La verdad y la mentira en el siglo XXI

El siglo XXI ha transformado la mentira en un arte que se disfraza de verdad.
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La historia del ser humano es la historia de su relación con la verdad. La de los antiguos griegos, por ejemplo, se asemeja a la botadura de una nave primeriza. Los presocráticos recuerdan sobremanera a esos marineros, descritos por Demócrito, que viajaban en barcos de veinte remos de Atenas a Ponto Euxino con el único objetivo de transportar ánforas. En cambio, los filósofos de la Modernidad, obstinados en edificar una epistemología robusta y vigorosa, partían de una intuición radicalmente distinta: si la vida nos pone enfrente un océano proceloso, también nos obliga a convertirnos en ingenieros de puertos.

Median más de dos milenios y, diríamos, unos cuantos años luz entre Heráclito y Kant. Así y todo, ambos tuvieron que habérselas con la presencia oceánica de la verdad. Variaban, sobra decirlo, el rumbo y el utillaje. ¿Cómo no iban a hacerlo? Hay tantas maniobras como marineros, ya sean lobos de mar –los menos–, ya sean tiernos lobatos: ante ese piélago imponente, casi todos somos primerizos. Los más bravíos bajan de golpe a las profundidades, exponiéndose a los rigores de la apnea y la hipoxia, así como a las acometidas de las bestias abisales, mientras que los más medrosos preferimos asomarnos al antepecho del paseo marítimo, pues al cabo los seres terrestres debemos pisar la tierra.

La inmensidad de ese océano hacía obvio que, de todas las aproximaciones, la menos recomendable era la de quienes trataban de apurarlo de un trago. La verdad puede ahogarnos. Acaso nuestra relación con la verdad deba ser como nuestra relación con el vino: ni abstemia, ni dipsomanía. ¿No decían los latinos que in vino veritas? La abstinencia se inventó para los monjes de clausura y la litrona para debilitar a los esclavos en sus ratos de ocio. Mejor sería beber día a día del cáliz de la verdad sin empapuzarnos con su elixir ni ver la vida a través del cristal esmerilado de la botella. El vino es vino tanto si nos los sirven en copa como en vaso de chato, y no nos exige convertirnos en odres igual que el mar no exige el naufragio.

Jerjes el Grande mandó flagelar con cadenas el mar de los Dardanelos. Si ni siquiera el Rey de Reyes aqueménida logró reconvenirlo, ¿qué nos queda a los demás? Encontramos en la historia de la filosofía un sinfín de intentonas de domar la verdad a cargo de los más sutiles pensadores. Pero ni el filósofo más diestro ha logrado adiestrarla. El mensaje es claro: por certeras que sean las parábolas trazadas, este Goliat no se deja vencer con el uso de la honda.

Quienes han caído víctimas de esos monstruos de la razón que pintara Goya lucen como ese hombre desmadejado que es hostigado por las lechuzas ante la mirada atenta de un gato de mal agüero. Tal es la suerte que aguarda al filósofo derrotado. Este, cuando se entrega a su tarea, no usa casco ni arnés, y tampoco hay redes que amortigüen su caída cuando el vértigo de la pura razón lo desequilibra. La portentosa imagen de Goya retrata con precisión a la persona abrumada por la verdad. El océano que se traga al marinero también es una buena metáfora. Pero la verdad, además de ser vertiginosa y de amenazar con ahogarnos, también puede aplastarnos.

¿Es casualidad que el complejo donde se inhumaba a los faraones egipcios llevara el nombre de Ta Iset Maat, esto es, “el lugar de la verdad”? Porque en ocasiones la verdad se asemeja a un enorme túmulo funerario… No en vano Heidegger comparó la metafísica occidental con la cimentación y la erección de un gran sepulcro. Uno propondría que, salvo que se quiera embalsamar y enterrar la verdad, como hacen los sepultureros de la academia, mejor sería que corriese el aire. Mala cosa es cargar con la verdad como quien carga con una piedra al cuello…

Pocos recuerdan a José Manuel Ibar, Urtain, aun a despecho de ser el boxeador vasco más popular de la historia. ¿Murió aplastado por las piedras que levantaba en su juventud, cuando competía como harrijasotzaile en la Guipúzcoa rural? ¿Sucumbió ante las ráfagas de ganchos y directos de sus rivales en el ring? Nada más lejos… El ciudadano medio puede besar la lona, pero no el héroe. Y cuando la carrera de Urtain se desvaneció entre los vapores de las fiestas y la neblina de la vida rutinaria, el propio héroe se desvaneció. Fue entonces cuando se arrojó por el balcón de un décimo piso. Salvando las distancias, Belmonte no cayó malherido por el asta de un toro y terminó dándose muerte por el revólver. Asumamos que, cuando el héroe deja de ser tal, solo queda la vía del martirio. Ahora bien, ¿se vuelven mártires de sí mismos o, más bien, mártires de la razón? ¿Acertaba Chesterton en su Ortodoxia cuando afirmaba que quien enloquece no lo hace por perder la razón, sino porque es la razón lo único que le queda?

