Si
la búsqueda de la fuente de la eterna juventud sostuvo al
gremio de los juglares y a la industria de la alquimia en tiempos
medievales, hoy en día son la prensa y la industria clínica
las que persiguen su propio grial: la fuente de las células
troncales.
Nadie
dice que estas células escondan el secreto de la inmortalidad,
desde luego, pero sí un arsenal de terapias potenciales para
al menos plantarle cara a una serie de enfermedades y síndromes
que tienen a la medicina moderna en estado de frustración
crónica. Por ejemplo, los males de Alzheimer y Parkinson son
condiciones degenerativas, progresivas y sin cura, que degradan
continuamente funciones esenciales sin las cuales la vida termina por
no parecer digna. Las lesiones cerebrales suelen ser igualmente
intolerables, como lo son muchos casos de enfermedades
cardiovasculares. La diabetes es una bomba de tiempo en cámara
lenta.
Es
frecuente que los medios, cuando reportan sobre células
troncales, mencionen esta lista de fastidios como las metas más
apetitosas de las terapias potenciales. Y lo son, en efecto, porque a
pesar de las diferencias obvias, en todos estos casos hay un elemento
común: la pérdida de células especializadas, o
su funcionamiento deficiente.
Lo
maravilloso de las células troncales como posibles
herramientas terapéuticas reside precisamente en que poseen la
sorprendente habilidad de convertirse en cualquier tipo de célula
especializada. Su propio nombre sigue una analogía de
jardinero que pone de relieve la idea de que del conjunto de las
células troncales de que se compone inicialmente el embrión
se desprenden, como ramas de un tronco, las células
diferenciadas con que se forman los tejidos y órganos con
funciones muy específicas: corazón, ojos, piel, pelo,
neuronas. En la muerte o mal funcionamiento de un número
significativo de estas células diferenciadas suele estar el
origen de muchos de los peores males, y por eso mismo se piensa que
una fuente abundante y confiable de células troncales podría,
en principio, dar la materia necesaria para suplir las células
diferenciadas ausentes o deficientes.
Y
quienes prefieren utilizar el término de células
“madre” en vez de “troncales” no necesariamente se equivocan
porque, aun sin proponérselo, le atinan a un problema
tristemente inseparable de esta quimera: la producción de
células “madre” ha resultado ser la madre de todas las
controversias morales.
Ocurre
que las células troncales no se dan en maceta, y aunque
recientemente se han detectado en regiones especializadas –como en
el cerebro, por ejemplo–, no están disponibles ni en la
cantidad ni con la calidad óptima para los tratamientos con
los que medio mundo sueña. En cambio, abundan en los embriones
en desarrollo temprano, lo cual es perfectamente lógico porque
ahí se especializan las células que forman el ser
humano resultante. En consecuencia, mientras media humanidad apoya la
idea de perfeccionar técnicas de aislamiento y cultivo de
estas células troncales embrionarias, la otra media protesta,
indignada, por lo que perciben como la destrucción de seres
humanos “en potencia”.
Fue
en este contexto en el que un grupo de investigadores de la
Universidad Wake Forest, en Estados Unidos, se echó un clavado
en lo que bien podría ser la fuente confiable –¡y
libre de objeciones!– que todo mundo buscaba: el fluido amniótico.
Como
suele suceder con la solución de ciertos acertijos, que parece
obvia cuando se conoce pero que antes resultaba inimaginable, la idea
de cosechar células troncales en el fluido amniótico
tiene una lógica tan transparente, que cuesta entender en qué
pantano andábamos atascados que a nadie se le ocurrió
antes.
Los
embriones humanos se desarrollan en el interior de una especie de
bolsa con doble membrana: el corion por afuera, y el amnios, en cuyo
interior crece el embrión, flotando en un líquido que
amortigua el impacto y lo nutre. Ahora bien, ese crecimiento ocurre a
partir de ¡células troncales! Y como ningún
proceso es absolutamente eficiente, no debería sorprender que
hubiera células troncales en el fluido amniótico en que
flotan esos rehiletes de diferenciación celular que llamamos
embriones en desarrollo. “Por décadas se ha sabido que la
placenta y el fluido amniótico contienen varios tipos de
células progenitoras derivadas del embrión en
desarrollo”, explicó en un comunicado de prensa Anthony
Atala, autor principal del hallazgo. “Nos planteamos la pregunta de
si sería posible capturar verdaderas células troncales
de entre esta población de células”. El relato de
Atala es engañosamente simple, porque la preguntita se la
formularon hace siete años, tiempo que les tomó juntar
las pruebas para poder completar la siguiente línea del
boletín: “La respuesta es que sí.”
El
artículo en el que describen su hallazgo, publicado en el
número de enero de la revista Nature
Biotechnology, es muy poco amable con el estilo literario,
pero muy rico en detalles importantes: “Aproximadamente el uno por
ciento de las células en cultivos de amniocentesis humana
obtenidos de especímenes de diagnóstico genético
prenatal expresan el antígeno de superficie c-Kit, receptor
del factor de células troncales”, se lee en uno de sus
primeros párrafos.
Ahí,
enterrada en una maldición incomprensible de latinajos, está
la palabra con mayor trascendencia social de esta noticia:
amniocentesis. Se trata de una prueba relativamente rutinaria de
diagnóstico prenatal, en la cual se extrae una muestra de
fluido amniótico para analizar su composición en busca
de rastros que alerten contra posibles problemas del embarazo o
defectos genéticos. Es decir que es un procedimiento ya
plenamente regulado y exento de objeciones médicas, éticas
o morales.
Los
siete años transcurridos entre “nos preguntamos” y “la
respuesta es sí” fueron necesarios para atender a tres
cuestiones nada menores: ¿Cómo saben que son células
troncales? ¿Cómo saben que son de las “verdaderas”,
con la capacidad de generar las células y tejidos
especializados indispensables para las terapias potenciales? ¿Y
cómo saben que, una vez injertadas en el cuerpo y arrancado el
proceso de especialización, no se convertirán en algo
indeseable, como un tumor canceroso, por ejemplo?
Dado
que el origen de las células es el aspecto más novedoso
de este hallazgo, acaso valga preguntarse, aunque suene redundante,
si todas las células troncales humanas son igualmente células
troncales humanas, independientemente de su origen o técnica
de cosecha. “La respuesta directa es que sí”, dijo el Dr.
Horacio Merchant, del Instituto de Investigaciones Biomédicas
de la UNAM. “Todas poseen la misma información genética.
Sin embargo, su potencialidad para diferenciarse en neuronas,
endotelio, músculo, difiere según su origen y el tiempo
en que son cultivadas en el laboratorio.”
Ésta
es una de las razones por las cuales hacen falta más
investigaciones sobre células troncales amnióticas. La
otra tiene que ver con algún potencial dañino que no
hayan manifestado aún. “No estoy seguro de que las pruebas
realizadas sean suficientes para descartar totalmente que sean
carcionogénicas, pero sí lo sugieren”, advirtió
el Dr. Rubén Lisker, investigador del Instituto Nacional de
Ciencias Médicas. Y luego, como Presidente del Colegio de
Bioética, soltó una célula de optimismo: “Me
parece que las objeciones ético-religiosas a este tipo de
células tal vez desaparecen, lo que es una gran noticia”. ~