Morelia,
13:00. Entrevistas para medios locales.
En
ajedrez se llama jaque; en tenis, muerte súbita, y en una
entrevista que está siendo videograbada se conoce como
respuesta inesperada seguida de un silencio incómodo. También
se le llama, simplemente, un oso.
La reportera del espacio televisivo Déjate
ver de Morelia se sacude del pasmo con una risa nerviosa.
Ya Diego Luna le había advertido que odiaba los juegos de
palabras y, no obstante, hace el intento. Lo invita a decir lo
primero que venga a su mente tras escuchar la palabra Calderón.
“¿De la Barca?”, contesta el actor. Finalmente cede, un
poco por compasión, y responde con seriedad otras preguntas:
coloca el cine y la literatura en un nivel semejante de escape y
autoconocimiento; se describe como un “gordito de corazón”,
y asegura que la vida, si no es divertida, no tiene sentido. Deja en
blanco los espacios correspondientes a política y mujeres
(“Vamos a brincarnos ésas”). Sobre el amor: “Habría
que oír una canción de Arjona: él es muy bueno
para definirlo.” Sin embargo, en algún punto su respuesta
fluye con un extrañamiento y una sorpresa naturales, como si
en el fondo él tampoco hubiera dejado de cuestionarse:
“Supongo que el amor es lo único que sabemos hacer…
realmente.” Confiesa, con una mirada a ratos vaga, que lo que lo
llevó a la actuación fue “haber estado ahí”,
pertenecer al mundo del teatro, mucho más ameno que la
escuela, y contar con el apoyo de su crítico más duro,
su padre, quien, más que negarle las cosas, siempre le ha dado
su opinión.
Su
respuesta más larga y reflexiva es sobre la obra de teatro que
lo llevó a Morelia, Festen
[La celebración],
de gira por la República después de haber cumplido cien
funciones en el Distrito Federal. En la obra, Diego Luna interpreta a
Christian, quien, en el cumpleaños número sesenta de su
padre, habrá de revelar un secreto que, a pesar de que le
arruinará la vida a los invitados, no impedirá que la
fiesta continúe: “Los mexicanos nos sentimos identificados.
Pase lo que pase, hacemos reven:
celebramos a los muertos, a los vivos, a los que están en
coma… Eso provoca un eco con el público, al tiempo que es
universal porque habla sobre la familia, la mentira, la falta de
comunicación entre padres e hijos.”
“Huy,
qué bien”, es el comentario de la reportera. Con lo que nos
queda claro que ni el guión ni la improvisación evasiva
son siempre una salida afortunada. Hacia el final de la entrevista,
los papeles se invierten:
–¿Vas
a ir al teatro?– pregunta Luna.
–Sí…
–¿Ya
tienes tus boletos?
–Sí…
–¡A
verlos!
Otra
vez nerviosa, la reportera explica que quien los tiene es el
productor y que no puede mostrarlos por ser el mismo que carga la
cámara. Parece que a Luna le divierte desarmar al enemigo.
En
la capital michoacana, la venta de entradas para Festen
no ha sido buena: después de acumular 240,000 pesos en una
semana en otras ciudades del interior de la República, en los
últimos cuatro días la venta anticipada ha reunido
apenas diez mil. Las causas posibles, aventura Luna, son que algún
empresario haya comprado la función entera y asuma el riesgo
de vender los boletos al doble de precio, o que algún partido
político, que tenga un arreglo previo con el teatro para no
pagar impuestos, esté enojado: “A alguien le caímos
gordos: eso es un hecho”, insiste. Cancún, la próxima
parada, registra un fenómeno similar, aunque en ese caso Luna
lo atribuye a su amistad con Lydia Cacho, desde cuya asociación
tiene programado conceder entrevistas a la prensa local. Previo a
Morelia, la obra se presentó en Puebla, con “teatro
atestado”:
–¿Estuvo
el góber?–
pregunta alguien.
–No,
andaba de viaje. Pero fueron su esposa y sus hijas.
–¿Y
cómo estaban?
–Preciosas–
bromea Luna.
