El centro no se sostiene

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El
ya fallecido Kenneth Clark dice en su ensayo “El provincianismo en
el arte” (lo hallé en su libro Moments
of Vision
) que hay dos corrientes o tendencias principales
en la tradición artística de Occidente: una central (o,
como la llama él, metropolitana) y otra provinciana. Esto no
quiere decir que los artistas provincianos no sean buenos: Kenneth
Clark, por poner un caso, afirma que todo el arte inglés es
provinciano. Sus otros ejemplos incluyen a Edgar Degas, perteneciente
a la tradición central, y del otro lado, a Alfred Menzel,
artista alemán. La característica del arte provinciano
es el hincapié que hace en lo ilustrativo, su interés
en lo real, su insaciable curiosidad ante el mundo. En contraste, la
tradición metropolitana resalta y perfecciona, cambia y
reinventa las reglas de la representación misma.

Degas,
dice Kenneth Clark, no quiso rebasar una zona relativamente estrecha
de temas: el modo en que veía a los seres humanos y los
objetos materiales estaba por encima de aquello que veía; lo
que importaba era la perfección del cómo,
no la multiplicidad colorida del qué.
Los artistas, a veces verdaderamente grandes, a quienes Clark llama
provincianos (otro caso, muy admirado en nuestra época: Caspar
David Friedrich), supuestamente no se desvaloran al ser clasificados
como tales. Claro está, Clark da por sentada una visión,
un tanto hegeliana, de la existencia dentro de la tradición
europea de una corriente que representa el arte de primera línea,
y de otra que es más un arte de segundo plano. No obstante, al
margen de los recelos políticos o filosóficos que esto
pueda generar, nuestra experiencia como visitantes de museos
confirma, pienso, esta observación.

Kenneth
Clark también inventa un término de mediación:
los artistas micropolitanos; estos artistas tienen un pie en la
tradición universal, otro en la local, y contribuyen así
a un enriquecimiento de ambas: uno de sus ejemplos principales es
Paul Klee.

Pasemos
ahora a la literatura, nuestro tema propiamente dicho. Gustave
Flaubert, escritor en busca del mot
juste
, mártir de la precisión, es sin duda
una encarnación perfecta, en el siglo xix, del escritor
metropolitano, situado en el centro mismo de las cosas y de las
palabras. Si nos preguntamos quién sería la contraparte
de Flaubert, se nos pueden ocurrir muchos nombres. En Francia sería,
quizá, Victor Hugo. Y luego en cada país fácilmente
encontraríamos ejemplos de escritores “provincianos”,
fascinados con la realidad local. Es probable que incluso
Dostoievsky, el gigante de la novela del siglo xix, pudiera
catalogarse como novelista “provinciano”.

Más
cerca de nosotros aparece James Joyce que, a partir del
provincianismo irlandés, se introdujo ciertamente en la escena
universal y dictó algunas reglas estéticas nuevas (que
posteriormente se han abandonado u olvidado).

Sin
embargo, aunque en principio estamos de acuerdo con Kenneth Clark,
hay un fenómeno en la literatura mundial (la noción
misma de “literatura mundial” la usó por primera vez,
parece ser, un escritor que era a un tiempo provinciano y
metropolitano: Johann Wolfgang Goethe) que sugeriría una
diferencia importante entre las artes visuales y la literatura. No
pretendo hablar como historiador académico de la literatura
universal, pero parece que exactamente en la época en que
vivió Gustave Flaubert algo sí cambió en la
estructura aparentemente inmutable de la literatura metropolitana
versus la
provinciana. De repente hubo una explosión de literaturas
provincianas de tal magnitud que la vieja y venerable jerarquía
comenzó a temblar. Surgieron grandes escritores rusos, Tolstoi
y Dostoievsky, se descubrió a Gogol, siguieron luego Chéjov
y Gorky, tiempo después, un grupo de poetas eminentes; y la
literatura rusa, sin duda, se había considerado hasta entonces
como absolutamente provinciana, incluso exótica. Asimismo,
surgieron escritores escandinavos, como Henrik Ibsen (el joven Joyce,
recordarán, lo admiraba; y cuando el dramaturgo envejecido
visitó Viena, Hugo von Hofmannsthal pasó a verlo en su
hotel y habló con gran entusiasmo en nombre de la “joven
generación” de escritores y admiradores; Ibsen, viejo y
cansado, estuvo más bien silencioso), pero también como
el prosista danés Jens Peter Jacobsen (Rilke lo idolatraba).
Bjornsterne Bjornson, escritor noruego ya casi olvidado en la
actualidad, ganó el tercer premio Nobel de literatura en 1903.
(El primero lo obtuvo un escritor francés, alguien de la
tradición metropolitana, claro, pero ¿quién
estará familiarizado hoy en día con el nombre de Sully
Prudhomme?) Luego aparecieron Selma Lagerlof y Knut Hamsun, cuyas
primeras novelas son aún maravillosamente legibles; incluso
las memorias políticamente incorrectas de los últimos
años de su vida, Por
las sendas donde la hierba crece
, se leen bastante bien…

