Los demonios, de Fiodor Dostoievski

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Serguéi Gennádevich Necháiev (1847-1882) murió prisionero en la fortaleza de Pedro y Pablo tras protagonizar la carrera terrorista más escalofriante del populismo ruso. Bakunin, que lo había acogido en el exilio suizo, renegó de Necháiev, francamente espantado, una vez que este último publicó el Catecismo del revolucionario (1869), cuyo célebre primer párrafo decía: "El revolucionario es un hombre perdido. No tiene intereses propios, ni causas propias, ni sentimientos, ni hábitos, ni propiedades; no tiene ni siquiera un nombre. Todo en él está absorbido por un único y exclusivo interés, por un solo pensamiento, por una sola pasión: la revolución."1
     El caso Necháiev escandalizó a los socialistas y anarquistas europeos, enlodando la admirada causa de los rebeldes rusos. Reclutado entre el llamado "proletariado del pensamiento", la franja más miserable del estudiantado pobre de Moscú y San Petersburgo, el grupúsculo de Necháiev  se llamaba La venganza del pueblo, aunque pasó a la historia por un ajuste de cuentas criminal. Necháiev  —no sabemos si con razón o sin ella— creía que Iván Ivanóvich Ivanov, su lugarteniente, estaba a punto de delatarlos. Señalado como traidor, Ivanov fue asesinado por Necháiev y cuatro de sus socios, quienes, previo tiro de gracia, lo arrojaron amarrado a un estanque donde lo encontró la policía. La escena aparece, apenas transfigurada, como uno de los nudos argumentales de Los demonios (1872) de Dostoievski.
     Necháiev  fue arrestado en Suiza cuando la novela de Dostoievski salía a la luz, y durante su década como prisionero el terrorista logró seducir a los soldados que lo custodiaban, quienes estuvieron a punto de facilitar su fuga. Pero el 13 de marzo de 1881 el zar Alejandro II fue asesinado por los terroristas y ese éxito privó a Necháiev de su liberación. Dostoievski había muerto un mes antes.
     Dostoievski, cuando ocurrió el asesinato de Ivanov en 1869, ya había comenzado la escritura de Los demonios, su gran novela sobre el nihilismo, otro ajuste de cuentas. Con ese libro, Dostoievski hacía explícita su ruptura con el liberalismo de su propia generación, que, al dar la espalda a la Rusia del trono y del altar, habría engendrado a la joven generación terrorista. Los demonios era la respuesta a Padres e hijos (1862), la novela de Turguéniev cuya ambigüedad permitía que fuese utilizada a favor o en contra del nihilismo, el fenómeno que había bautizado. Joseph Frank, tras leer con su habitual minucia la prensa de la época, afirma que los terroristas dostoievskianos se parecen demasiado a las personalidades radicales que los inspiraron como para seguir asegurando que eran, tan sólo, una caricatura.2
     J. M. Coetzee dedicó una novela (El maestro de Petersburgo, 1994) a la relación imaginaria entre Dostoievski y Necháiev. En la ficción de Coetzee, Ivanov, el estudiante asesinado, es el hijo adoptivo de Dostoievski, quien viaja clandestinamente a San Petersburgo para indagar su muerte y acabar topándose con el demiurgo Necháiev, quien pretenderá ponerlo al servicio de la causa. La parábola de Coetzee ilustra con genio lo que Dostoievski se jugaba al escribir Los demonios, un panfleto político transformado en una profecía sobre el destino de Rusia y del alma revolucionaria durante el siglo XX.
     Los demonios, como dice el crítico ruso Viatcheslav Ivanov, demuestra que en una novela de Dostoievski ningún detalle es superfluo, como ninguna pieza sobra en la Ilíada, pues el novelista desarrolló una épica revestida con las formas de la tragedia religiosa. Los demonios es, para V. Ivanov, un libro fáustico: Verhovenski, trasunto de Necháiev, es un Mefistófeles, mientras que Stavogrin es un Fausto que rechaza la posibilidad de salvación.3
     Entre ambos polos, Los demonios es un campo magnético donde siguen batallando las fuerzas más poderosas de la mente moderna: la fe y la incredulidad, la ideología y la religión, el fin y los medios, la razón y su consecuencia extrema, el fanatismo. Y tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, la figura del terrorista regresó para adueñarse, teatral y todopoderosa, de nuestro imaginario. Las preguntas son obvias: ¿en qué medida los pilotos suicidas de Al Qaeda son la última transmigración de los posesos dostoievskianos? ¿Bin Laden es un avatar de Necháiev?