En
el timbre del celular de Diego Luna se escucha el tema de Chávez,
que interpreta Lupe, ex vocalista de Bronco, y entonces atiende una
entrevista radiofónica en la que lo primero que le dice el
conductor es: “¿No que no venías a Morelia?”
Después, alguien le informa que no se están vendiendo
boletos en el Teatro Morelos. Se vive una atmósfera en la que
todo alimenta la conspiración. Una llamada posterior aclara
que la taquilla está cerrada por ser la hora del almuerzo y,
entonces, lo que sigue es analizar la coyuntura: no sólo se
celebra el Día del Odontólogo, también el del
Empleado Público Federal. Hacia las tres de la tarde, los
últimos informes hablan de una venta de un poco menos de la
mitad para la primera función y de entre sesenta y setenta por
ciento para la segunda.
Enfilamos
al restaurante Girasoles, en el centro de la ciudad, donde tendrá
lugar una comida con Alejandro Ramírez, presidente de
Organización Ramírez y miembro del Consejo Honorario de
“Ambulante”, la gira de documentales que Luna preside al lado de
Gael García Bernal y el productor Pablo Cruz, que también
viaja con nosotros. Van con nosotros igualmente Cuauhtémoc
Cárdenas Batel, hermano del gobernador, vicepresidente del
Festival Internacional de Cine de Morelia y miembro del Consejo, y
Elena Fortes, directora general. Todos tienen previsto dar una
conferencia de prensa a las cuatro de la tarde.
Desde
la camioneta podemos ver una veintena de personas a las afueras del
Teatro Morelos, la mayoría de ellas adultos mayores. Dudoso
que se trate de público de la obra, concluye Luna con
serenidad: “Otra es que en realidad Morelia no quiera ver Festen.”
Morelia,
14:30.
Comida
en el restaurante Girasoles.
Ramírez
Magaña, director de Cinépolis, el emporio de exhibición
cinematográfica más poderoso del país, aguarda
en una mesa alargada, dentro de un salón cuyas ventanas miran
hacia la Calle Real –o Avenida Madero, vaya. Lleva una exquisita
chamarra de gamuza clara. Ya en la mesa, la preocupación por
la taquilla disminuye; la tónica que impera es alegre,
desparpajada. Lo primero que asoma es el tema del narcotráfico:
Cuauhtémoc Cárdenas Batel reconoce que la presencia del
Ejército ha devuelto cierta tranquilidad a Morelia, y cuenta
el caso de un municipio en la Tierra Caliente donde, ante la fuerza
del narcotráfico, el mismo presidente municipal había
hecho mutis.
–Qué
locura– comenta Luna.
–Pero
ya regresó, ya hay autoridad –aclara el hermano del
gobernador.
Ramírez
refiere el caso de un grupo de narcotraficantes llamado “La
Familia”, que se caracterizaba por dejar junto a sus víctimas
leyendas que rezaban “Por bocón” o “Por tragón”,
y que publicó un desplegado en La
Voz de Michoacán en el cual advertía que
estaba protegiendo al Estado de otros narcos “que promovían
drogas más heavies,
como el ice”,
una suerte de limpia de imagen para “congraciarse con la sociedad”.
Al
fondo suena una versión del Carnavalito.
Llegan los platillos. Luna retira del suyo la guarnición de
aguacate. Una cosa lleva a la otra y en breve la charla gira en torno
a la boda de la hija de Jorge Hank Rhon, presidente municipal de
Tijuana, en la que cantó Luis Miguel, y la ocasión en
que le ofreció a Diego Luna beber un mezcal que, en lugar de
gusano, tenía una cría de boa constrictor al fondo de
la botella. Lo que sigue es un anecdotario de excentricidades de los
políticos mexicanos encabezado por Ramírez, cuyo agudo
sentido del humor dota la comida de un aire jocundo: desde las veces
en que Sari Bermúdez, antigua titular de Conaculta, dedicaba
unos minutos de su agenda para pedirle al dueño de Cinépolis
que le “renovara” la membresía a su sobrino de Metepec,
hasta la actitud sobrada del ex canciller Luis Ernesto Derbez en sus
giras por Europa. Y su información se antoja de primera mano:
él fue quien quedó a cargo de la representación
de México en la OCDE en París una vez que Carlos
Flores, su ex jefe, se vio envuelto en el escándalo del
“Embajador Dormimundo”.
