se subvierte el orden del hogar y la hija parte y vuelve, estudia literatura contra el deseo de sus padres y acaba yéndose para siempre de Guadalajara para dedicarse a su carrera como editora y escritora.
El contraste entre las vidas y las decisiones de madre e hija no puede ser más patente, y el lector nunca sabe de cierto si detrás del reproche de María Elena por la conducta de su hija –que ella vio como una traición– no hay también un secreto orgullo por verla convertirse en quien quería ser. La literatura, tanto la que leemos en Notas desde el interior de la ballena como la que transformó inesperadamente la vida de Ave Barrera, se revela como una manera de alcanzar la libertad, pero también como una condena que impone el alejamiento con algunos seres queridos y el abandono de muchas certezas. Es en estos conflictos y pérdidas y en estas preguntas, contrapuntos y paradojas donde el libro brilla más, siempre de manera dolorosa y feliz, como lo exige la conquista de la libertad. Porque hablamos, sí, de un relato de duelo, pero también de cómo se construye la libertad gracias y a pesar de los otros, en este caso, de la madre. ~