I
Tengo una foto de mi madre, mi hermana y yo, tomada cuando yo tenía unos cuatro años y mi madre andaba por los treinta y dos. Mi hermana y yo estamos de pie en lo que debe de ser la acera de nuestra casa, frente a un set, y mi madre está agachada en el centro con un brazo alrededor de cada uno de nosotros. Debe de ser primavera, porque llevo pantalón corto y camisa de manga larga, abotonada, quizás como una concesión a la propiedad, hasta el cuello. Mi hermana, que tenía por entonces dos años y medio, viste una chaquetita que le llega apenas sobre las rodillas. Las mangas son demasiado grandes. Debe de ser mediodía o alrededor de mediodía; nuestra sombra común está directamente debajo de nosotros. El cabello de mi madre es oscuro, y ella sonríe. La luz se derrama sobre su frente y baña sus mejillas por lo alto, un trozo de luz se posa a un lado de su barbilla. La luz cae del mismo modo sobre la cara de mi hermana y la mía. Y los ojos de los tres están sombreados precisamente de la misma manera. He mirado y vuelto a mirar esta foto, y siempre he sentido un profundo e inexplicable asalto de tristeza. ¿Es porque mi madre, que nos abraza y una de cuyas manos estrecho, ya está muerta? ¿O es porque se ve tan joven, tan contenta, tan orgullosa de sus niños? ¿Es porque los tres estamos momentáneamente unidos por el modo en que la luz se distribuye de idénticas maneras sobre nuestras caras, enlazádonos, proclamando nuestra unidad por un instante en el pasado que fue nuestro y que nadie puede ahora compartir? ¿O es sencillamente porque nos vemos un poco anticuados? ¿O porque cualquier cosa que hayamos sido entonces nos remueve el corazón meramente por haber quedado atrás? Creo que todas estas son buenas razones para sentirte triste, y pueden dar cuenta en parte de mi sentimiento, pero hay algo más a lo que soy sensible. Es la presencia del fotógrafo. Es por él por quien los tres de la fotografía aparecemos tan vigorosamente animados. Por él, mi madre se permite aparecer tan espontáneamente presente, mostrar un aspecto de sí misma desahogado de toda contención, de toda señal de pesar. Y hacia él me inclino, hacia él quiero correr. No es ser fotografiado lo importante para mí, es quién toma la foto. Pero ¿quién era él? Debe de haber sido mi padre, me digo una y otra vez, mi padre que, por esos días, parecía estar siempre ausente, siempre de viaje, vendiendo servicios informativos a los diarios de los pueblitos de Pennsylvania. Por esto, lo que me pone triste no es que haya sido un momento de ternura que nunca volverá. Es que el más intensamente presente no esté en la foto pero exista conjeturalmente como una ausencia. Algo más que me conmueve de esta fotografía es lo bien que representa el momento en que fue tomada. Como la infancia misma, es inocente respecto del futuro. Siento una enorme compasión por el niño que fui, y me siento culpable de que su retrato le sea presentado años más tarde a él como persona mayor; existí en aquel momento no para mi mirada de hoy, sino para el fotógrafo en el instante de la fotografía. En otras palabras, yo no estaba posando. No podría haberlo hecho, pues no podía anticipar un futuro para ese momento; vivía, como casi todos los niños, en un perpetuo presente. Podía estarme quieto, pero posar no. Y en mi estarme quieto, manifiesto un ansia tremenda por liberarme, por abrazarme a mi padre, que está en ninguna parte en la foto.
II
Tengo otra foto de mi madre, tomada cuando tenía veinticuatro años. Está sentada con su madre en una playa en Miami. Ninguna de las dos está en traje de baño. Mi abuela lleva un suéter sobre su blusa y una falda, mi madre lleva una oscura prenda cualquiera. En el fondo, un salvavidas está sentado al lado de un mirador de madera con toldo de lona. Mi madre mira fijamente al lente, como obedeciendo en ese instante la indicación del fotógrafo de mirar a la cámara. ¿Por qué es tan triste esa foto? Mi madre se ve más hermosa que nunca. Y está sonriendo. Incluso su madre, acerca de quien siempre oí que la felicidad era imposible de lograr, parece contenta. ¿Entonces? Es otro caso del personaje ausente. Y en esta foto soy yo el que falta. Todavía no había nacido, ni había sido concebido, ni mi madre había conocido siquiera a mi padre. Que mi madre estuviera felizmente viva a pesar de mi ausencia no es motivo de asombro, pero sí es algo que en cierta forma dirige un reparo a mi persona, y parece poner en duda mi propia importancia. Después de todo, la conocí exclusivamente en relación conmigo, por lo que hay un aspecto de mí que se siente desplazado, e incluso celoso. Y hay otra cosa, además. No la veo como a mi madre, sino como a una hermosa mujer joven, y pienso para mis adentros cómo me hubiera gustado entonces. Quizás le hubiera yo gustado, y ella a mí. Podríamos incluso haber sido amantes. La imposibilidad de ese contacto erótico es lo que resulta entristecedor. ¿No es una manera de recuperarla, de querer reclamarla enteramente para mí? Fantaseo con vivir antes de haber nacido. Qué desesperanza. Uno se enfrenta a la ausencia de sí, y una pérdida tal carece de dulzura, pues es absoluta, pues no hay corrección posible, uno no puede reescribir el guion de su vida cuando estaba vivo. Mi madre mira, así, a la cámara que probablemente su padre sostenía. Sonríe encantadoramente. Es en ese momento un ser confiado. El día es soleado, sin nubes en Miami. Pero cincuenta y ocho años después una sombra se cierne sobre ese momento de brillantez, de equilibrio familiar. Soy yo, es el futuro, sufriendo una terrible, inextirpable exclusión. ~
Traducción de Jaime Moreno Villarreal.