De
pronto, cualquiera de estos relatos adquiere un tremendo potencial
para ser llevado a la pantalla a través del documental. La
sucesión de carcajadas es inevitable, estruendosa, hasta que
Pablo Cruz mira el reloj y comenta: “Ya casi son las cuatro”.
Morelia,
16:00.
Conferencia
de prensa sobre “Ambulante”.
Nos
dirigimos al hotel en que se llevará a cabo la conferencia de
prensa. A nuestro paso, los transeúntes que caminan distraídos
detienen el paso, se dan la media vuelta, se secretean entre sí,
sonríen a sus anchas y varios se abalanzan cuando descubren al
actor. En ese momento cobra sentido lo dicho por Carrie Bradshaw,
protagonista de la serie Sex
and the City, en el sentido de que existen en el mundo
hombres guapos y feos, ricos y pobres, altos y bajos… y estrellas
de cine.
Unas
horas antes, Luna había recordado el reencuentro que tuvo en
Puebla con un antiguo maestro, el cual lo invitó a comer a su
casa y en el trayecto comenzó a inquietarse porque toda la
gente se volvía a mirarlos. “Pinche, Diego –le dijo– yo
no te conocía así.” El colmo fue que, una vez que
llegaron a su destino, había un grupo de cincuenta alumnos de
la escuela de enfrente, listos para tomarse la foto. “Por favor,
diles que no vives en Puebla, güey. Aprecio mucho mi
independencia.”
De
hecho, una de las búsquedas de Luna al realizar el documental
de Julio César Chávez (en el que invirtió ocho
meses de seguimiento del pugilista y nueve más de edición)
consistía en retratar, más que al boxeador, al ser
humano que libra una batalla diaria consigo mismo, especialmente por
lo que se refiere a cómo la fama “crea personajes” que
después es muy difícil sostener:
–Se
trata de ver ese otro lado, de entender que la gente que es buenísima
para hacer una cosa, igualmente tiene problemas para todo lo demás.
Julio César fue un mago con los puños, que triunfaba en
cualquier situación, contra quien le pusieran, así
estuviera dos pesos arriba de él. Bien, eso te sirve para una
cosa. ¿Y luego todo lo demás?
Realizar
el documental ha fungido como un juego de espejos para el propio
Luna: el poco tiempo, el ruido y “todas las moscas que atrae el
éxito”.
–¿Eso
mismo te pasa a ti o estás más alerta?
–Me
pasa por etapas. No podríamos hacer esto si estuviera
filmando. Ahí tienes que estar solo, con tus obsesiones. Las
maneras de encontrar al personaje y encontrarte en él hace que
te vuelvas solitario, rarito. Es un proceso más introspectivo
que el del teatro.
Amenaza
con llover y la conferencia de prensa está prevista en un
patio virreinal sin techo. Los reporteros y estudiantes que esperan a
los organizadores hojean la revista Ambulante,
que contiene sinopsis y reseñas de los treinta documentales, y
cuya primera página muestra una imagen de Diego Luna con la
camisa abierta y un pie descalzo: “Su mejor recuerdo, la primera
vez en el escenario; su vida, estar enamorado; su tarjeta, American
Express.” Mitad en serio, mitad en broma, el productor Pablo Cruz
calculó que, irónicamente, mientras Diego Luna
trabajaba en esta campaña publicitaria, su nombre se barajaba
entre los integrantes del comité de resistencia pacífica
del plantón de Andrés Manuel López Obrador en el
2006. Al menos a mí me consta que una tarde también
lluviosa de julio y desde la explanada de Bellas Artes, se le
mencionó después de Jesusa Rodríguez, Regina
Orozco, Héctor Bonilla, Daniel Giménez Cacho, Dolores
Heredia, Isela Vega y Elena Poniatowska, y generó la mayor
ovación.