     Mi primera reacción fue rehuir el paralelo, obviando las abismales diferencias históricas y tecnológicas para detenerme en la distancia moral que separa a los fanáticos islámicos de aquellos terroristas rusos. Estos últimos concitaron la admiración filosófica de Camus (El hombre rebelde, 1951), pues no sólo cambiaban su vida por otra sino que, al debatir el fin y los medios, se preguntaron si era lícito atentar contra el zar a riesgo de matar a sus inocentes hijos, discusión impensable en un antro de Al Qaeda. Esta diferencia debe explicarse en función de la historia del nihilismo ruso —que, como lo comprobó Dostoievski y más tarde sus exégetas como Berdiáiev y V. Ivanov— fue un ateísmo radical que acabó por vivir esa negación de Dios como un fanatismo religioso.
     El discurso del suicida Kirillov en Los demonios presenta a los nihilistas, aun caricaturizados, como víctimas de una densa dialéctica donde la creencia y la incredulidad son dos caras de una misma moneda; sus atormentados debates provienen de la tradición filosófica judeocristiana, que Dostoievski llevó a una zona dramática absolutamente nueva. En el sentido político, Camus tiene razón y los herederos legítimos del nihilismo son los bolcheviques. Al comunismo ruso se le puede acusar de muchas cosas, menos de haber llegado al poder (y al terror de Estado) sin el precedente de una larga discusión política nutrida, como lo indicó Marx, del socialismo francés, de la economía política inglesa y de la filosofía alemana. Lenin potenció el brebaje con la herencia populista, de la que se sentía discretamente orgulloso, tanto por su hermano Alexandr Ulianov, como por Tkachev, el jacobino que sucedió a Necháiev en la escena. Y de manera involuntaria, el basto Necháiev  legó a los fascismos esa combinación tan panfletaria como eficaz entre Bakunin y Nietzsche que hizo del superhombre el fin que justifica los medios.
     Salvo por los métodos suicidas y la fe ciega, nada parece emparentar el nihilismo ruso con el actual fundamentalismo islámico. Empero, una vez que las biografías de los terroristas de Al Qaeda van siendo reconstruidas, el paralelo con Los demonios reaparece de manera inquietante. La vida que llevaron Mohammed Atta y sus secuaces antes de los atentados, en Saudiarabia o en los Estados Unidos, recuerda más al "proletariado del pensamiento" de la Rusia de 1869 que a las torvas milicias talibanes que los acogían en Afganistán. Como los terroristas rusos, los militantes de Al Qaeda se nutrieron de los valores técnicos y educativos del Satán a quien pretenden destruir. En sus desplazamientos por hoteles y aeropuertos de la Florida o de la Costa Brava dejaron numerosas muestras de sardónica desfachatez dostoievskiana, donde blasfemias contra el islam —como beber vodka— aparecen mezcladas con esa locura sacrificial propia de Stavogrin y de Verhovenski. Y si este par de creaturas novelescas son una caricatura del verdadero Necháiev, lo mismo puede decirse de los imitadores de los suicidas del 11 de septiembre que, como aquel viajero de Air France con una carga explosiva en los zapatos, oscilan entre el horror y el simulacro. En toda posesión política o religiosa, como lo descubrió Dostoievski en Los demonios, hay algo profundamente patético. Entre el peor de los crímenes y el más sonoro de los ridículos hay sólo un paso.
     Acaso esas formas descubiertas por Dostoievski sean comunes al arquetipo (y a la profesión) del conspirador. Pero comentaristas como Ian Buruma y Amos Oz han planteado el paralelo de manera directa: los terroristas de Al Qaeda son más hijos del nihilismo occidental que de las herejías musulmanas. Así como Necháiev es un hijo adulterino de Hegel, Atta lo sería de Hollywood, y entre este último y aquel que voló el edificio federal de Oklahoma no habría mayor diferencia. Hablando de Israel, por ejemplo, el novelista israelí Oz sostiene que entre los suicidas palestinos el componente religioso es mínimo, siendo su perfil semejante —eso lo digo yo— al retratado por Dostoievski: junto a la pobreza y la desesperación, la violencia aparece como el único vínculo comunitario que, en nombre de la causa, deviene en nihilismo, negación de todos los valores. Otros analistas del islam completarían la tesis argumentando que el martirio que busca una recompensa en el paraíso es sólo una posibilidad coránica antes que una constante histórica en la historia musulmana.
     En este punto quisiera detenerme. Creer en Al Qaeda como un resultado del nihilismo europeo y americano, nuestro escorpión que se pisa la cola, tiene mucho del proverbial racismo invertido con el que Occidente se autoinculpa de todos los males ocurridos entre los supuestos condenados de la tierra, esta vez encabezados por Bin Laden, multimillonario saudí, a quien el demonio del dinero convirtió en un asesino. Incluso podría decirse que la hipótesis es el colmo del eurocentrismo, pues despojaría al islam, el más retardatario de los monoteísmos, hasta de la posibilidad de generar una forma endógena de integrismo. Pero confieso que, una vez releídos Los demonios, nada me parece más dostoievskiano que el terrorista que ingresa a una escuela de pilotos y hace ostensible su desinterés en aprender cómo aterrizar. Ese ejemplo habría complacido a Dostoievski como definición del nihilismo. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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