Si nadie debería cargar con la verdad como si de una piedra se tratase es porque nadie puede “tenerla”. Se puede estar en ella, pero en absoluto es posible poseerla. Pocos verbos hay tan engañosos como el verbo tener: aunque uno tenga una madre y una cultura, es su madre quien lo engendró, esto es, quien lo tuvo, y su cultura la que le ha dado forma. Conque, si no es posible tener la verdad, ¿qué sentido tiene entonces dejar que nos aplaste? El mismo, supongo, que tratar de derribarla a pedradas. Por mucha voluntad que pusiera en su acometida, ni don Quijote logró vencer a los molinos alanceándolos a caballo.

Entonces ¿cuál ha de ser nuestra relación con la verdad? Hace unos meses, una oyente mandó un curioso dilema al “consultorio filosófico” que mantengo en Más de uno, con Carlos Alsina. Afirmaba haber descubierto un secreto horrible del pasado de su padre, y se debatía entre hablarlo con él o dejarlo pasar. El hombre era nonagenario y no quería darle disgustos, pero ella sentía que tenía derecho a recibir explicaciones. Si lo dejaba pasar, asegurando la paz familiar, se quedaría con la espinita, arruinando, por así decirlo, su paz interior.

No respondí exactamente a la gallega, pero, resguardándome tras el burladero de las citas, saqué a relucir una divisa caballeresca que solía enarbolar Unamuno: veritas prius pace, la verdad antes que la paz. El problema de la moral caballeresca, entendí después, es que en las urbes contemporáneas no nos dejan entrar a caballo, y tampoco es de recibo ir a casa de un anciano con la cota de malla y la tizona al cinto. Sea como fuere, la verdad es más grande que nosotros. Y quien busca la paz antes que la verdad corre el riesgo de obtener la paz del cementerio. Si la vida es un campo, conviene que no se convierta en un camposanto. Pero tampoco es buena idea desatar una batalla campal…

¿Cómo desanudar ese nudo gordiano? Amodiño, diría mi familia gallega; despacito y con buena letra. Los mortales tenemos sed de verdad, en efecto, y por eso conviene beberla a sorbos. Nuestra cultura tiene otra solución: pasar a otra cosa. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Si la presencia oceánica de la verdad nos abruma, basta con darle la espalda.

Protágoras y Gorgias ya dudaban de la existencia de la verdad en el siglo v a. C. Pero tradicionalmente este tipo de negacionistas, si se permite el término, había representado una posición marginal, heterodoxa y hasta cierto punto esotérica. Lo inaudito no es que alguien niegue la verdad en la soledad de su gabinete, sino que las élites se atrevan a manifestarlo en público, ufanándose de ello. Hoy, un buen número de políticos, periodistas y académicos coinciden en la misma intuición: no hay más verdad que el relato. Y, en consecuencia, deducen que quien domine el relato tendrá el trabajo hecho (¡relato mata dato!), de tal suerte que su trabajo habrá de convertirse en una mezcla de palabrería vana y juego de manos. Cuando todo es discutible, no hay más verdad que la más cínica lucha por el poder. Vale quien vence.

In vino veritas? Tengo un amigo al que el médico ha prohibido el alcohol. Cada vez que nos vemos, suelta peroratas acerca de las virtudes de ser abstemio y de lo gratificante que es comer con agua. Extraer ventajas de las desventajas es la esencia del estoicismo: hacer que las servidumbres se conviertan en mercedes. Pero una cosa es hacer de la necesidad virtud y otra, servirse de la necesidad para hacernos pasar por virtuosos. ¿No es eso lo que hacen los periodistas de la llamada opinión sincronizada? Para muestra, un botón: hace unos meses, los grupos independentistas exigieron el uso de pinganillos para investir a Francina Armengol como presidenta del Congreso. Súbitamente, decenas de periodistas que hasta entonces ni habían reparado en la cuestión corrieron a persuadirnos de la impostergable necesidad de utilizarlos. ¡De la necesidad, virtud! Si el spin obliga a girar en redondo y opinar hoy lo contrario que ayer, pugnarán por convencernos de que su luxación de cadera es saludable y, para colmo, aconsejable.

El filósofo Agustín García Calvo traducía el concepto de mass media como “medios de formación de masas”. Al fin y al cabo, quien se informa se da forma con la opinión publicada. Y hoy buena parte de los medios de comunicación, convertidos en vasos comunicantes entre el poder y la masa, dan forma a esta última: como aplicados panaderos, hiñen la masa hasta darle forma. ¿Qué importan los hechos si lo importante es instalar una serie de marcos ganadores?