Pocos
minutos después de las cuatro, los ponentes ocupan sus
lugares. Es el segundo año de la gira y los días de
proyección en las salas del Distrito Federal auguran un éxito
muy superior al que tuvo la emisión previa. De hecho, el día
que siguió a la conferencia de prensa inaugural, la página
de internet recibió más visitas que el total de las de
la emisión anterior.
Arranca
Luna, para quien está claro que el público ya demostró
su interés en ver un cine distinto:
–El
documental va a llenar ese espacio que no llenan las películas
de ficción y los grandes estudios: un espacio para un cine más
inteligente y real, para una propuesta más personal… Ya
sentí las gotitas– comenta y se apresura a concluir,
consciente de que la chamarra de Alejandro Ramírez “se echa
a perder si se moja”.
La
mayoría de la concurrencia permanece donde está; muy
pocos corren a resguardarse bajo el techo. Pablo Cruz convoca al
público a inscribirse en el taller de posproducción
documental que impartirá Samuel Larson, y es Ramírez
quien asegura que la gira exhortará a las personas a tomar la
cámara y contar historias sobre lo que los rodee o los
inquiete. Luna vuelve a tomar el mando durante la sesión de
preguntas y respuestas. Se le inquiere por qué casi no hay
producciones mexicanas y él responde: “Mexicano o no
mexicano, el chiste es encontrar qué nos identifica con otros
países y cineastas en el mundo, qué historias nos
cuentan cosas de nosotros, por más que no sucedan aquí.”
Le preguntan por qué hay temas más recurrentes que
otros y él contesta que, si hay algo que predomina en los
documentales, es el tono: el poder de inmediatez y realismo. Se le
cuestiona si “Ambulante” considera para el futuro las
producciones de realizadores indígenas, que a la fecha
enfrentan restricciones para exhibir su material, y él, aunque
celebra la posibilidad, reconoce que el proyecto “no tiene el
tamaño suficiente para traer todo el cine documental que uno
quisiera ver en la pantalla”.
Sus
respuestas han sido puntuales, frontales, por momentos meticulosas, y
la chamarra de Ramírez está a salvo. Ahora debe atender
un par de entrevistas en la oficina de Cuauhtémoc Cárdenas
Batel. Una vez que termina le pregunto cuándo viste de
Ermenegildo Zegna,
toda vez que en otoño de 2003 fue la imagen publicitaria del
diseñador italiano:
–Esto
no es Zegna–
ironiza, mientras le da un suave jalón a la chamarra que lleva
puesta: es verde, como su camiseta, y holgada, como los jeans. –Eso
fue hace mucho tiempo. Si acaso tengo uno o dos trajes…
Sobre
una mesa antigua de madera sólida reposan refrigerios y
licores. Luna toma una botella de agua. Desde el primero de enero no
consume alcohol, carnes rojas ni medicamentos, como parte de un
proceso de desintoxicación integral por cincuenta días.
Es el tercer año que lo hace:
–No
es lo mismo despertarte con una cruda de tequila que levantarte con
la lucidez que genera el hecho de que tu organismo esté
utilizando la energía en lo que la tiene que utilizar. La
concentración se da más fácil.
“Ambulante”
promete caminar por sí solo. La proyección del
documental de Chávez está a la vuelta de la esquina.
¿Por qué es tan alta la apuesta por este género?
Insistir en el tema parece ser algo que no cansa ni exaspera a Luna,
en parte porque, en comparación con el cine comercial, donde
la historia deja de conmover cuando los hilos se sienten, “aquí
no hay artificio alrededor”. Pero, sobre todo, significa una gran
vía para que los directores encuentren su voz:
–Equivale
a exponerte, confrontarte con lo que tú
eres, con las historias que tú
quieres contar, con tus miedos, con los viajes que tienes
en la cabeza: eres tú. Es mejor que cualquier sesión de
psicoanálisis.
Vamos
de regreso al hotel, antes de que Luna se prepare para las funciones
de Festen. Para el
actor, la situación del cine en México está
orillando a producir sin ser productor, a dirigir sin ser director:
–Por
la parte de la industria, todos somos primerizos.
