Hacia el final de El joven Lincoln (1939), obra mayor dirigida por John Ford acerca de los primeros pasos profesionales de un “picapleitos” pueblerino llamada Abraham Lincoln, el melancólico y solitario abogado interpretado por un perfecto Henry Fonda decide abandonar el pequeño poblado en el que nació, debido a una tragedia personal (la muerte de su novia) que lo empuja a buscar otros derroteros. Antes de esta decisión, hemos visto de qué madera está hecho el futuro prócer: un hombre sencillo con una autoridad innata que no tiene más armas que su palabra ni más poder que el sentido común con el que triunfa en la rústica corte pueblerina. Hacia el desenlace de este clásico populista, el joven Lincoln del título se dirige hacia un tormentoso firmamento –el cielo está cerrado y oscuro– que prefigura su turbulenta carrera política, su arribo a la Casa Blanca y la traumática pero necesaria Guerra civil. Lincoln ya está preparado para cumplir su destino.
Hacia el inicio de El joven Juárez (1954), hierático filme dirigido por el competente artesano Emilio Gómez Muriel y escrito por el político e historiador revolucionario José Mancisidor, un Benito Juárez infantil recibe sin parpadear los reatazos que le propina su atrabiliario tío Bernardino (Manuel Dondé, ni mandado hacer para estos papeles) porque al pobre chamaco huérfano se le perdió una ovejita. El niño Juárez aguanta los golpes sin llorar, sin quejarse y, por supuesto, sin correr. El tío, desesperado por la falta de respuesta del sobrino en inalterable posición de firmes, solo alcanza a gritarle al niño: “¡Terco, terco, terco!”. Al espectador, al presenciar la escena, no le queda más que aplaudir la temprana reciedumbre de Don Benito desde que era chiquito: a este indio no lo van a doblar jamás. Que se cuiden los conservadores y Maximiliano, ¡y que viva México!
Por supuesto, las biopics “juveniles” de los grandes próceres funcionan de esta manera: se trata de señalar el momento en el que el futuro héroe demuestra tempranamente su carácter y define su histórico destino. Pero ¿qué pasa si el protagonista está muy lejano de representar grandes valores? ¿Cómo relatar el origen de un monstruo? La estrategia es similar: en Max(2002), arriesgada ficción histórica dirigida por el holandés Menno Meyjes, el Max del título (John Cusack), un joven judío veterano de la Gran guerra y fallido artista sin talento, abre una galería de arte en el Múnich de 1918, donde se encuentra a otro joven veterano de guerra, también interesado en el arte, también sin mucho talento, llamado Adolf y apellidado Hitler. La interacción entre ese sofisticado ricachón y bon vivant de la República de Weimar y el resentido y solitario cabo Hitler (Noah Taylor) es el centro argumental de un fascinante estudio de la personalidad del futuro führer. Uno identifica el huevo de la serpiente nazi no solo en los calculados manierismos con que Taylor interpreta a Hitler, sino en la manera en la que se muestra cómo fue adquiriendo sus ideas –más bien, prejuicios– en la derruida Alemania de entreguerras.
En El aprendiz (Canadá-Dinamarca-Irlanda, 2024), el ascendente cineasta danés de origen iraní Ali Abbasi (Criaturas fronterizas, 2018; Araña sagrada, 2022) tuvo un reto similar: cómo presentar dramáticamente el origen de un monstruo muy conocido y contemporáneo sin justificarlo, pero tampoco caricaturizarlo. Se trata de entenderlo y de aprehender la raíz de sus patologías personales porque, a final de cuentas, si el susodicho monstruo es reelegido y llega a despachar de nuevo en la Casa Blanca, esto reflejaría que esos vicios son compartidos por todo un país o, al menos, por una parte significativa de este.