En cuanto a los políticos, no se trata de repetir la vieja jeremiada de que estos mienten. Hace casi un siglo, Ortega defendió en un texto breve, titulado “Mirabeau o el político”, que la relación de los políticos con la verdad se asemeja más a la de los actores que a la de los ciudadanos de a pie. Bien mirado, toda promesa electoral ha de tomarse cum grano salis, pues tiene que habérselas con una realidad práctica que como propuesta a priori no ha contemplado. Lo novedoso es, antes bien, la sospecha de que nuestras élites han dejado de creer en la verdad.

No es un secreto que nuestros políticos se sientan cómodos fiándolo todo a sus expertos en comunicación política. Estos se sirven de una herramienta llamada herestética, que consiste en servirse de las emociones del ciudadano para fijar su atención en algo, como haría el tahúr con el naipe o con la bolita en el cubilete. A estas alturas, suponemos que la verdad no está hecha del fuego sagrado de Heráclito ni del fuego que les robó Prometeo a los dioses. Pero tampoco se inventó como moneda de cambio y quienes se empeñan en falsificarla, como los personajes de la novela de Gide, no hacen sino jugar con fuego.

Merced a las teorías de una serie de filósofos franceses, hace seis décadas la verdad pasó a ser una construcción social. Como toda edificación humana, era susceptible de ser derribada. Que hubiera sido edificada por los perversos operarios del poder, sirviéndose de las piedras berroqueñas y la argamasa que les suministraba el discurso de valores dominantes, hacía que dicha demolición fuera además deseable. ¡De nuevo, la vieja tentativa quijotesca! Y si no bastaban martillos y piquetas para derribar la mole, siempre se podía contar con la radial de Foucault, el martillo neumático de Derrida y la retroexcavadora de Lyotard.

Fue años después que la “posverdad” y la “desinformación” desembarcaron en un periodismo que, erradamente, había creído encontrar en las redes sociales un sucesor digno. Proliferaban nuevas fuentes de información al tiempo que los medios tradicionales se hundían en una crisis de legitimidad; las cámaras de eco, atizadas por el oscuro diseño de los algoritmos, reforzaban sesgos y prejuicios. A la vez, las estrategias electorales apostaban por las narrativas emocionales, ora distorsionando los hechos, ora dándoles directamente la espalda, y la política se veía anegada por la polarización. A quienes acusaban de utilizar fake news se les podía responder blandiendo los “hechos alternativos”.

¿La verdad? Poco importaba que existiera o no; lo esencial era saber hasta qué punto podíamos dominarla. Si no se dejaba adiestrar a golpe de cadenazo, como intentase Jerjes I, bastaba con jugar en la bañera. Hasta el fajín se metieron políticos y periodistas, y muchos de ellos terminaron creyendo que chapoteaban en el Helesponto. Pero, reconozcámoslo, todo empezó en la academia. Antes de que en el periodismo irrumpiera la posverdad, antes de que en política aparecieran las narrativas partidistas y, por supuesto, mucho antes de que en redes sociales cundiera la desinformación, las universidades europeas incubaban el huevo de la serpiente.

El posmodernismo, que despuntó como una reacción escéptica a los grandes relatos, no tardó en llegar al callejón sin salida del escepticismo radical. Como aseguraba el dictum foucaultiano, todo conocimiento es local. Del atolladero en que se metió durante los años ochenta solo consiguió salir al bifurcarse en una miríada de teorías: teoría crítica, teoría queer, teoría poscolonial… Y, al llegar a la década de 2010, volvió grupas y se orientó, en un curioso giro de los acontecimientos, hacia las verdades indudables: que el sexo no es biológico, o que todo hombre blanco es racista, eran de repente certidumbres apodícticas e incontrovertibles, casi dogmas de fe.

Es mentira que el posmodernismo sea relativista. Como ha señalado Alan Sokal, las ideas relativistas son la coartada del absolutismo dogmático. La mutación postrera del pensamiento posmoderno, si es que pensamiento cabe llamarlo, recuerda lo que era sabido desde los griegos: que el sofista no se pone al servicio del plutócrata sin antes decirnos que la verdad no existe.

Todos viajamos en el mismo barco, como dice el tópico, y este no se ve afectado por los avatares del tiempo. Es un navío cuya bodega no pueden anegar las aguas, no importa cuán fuerte sople la tempestad. Poco importa que el barco discurra por rutas navegables o por mares encrespadas… Plus ultra! El animal humano tiene afán de verdad, por mucho que nuestros intelectuales traten de convencernos de lo contrario, y nadie renuncia voluntariamente a libar su néctar para extraer el acíbar de la mentira.

Después de la marejadilla es inevitable la resaca. Y hoy, después de vernos zarandeados por flujos y reflujos, nos encontramos de espaldas al mar. Mudables y tornadizas son las normas; también las normas culturales. Pero la naturaleza humana no cambia. Bogamos en el mismo navío que los presocráticos, rodeados por un océano inabarcable. Y, por fuerte que sople la tempestad, hemos de mantener el trinquete siempre altivo. ~

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Jorge Freire (Madrid, 1985) es escritor. Es autor de 'Los extrañados' (Libros del Asteroide, 2024).


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