Se
hace una pausa. Cae la tarde y el centro de la ciudad despliega una
iluminación muy tenue. Luna se vuelve hacia la ventana de la
camioneta y exclama:
–¡Qué
bonita es Morelia, chingao!
Morelia,
20:00. Doble función de Festen.
A
lo lejos se escucha la música de una orquesta en vivo. Quedé
de verme con Luna a las seis y diez en el lobby
del hotel para acompañarlo al teatro. Hago tiempo en el
restaurante. En una de las mesas, Diana Bracho conversa con parte del
elenco de Festen.
Después llega Mónica Dionne, que se une a la plática.
El mesero me pregunta si espero a alguien.
–A
un actor.
–¿A
quién, a Brad Pitt o a Tom Cruise? –bromea.
–A
Diego Luna. ¿No lo ha visto?
–Acaba
de hablarme para decirme que ya viene para acá –responde,
entre risas, y se aleja.
Lo
distingo a distancia y lo alcanzo. Nos encaminamos, junto con José
María Yazpik, al teatro. Su llegada produce alboroto. Varias
jóvenes se congregan a su alrededor para tomarse fotos,
primero en grupo, después una por una. La mamá de una
de ellas me pregunta que a quién interpreto en la obra,
mientras, a unos metros de distancia, un joven me sonríe
insistentemente: los ecos del estrellato a mi alcance. Nos adentramos
de súbito en el teatro por una de las puertas traseras y el
jovencito se las ingenia para entregarle a Luna la copia de un guión.
No era conmigo.
Un
gafete de producción es la puerta a la invisibilidad. Me
coloco el de Festen
y es como si me hubiera puesto la capa de Harry Potter: Puedo entrar
y salir del escenario, asomarme a los camerinos, recargarme en el
umbral de alguna puerta mientras observo a Bracho hablar por teléfono
o a Yåezpik caminar de un lado a otro, recitando los diálogos
de su personaje. Al fondo, afuera del teatro, se escucha un
escándalo.
Salgo
a la calle y veo que en el auditorio contiguo tiene lugar el ocaso de
una gran fiesta con motivo del Día del Empleado Público
Federal. Está por anunciarse el ganador de un automóvil
Chevy. De vuelta
en el teatro, el público se queja de que no hay
estacionamiento suficiente, a pesar de que el recinto no está
lleno.
Tercera
llamada. Gracias a las prerrogativas de la invisibilidad, observo la
primera función desde varios ángulos, de pie o sentada
en alguna butaca o sobre un escalón, y la segunda, tras
bambalinas.
Allí,
desde el backstage y
en calidad de polizón, las salidas de escena son como los
recesos en que los boxeadores escuchan a su entrenador antes de
regresar al centro del ring. Un técnico me jala del brazo cada
que va a entrar o salir un actor, especialmente cuando se suceden las
entradas intempestivas de Luna y Yazpik. Arriba, al nivel del
escenario, hay algo inquietante para el que siempre ha visto el
teatro desde la butaca: las sombras de los actores se ven proyectadas
sobre el suelo: son de carne y hueso, como nosotros.
Por
lo que puede verse, al público moreliano le provocan las
escenas más vehementes y violentas, los gritos, los golpes y
las groserías. He sido advertida de que el personaje de
Yazpik, a pesar de su misoginia y racismo, suele desatar la risa
entre el auditorio. Y el de Morelia no es la excepción. De
hecho, según Luna, la únicas salvedades han sido
Chihuahua y Ciudad Juárez, donde el público permaneció
silente y atónito, al grado de que al final de una de las
funciones un hombre se acercó lo más que pudo al
escenario para gritarle al elenco: “¡Huevos!” En Morelia no
pasa nada sensacional: una ovación y todos a casa. En el
vestíbulo, la gente alaba las actuaciones y reconoce el salto
que da el personaje de Luna del primero al segundo acto.
