En una de sus fábulas, Augusto Monterroso habla del mono que quiso ser escritor satírico. Como tenía buena pluma, las revistas lo buscaron, los lectores lo leyeron y las editoriales le hicieron alguna propuesta, con la mala suerte de que también empezó a frecuentar los brindis de escritores, aceptó ir a cenas con el rector y los académicos, y hasta le llamaban por teléfono los empresarios, porque los hacía reír. Un día se dio cuenta de que ya no podía hacer burla de sus nuevos amigos en el minúsculo mundo literario nacional, ni de los académicos, que dejarían de invitarlo a las mesas redondas, ni de los ricachones y sus familias, porque se acabarían las cenas elegantes y los restaurantes caros, de manera que ahí terminó su carrera como escritor satírico. No recuerdo cómo termina la fábula, pero seguro el mono se doctoró con una tesis de semiótica o algo por el estilo, tan esotérica y sesuda que no corría el riesgo de ofender a nadie.
No es que falte talento en las letras nacionales. Habrá siete u ocho escritores en cada generación que podrían ejercer la sátira. El problema es que ninguno se anima a pagar el precio: tienes que estar dispuesto a que todos te odien. Eso no parece quitarle el sueño a Guillermo Sheridan. Con un guiño de cursilería, a García Márquez le gustaba decir “escribo para que me quieran”, a lo cual Sheridan podría responder con un guiño de altanería: “escribo para que me odien”. Hay una relación directa entre ser uno de los autores más odiados de México y ser prácticamente el único escritor satírico de las últimas décadas. Aquí habrá algún lector que saltará y me dirá que Sheridan tiene sus defensores. Es cierto, los hay, pero unos, como José Emilio Pacheco y David Huerta, tienen la desventaja de estar muertos, y los demás son gente retrógrada que todavía cree en quimeras como la democracia liberal, la división de poderes, la transparencia en la vida pública, la honestidad académica y otras antiguallas por el estilo.
El mono se va suavizando, se civiliza, aprende buenas maneras. El que no se sosiega no brilla en sociedad. Esto tampoco es problema para Sheridan, un tipo muy peleonero, que ni con los años se aplaca. Cuando recibió un premio por sus crónicas periodísticas en la FIL de Guadalajara, dijo que el periodismo era francamente una lata y que esas crónicas por las que recibía el homenaje las escribía como con la mano izquierda, en sus ratos libres, y que si había algo en verdad corrosivo no era la prosa de sus artículos sino la realidad diaria con que se enfrentan los mexicanos.
Como la sátira es de suyo polémica, y donde hay pleito se arriman los mirones, la gente conoce a Sheridan por su labor disolvente y de reducción al absurdo, esa que lleva años ejerciendo en publicaciones periódicas, y no tanto por su trabajo constructivo y de servicio a los lectores: anotar diarios de Tablada, editar correspondencia de López Velarde y contar su vida, reunir la obra poética de Gorostiza, publicar ensayos sobre Owen, rescatar la narrativa de los Contemporáneos, recuperar crónicas de juventud de Huerta y artículos de madurez de Ibargüengoitia, estudiar revistas literarias, documentar la trayectoria vital y poética de Paz, en fin, sumarse a los críticos que contribuyen a comprender mejor el panorama de la literatura mexicana del siglo XX.
A veces los divertimentos de la mano izquierda nos muestran rasgos significativos en la obra de un autor, precisamente porque se escriben con mayor desenfado y libertad. A las crónicas de Sheridan debe sumarse su novela satírica El dedo de oro, publicada originalmente en 1996 y de nuevo ahora, en 2024, en una versión muy mejorada: actualizada, pulida, reorganizada y, vale suponer, definitiva. Montada sobre una imaginación que roza el delirio, la novela de Sheridan se ocupa del sistema político mexicano y su ideología, el nacionalismo revolucionario. No es de extrañar que de vez en cuando la mano rigurosa y la mano rijosa se comuniquen: en su labor como crítico literario (mano derecha), Sheridan ha dedicado muchas páginas a estudiar la simbología y la retórica del nacionalismo vernáculo, y en esta novela (mano izquierda) ofrece a los lectores la versión cómica –estrambótica, deformada– de aquellos símbolos y aquella retórica que de por sí se hallan cercanos a la caricatura. Despliegue narrativo de un muralismo bufo, El dedo de oro se cuenta entre lo más soez, grotesco y desternillante de la narrativa mexicana.