El aprendiz inicia en el Nueva York de los años 70, cuando un inseguro y trastabillante Donald Trump (Sebastian Stan) cobra la renta de los departamentos de cuarta de su familia y recibe en el proceso rechazos, insultos, empujones y hasta baños de bacinica. El Trump de esos primeros años, aplastado y reprimido hijo de su inapelable papá autoritario (Martin Donovan) no es más que una especie de señor Barriga gringo y rubio. Pero he aquí que una noche Trump ve a lo lejos, en otra mesa de cierto exclusivo club fifí, al legendario abogado anticomunista Roy Cohn (Jeremy Strong), al que se acerca para pedirle asesoría, pues el consorcio familiar ha sido demandado por el Estado debido a sus evidentes políticas racistas, que niegan el alquiler de sus departamentos a ciudadanos afroamericanos. Cohn simpatiza de inmediato con el tímido joven Trump, al grado de terminar casi adoptándolo para convertirlo en el hijo que Cohn, un gay públicamente enclosetado, nunca tuvo.
El guion escrito por Gabriel Sherman nos brinda, por supuesto, el inevitable momento eureka en el que nos damos cuenta de qué manera empezó a forjarse el Trump que todos conocemos y padecemos, cuando el aprendiz del título escucha las tres reglas elementales que le enseña Cohn: 1) Ataca, ataca, ataca; 2) Niega todo, admite nada y 3) Nunca digas que perdiste. Vaya que Trump las aprendió bien, pues se trata del librito con el que presidente 45º de Estados Unidos ha negado una y otra vez que perdió la pasada elección, mientras sigue atacando en todo momento a sus oponentes, sin admitir jamás un solo error.
Argumentalmente, la película está construida a través de dos líneas paralelas que hacia la mitad se cruzan. Si al inicio del filme, ubicado en los albores de los 70, vemos al inseguro Trump aprender el modus operandi gansteril de su papá adoptivo Cohn, cuando llegamos a la siguiente década, en los 80, con la Trump Tower recién inaugurada y los primeros casinos de Trump abiertos, el balance de poder ha cambiado de posición. Vemos ya al Donald Trump que todos conocemos, el de los titulares, las entrevistas polémicas, las apariciones televisivas, mientras un Cohn enfermo y abandonado muestra su desamparo y hasta su fragilidad física y moral. Abassi y sus dos actores protagónicos logran humanizar genuinamente a sus respectivos monstruos, que al final de cuentas no son más que un par de jugadores profesionales de un sistema político y empresarial definido por el propio Cohn como “un país de hombres, no de leyes”, cual puesta al día del cínico apotegma con el que finaliza el espléndido neo noir Mátalos suavemente (Dominik, 2012): “Estados Unidos no es un país, es un negocio”. Y en este negocio, agregaría el Donald Trump de los 80, el Donald Trump de ahora, solo hay dos tipos de personas: los ganadores y los perdedores.
Esta Nueva York del origen trumpista, reconstruida a través de la nerviosa cámara de Kasper Tuxen y el impecable diseño de producción de Aleksandra Marinkovich, se nos presenta como una ciudad caótica y vibrante, una extensión de la decadente Gran Manzana de Cowboy de medianoche (Schlesinger, 1969), entre Taxi driver (Scorsese 1976) y Las calles del infierno (Petrie, 1981), con todo y “Yes sir, I can boogie” a todo volumen como pegajosa música de fondo. Abbasi ha pasado una prueba complicada: ha mostrado como se incubó el trumpista huevo de la serpiente sin caer en la caricaturización de un personaje tan fácil de imitar y hasta de ridiculizar. Lo ha humanizado no para que simpaticemos con él, sino para entender el origen de su muy reconocible sociopatía, es decir, de sus inseguridades y su narcisismo. Y, por ende, lo que significa que una parte muy significativa del electorado gringo esté dispuesta a elegirlo, otra vez, como presidente.
Esto me lleva, de nuevo, a Max, la ya mencionada ficción biográfica hitleriana: ¿qué habría pasado si el inseguro cabo Hitler hubiera triunfado como artista? ¿Habría sido suficiente para dejar sus obsesiones políticas de lado? En este mismo sentido, ¿qué habría sido de un Donald Trump que hubiera sido criado con cuidado, amor y respeto dentro de una familia cariñosa? Ah, las ucronías. Lo cierto es que, por desgracia, eso no sucedió y Trump pasó de crecer bajo la sombra de un padre detestable a ser adoptado por un padre mucho peor. O sea, un auténtico junior tóxico y por partida doble. No acepte imitaciones. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.