En
cuanto a la inquietud por la falta de público, al final se
reveló que las dos funciones de Festen
recabaron el mayor número de entradas en relación con
todas las exhibiciones de los ocho meses anteriores en el mismo
teatro. El Morelos es, desde siempre, un recinto “duro de llenar”.
Es
menester otra salida abrupta del lugar. El coche espera casi trepado
sobre la banqueta, pero ello no impide el ataque en despoblado de
reporteros y cámaras de televisión. Le preguntan sobre
cualquier tema. Se muestra amable, pero tajante. Está por
sobrevenir una estampida de fans. Siento un tacón incrustarse
en mi empeine y me meto como puedo, y entre los jalones, al asiento
de atrás. Se cierra la puerta y el silencio es aplastante:
Luna y Yazpik hacen el viaje completamente ensimismados. Volvemos al
hotel y entramos por atrás, cruzamos la cocina, subimos las
escaleras de servicio y llegamos al corredor de las habitaciones.
Ambos aspiran, reconfortados, el olor de las alfombras:
–Por
fin en casa– dice Luna, aliviado, y enseguida se corrige: –Cuando
uno llega a este punto, significa que tiene problemas.
México,
12:00. Liga del Ajusco.
Diego
Luna le había advertido a la reportera de televisión
que, después de pasar la noche en Morelia, tomaría un
coche de regreso a la ciudad de México a primera hora de la
mañana para estar a tiempo de jugar futbol en la liga de ex
alumnos del Colegio Madrid, mejor conocida como la “liga del
Ajusco”. Su equipo, el Sinaia, enfrentará al Toledo.
Llego
más o menos temprano a la cancha y me acerco a un grupo de
árbitros que se encuentra en receso. Tengo suerte. El partido
empieza en media hora. Luna juega como delantero, con el número
9. Dicen que en ocasiones ha invitado a Gael García y a Jesús
Ochoa para sumarse al juego, y, en su momento, a Paola Núñez,
su ex novia. Un par de compañeros de equipo, vestidos con
camiseta de franjas rojas y blancas y pantalones cortos negros,
conversa en los límites del campo número cuatro. Uno de
ellos es el actor Osvaldo Benavides. Dice que Luna es muy bueno en la
cancha, pero duda de que llegue “porque anda de gira”. En eso
aparece con el uniforme puesto y las rodillas vendadas. Viene
acompañado del también actor Martín Altomaro, y
al grito de “¡Uno, dos, tres, Sinaia!”, arranca el partido
de las estrellas. Las novias, esposas o amigas extienden tapetes a un
extremo de la cancha, mientras las mascotas corren por los
alrededores.
“¡Venga,
Diego!”, “¡Arriba, rojos!”, “¡Ábrete,
Sinaia!” En el primer tiempo, el equipo falla un penal y recibe un
gol. Durante la discusión del descanso, Luna se queja de la
actitud de los compañeros:
–Yo
toqué la bola tres veces y en todas me cagotearon.
Hace
dieciséis años que ingresó a la liga y ha jugado
en distintos equipos. Las tres horas a la semana que ha podido
compaginar con la actividad teatral le permiten “regresar a algo
para reconocerse en el tiempo”. De alguna manera, los amigos que ha
hecho gracias al juego le han ayudado a equilibrar los cambios por
los que ellos también, y a su manera, han atravesado, y con
muchos comparte la sensación de viajar, de cambiar
constantemente de familia, de andar “medio huérfanos por el
mundo”.
Da
inicio el segundo tiempo y Luna permanece en la banca. Lo miro a
través de una malla color verde mientras observa con atención
los movimientos de su equipo. De pronto se levanta: anima a sus
compañeros y se queda perplejo ante una malograda chilena de
Martín.
–¿Por
qué hizo eso?– pregunta en voz muy baja.
El
rival anota otros dos goles. Luna se incorpora al juego en los
últimos minutos. El árbitro da el silbatazo final:
Toledo se impone tres por cero. Los jugadores de ambos equipos se
abrazan y felicitan, y enfilan con paso desahogado hacia las
quesadillas. Me incorporo al grupo: “Cuánto lo siento”,
comento. Él me toma del hombro y sonríe. ~