Los relámpagos de agosto es una novela del origen: los generales rateros de Ibargüengoitia están todavía metidos en el ajo de la revolución, y ahí está en ciernes la podredumbre que iba a carcomer la política nacional. El dedo de oro se va al otro extremo en la línea del tiempo y nos entrega la apoteosis tecno-futurista del sistema, en el entendido, como decía Gabriel Zaid, de que la corrupción no es una característica del sistema político mexicano, es el sistema.
El protagonista es un muy poco disfrazado líder vitalicio del movimiento obrero, Fidel Velázquez, que en la novela se llama Hugo Atenor Fierro Ferráez, resucitado por la ciencia médica y la ingeniería, un político de más de ciento veinte años que acumula toda la sabiduría y trapacería de los presidentes de México y algunos de sus tics verbales. Los presidentes duran un sexenio, pero el sistema, encarnado en Fierro Ferráez, parece no tener fin. “Nuestra meta será siempre un futuro promisorio”, reza su lema. La novela comienza cuando el Eterno, el Líder Vital y Vitalicio, sufre un síncope y va a dar al hospital. El lector será testigo de las chambonerías de sus plausibles sucesores, la sagacidad de su secretaria, Catita Borceguí, la historia de amor entre Sólida Soleil y el Pelón Ochoterena, y la persecución de un talismán en cuya posesión parece fundarse el poder omnímodo.
En el aspecto formal, el recurso primario de esta novela es la acumulación y la hipérbole. La narración se desparrama por todos lados, como las papadas incontables sobre el cuello inexistente del Líder Nato, y en cada enumeración el autor se da el gusto de no ponerse límites. El dedo de oro es el libro más rabelesiano de la literatura cómica mexicana, y, según ocurre también leyendo las aventuras pantagruélicas, la acumulación como recurso puede volverse abrumadora, pero quienes avanzan en sus páginas reciben la recompensa de la risa.
La descripción física de los personajes según su semejanza con vertebrados, invertebrados y moluscos es uno de los rasgos notables y despiadados de esta novela. Alguien podría explotar dicha veta para elaborar un bonito zoológico de la injuria. Y luego están los diálogos. Hace dos o tres décadas, era un lugar común decir que el escritor Ricardo Garibay tenía gran oído para el diálogo callejero, y Vicente Leñero lamentaba que su amigo nunca se hubiese animado a escribir teatro. Invito al lector a poner en google las palabras “sheridan letras libres el popot”, o aquel entremés en que Sheridan supo retratar al vuelo a dos poetas uruguayos: “En una cafetería en Austin”. Con ese par de antecedentes y la lectura de esta novela en donde hablan políticos y guaruras, campeones olímpicos y vedettes, médicos y periodistas, tal vez logre encontrar a tres o cuatro lectores que concuerden conmigo en que Sheridan es el nuevo Garibay. Claro que el buen oído por sí mismo no garantiza nada, pero si el narrador es ducho, en ese oído fundará los cimientos de la parodia y nos hará reír ante la recreación del lenguaje coloquial, pocas veces codificado sobre la página. Además del lenguaje vivo de la coloquialidad, Sheridan nos entrega el blablablá muerto de la consigna política, como si los aspirantes al poder fuesen incapaces de hablar excepto en la verba demagógica de la que están hechos sus discursos.
Por último, ya que me he permitido interpelar un par de veces al lector en esta reseña, quiero pedirle que se asome a sus recuerdos de la secundaria o la preparatoria en busca de un personaje memorable por su desvergonzado sentido del humor. Acaso todos tuvimos un compañero o una compañera que soltaba los comentarios más guarros e irreverentes, comentarios que lo hacían a uno pensar, “Se pasó de la raya, eso no se dice”, y sin embargo nos hacían reír a carcajadas, como a pesar de nosotros mismos y de nuestro elevado sentido de la decencia, lo cual le daba cuerda al individuo para seguir profiriendo sandeces soeces. Tal vez aquella risa malgré-nous provenga del acercamiento a una verdad incómoda, de un lugar al que suele ser preferible no asomarse. Pues he aquí que, en el caso particular que nos ocupa, el compañero creció, se aficionó a la poesía de Novalis y Apollinaire, se adueñó del diccionario, escribió una veintena de libros, se hizo miembro de número de la Academia de la Lengua, y siguió tan campante diciendo las barbaridades que el superego reprueba y el inconsciente celebra mediante la risa. ~
es ensayista y narrador. Recientemente publicó la novela No soy tan zen (Almadía, 2022).