Pamuk elige

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Pocas veces se dan casos de identificación tan fuerte y explícita entre un escritor y su ciudad como la que existe entre Orhan Pamuk y Estambul, hasta el punto que el comunicado del comité Nobel se centraba en ella: “En la búsqueda del alma melancólica de su ciudad natal [Pamuk] ha descubierto nuevos símbolos del choque y el mestizaje de culturas”. Sin embargo, el pasado sábado 3 de febrero, a las 11:20 hora local, el avión de Turkish Airlines despegaba del aeropuerto internacional Ataturk rumbo a Nueva York llevando a bordo al flamante premiado lejos de su país y su ciudad por un largo e indeterminado periodo de tiempo.

El asesinato del periodista turcoarmenio Hrant Dink, apenas dos semanas antes, y las amenazas contra Pamuk proferidas por el inductor del asesinato al ser arrestado (“Pamuk, espabila, que puedes ser el próximo”) son sin duda los motivos más acuciantes de este viaje sin billete de vuelta, pero a poco que se escarbe aparece una doble encrucijada que explica mucho mejor por qué Turquía y su escritor emblemático se dan la espalda.

La primera bifurcación es la que se abre ante Turquía. Sólo que más que una bifurcación es una tupida red de autopistas, carreteras principales, vías de servicio y caminos secundarios en la que es muy difícil no perderse. Los intelectuales liberales apoyan al gobierno islamista porque busca la apertura a Europa y defiende los derechos humanos y la libertad de expresión. Los partidos de izquierda se alían con el poderoso aparato del Estado kemalista y azuzan los fantasmas del nacionalismo para recuperar terreno. El problema kurdo, Chipre y la cuestión armenia son heridas abiertas sin cura a la vista. Está claro que no es fácil elegir camino, y menos aún conductor. Pero Turquía es una economía en pleno crecimiento, un país joven y lleno de posibilidades, con un gasto en educación superior a la media europea, con el fenómeno del calvinismo islamista que desde el corazón de Anatolia ha impulsado una ética del trabajo y del beneficio desconocida en el mundo musulmán, con una historia y un legado complejo, como el de toda gran nación, pero también lleno de gloria. Y al final ha de elegir entre Pamuk y el asesino de Dink.

La segunda bifurcación es la que obliga a Pamuk, atrapado en la rueda de la historia, a escoger entre ser el símbolo de la Turquía laica, democrática y pro europea o ser un escritor, un artista. Esa elección es fácil para él. Casi desde que nació, quiso ser novelista. En su juventud, los años setenta del activismo político, de bandas fascistas y grupúsculos marxistas, su simpatía por éstos nunca le llevó a la militancia, encerrado como estaba con sus libros y su primera novela, que tardó cuatro años en escribir y otros tantos en publicar. Sólo a raíz de la brutal guerra que el Estado turco libró contra los kurdos en los años noventa, su creciente perfil como escritor, y por lo tanto intelectual, le empujó a significarse en defensa de los derechos humanos y de la libertad de expresión.

Pero Pamuk nunca se ha sentido cómodo en ese papel de intelectual comprometido. Para escribir necesita una cierta irresponsabilidad, la capacidad de jugar con las palabras. La repercusión de sus declaraciones sobre el país, en especial a la prensa internacional, para quien pronto se convirtió en la voz de referencia sobre Turquía, le fue cercenando esa libertad, obligándole a matizar hasta la extenuación todo lo que decía. La culminación fue una entrevista con un periódico suizo en que aludía a la guerra contra los kurdos y al genocidio armenio. El proceso que se le abrió por denigrar la identidad nacional fue otra vuelta de tuerca en la presión que el creciente nacionalismo turco ejercía sobre él y el resto de intelectuales liberales.

Pamuk empezó a recibir amenazas. Ya no podía dar un paseo por su ciudad sin más, un Estambul recubierto por gigantescas banderas turcas surgidas de la nada. Se había convertido sin querer en un símbolo. El juicio comenzó el 16 de diciembre de 2005. Su relación con la literatura sufría. “Agradezco la atención internacional y el apoyo de los intelectuales liberales de aquí. Me hace sentir protegido. Pero por otro lado, siento que he de corresponder a esa atención, parece obligado. Y eso afecta a mi imaginación. Lentamente, esa responsabilidad te puede convertir en un analista político, en un activista o en una persona con fuertes convicciones. Yo no soy así y no quiero ser una persona más preocupada por las ideas que por la vida”, declaraba en esas fechas a su traductora al inglés, Maureen Freely.

El caso fue sobreseído por un defecto de forma (y por la intensa presión internacional en su favor) al cabo de un mes. Y en octubre de 2006 llegaba el Nobel, y con él la promesa de una reconciliación entre Turquía y el escritor que le había puesto en el mapa. En diciembre se mostraba gozoso en una entrevista a El País: una pintada frente a su casa rezaba “Gracias, Orhan Pamuk” y volvía a ser capaz de escribir. Cuando el asesinato de Dink le volvió a poner en la tesitura de elegir entre artista o símbolo, esta vez no lo dudó, y nadie se lo puede reprochar. Queda por ver qué elige Turquía. ~

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Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.


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