En un Estado laico –explica con meridiana claridad Fernando Savater en La vida eterna–, cuando la moral religiosa y la ley entran en disputa, debe imperar siempre la ley, que es para todos los ciudadanos, independientemente de su credo. El Estado laico garantiza la libertad de creencias, pero también la libertad de no creer, y confina los valores religiosos al ámbito de lo privado, y esto siempre y cuando no infrinjan la ley: por ejemplo, no se les puede pegar a las mujeres, aunque una lectura ortodoxa del Corán lo acepte, ni se puede lapidar al adúltero aunque una lectura rigurosa del Antiguo Testamento lo recomiende. Para Savater, la ética existe al margen de las religiones, lo que nos permite decir que la caridad cristiana es buena, pero la condena del “sodomita” mala. Esta afirmación sería imposible dentro del margen moral de la propia religión, que no tiene forma, desde dentro, para discernir sobre sus propias obligaciones y máximas. En un Estado laico como el mexicano, no todos los pecados son delitos ni todos los delitos son pecados.
Me parece que es dentro de este marco de reflexión donde hay que encarar el debate en torno a la loable iniciativa del DF en la Asamblea de Representantes para despenalizar el aborto, dentro de las doce primeras semanas de gestación, sin necesidad de ningún causal concreto, como marca hasta ahora la ley.
Con esto, es importante recordar que el aborto ya es legal, pero limitado a cuatro causas: riesgo de vida para la madre, malformación congénita del feto, embarazo producto de una violación y “resultado de una conducta culposa de la mujer embarazada”. Se trata ahora de dar un paso más y que sea la mujer, en su libre conciencia, quien decida si quiere ser madre o no. Como dijo Octavio Paz en más de una ocasión, el grado de civilización de una sociedad se mide por el grado de libertad de sus mujeres.
Un enfoque adicional que puede ayudar al debate sereno de este tema lo ha dado Marta Lamas al estudiar el aborto clandestino como un problema real de salud pública en México. Esto es un hecho cotidiano, no una quimera abstracta. La iniciativa así planteada salvará vidas concretas y no en potencia: las de las mujeres que mueren al abortar. Muchas de ellas, católicas sin recursos económicos que optaron, desde su libérrima voluntad, por el mal menor y lo pagaron con su vida.
Otra forma de ver el problema es en torno al debate sobre el momento en que existe vida humana como tal. Para los creyentes se da desde el momento mismo de la fecundación (y por ello, los más fanáticos e intolerantes encabezaron la afortunadamente fallida lucha contra la pastilla del día después), en tanto que para muchos científicos está en el paso de embrión a feto. (El teólogo Hans Küng abre otra posible opción para la gente de fe: distingue entre “vida humana” y “persona”.) Otros más consideran este caso tan delicado midiendo la actividad neuronal no vegetativa del feto. Me parece el peor enfoque posible: para cualquier mujer, el aborto es una decisión límite y aborrecible a la que se ve obligada por desesperación y no por gusto, al margen de todas estas disquisiciones. Obviamente, la ley no obliga a nadie a abortar, y a mi juicio debe incluso respetar la objeción de conciencia de los médicos del sistema de salud que se nieguen a practicar un aborto. Nadie, así, se vería obligado a actuar contra sus creencias, pero la libertad de la mujer en México y su salud darían un paso enorme.
Los grupos que han protestado en la Asamblea del DF –Pro-vida y sus derivados (nunca diría excrecencias)– son de una enorme violencia verbal. Dicen respetar la vida, pero no tienen empacho en amenazar de muerte a los legisladores. Además, una paradoja adicional: son los grupos que se oponen a la educación sexual de los jóvenes mexicanos, y muchas veces, al uso del preservativo y los anticonceptivos, causa de miles de embarazos no deseados que acaban en abortos de alto riesgo. Son, por decirlo educadamente, la yaga y el tormento. A la jerarquía católica –a diferencia de la mayoría católica del país, mucho más tolerante y liberal de lo que se piensa– ya la conocemos: protestará airadamente ante cualquier avance liberal de nuestras leyes, y luego acatará la decisión legislativa con cicatería, ya que, por fortuna, su reino no es de este mundo. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.