Posteriormente
vinieron los irlandeses, los alemanes, los estadounidenses, los
escritores del boom
latinoamericano; llegaron también, menos masivamente, muchas
otras literaturas más pequeñas y la historia continúa
incluso en este momento. Las literaturas de países con graves
problemas políticos –Irlanda, hace algún tiempo,
algunos países de Europa Central y del Este, Sudáfrica,
Israel, Turquía– ocuparon un lugar en la escena global de
modo más o menos repentino. En estas fechas también
tenemos a los llamados escritores poscoloniales, que usan los idiomas
principales (inglés, francés, alemán, español)
de modo supuestamente subversivo y, si no subversivo, entonces, como
solemos pensar, quizá de manera más creativa que los
dueños legítimos (si es que esto tiene algún
sentido) del idioma. De igual modo, tenemos idiomas –como el
catalán, que cabe destacar aquí, en Barcelona– que
reclaman con justicia su derecho a una existencia artística
libre. Además, tenemos los idiomas de algunos países
nuevos de Europa del Este –el lituano, el letón, el
estonio– y, hasta cierto punto, esto equivale a una literatura
poscolonial, una especie de ajuste de cuentas con la desagradable
herencia del imperio soviético.

Al
respecto no creo que pueda añadir nada más. No sé
lo suficiente acerca de estos nuevos acontecimientos. Pero un
momento: el año pasado participé en una charla en Nueva
York, cuyo tema y título fue “El escritor posnacional”; la
idea era reflexionar acerca de un suceso muy reciente: el surgimiento
de escritores que se desempeñan en un espacio nuevo (el
ejemplo principal sería Salman Rushdie, aunque evidentemente
no es el único), dentro de un idioma que no puede vincularse
sólo a un país, una tradición, una nación,
y en un estilo que no se reduce a la noción un tanto simplista
de la crítica poscolonial. El inglés es un hogar
perfecto para tales escritores; también el francés y el
español, quizá el holandés. Fue un tema muy
interesante, aunque me mantuve más bien callado. Me sentí
irremediablemente anticuado, pre-posnacional (pero no ruidosamente
nacional, no nacionalista, para nada), alguien que escribe en un
idioma bastante pequeño que solamente se habla, si nos
olvidamos de Chicago y sus suburbios, en un país de tamaño
medio.

Si
es cierto que lentamente va aumentado la población de
“escritores posnacionales” –y seguramente lo es– entonces
nos enfrentamos a una tensión inevitable (o, al menos, a una
diferencia fundamental) entre esta nueva categoría de autores
y algunos de los escritores que emplean sus idiomas recién
liberados o ennoblecidos (el catalán, el estonio, el
ucraniano, etc.) y que son –de nuevo, al menos algunos de ellos–
partidarios feroces, o irónicos, de su idioma y de su
territorio y que difícilmente aceptarán la perspectiva
posnacional de Nueva York. No digo que sueñen con construir un
imperio, para nada, al contrario, supongo que desean concentrarse en
lo local y probablemente protegerlo junto con lo idiomático,
lo regional, lo palpable, en oposición a lo abstracto, lo
cósmico, lo virtual y lo global y –como seguramente dirían
ellos– lo opresivo.

Hay
algo que parece indudable: el viejo esquema (a saber: el centro
preocupado por la forma, por las normas de representación y,
del otro lado, artistas provincianos alocados y emotivos que se
interesan más en los hechos, los acontecimientos y por la
historia) ya no es válido o no tanto como lo era hace
cincuenta años. El efecto de todas las ex provincias ha sido
demasiado poderoso como para que el centro se sostenga, y aquí
no estoy citando a Yeats.

Considero
también que el modernismo literario –iniciado por escritores
entre los cuales había fanáticos de la pureza artística
y de la búsqueda formal, que pugnaban por escribir la última
novela, el último poema, y por imponer nuevas reglas
estéticas, deliberadamente al margen de los sucesos
históricos– tal vez contribuyó a que el centro mismo
de la literatura “metropolitana” se convirtiera en un lugar un
poco aburrido, un poco vacío o, al menos, amenazado por esa
posibilidad (me viene a la mente el ejemplo del nouveau
roman
, corriente literaria que apenas unos cuantos años
después de una catástrofe política enorme –la
ocupación nazi de Francia– proclamó una absoluta
falta de interés en la realidad histórica reciente).

Bien
puedo imaginar a alguien que diga en este momento: pero, ¿no
fue acaso la lucha entre lo central y lo provinciano un asunto local
francés? Casi todos los ejemplos de lo “central” provienen
de la tradición francesa. Y, cosa aún más
sorprendente, ¿no fueron acaso los neoestructuralistas
parisienses los que representaron el último episodio, casi
bufo, de esta lucha? También ellos abordaron las normas de
representación, aunque entonces el debate se trasladara a la
jerga crítica…

Quizá
hubo todavía otro factor en este proceso en el que las
periferias han ido venciendo a la metrópoli: algunos de los
proyectos del modernismo literario parecían reflejar la
atmósfera bastante tranquila de aquella prolongada época
de paz en Europa entre 1871 y 1914. El tumulto y el horror del siglo
xx sorprendió, hasta cierto punto, a la literatura europea (la
poesía reaccionó de manera más bien débil
al espanto de la Primera Guerra Mundial). Hubo tal cantidad de nueva
realidad humana nacida de nuevas formas de sufrimiento y de nuevos
métodos de opresión, de la guerra de trincheras, del
Holocausto, del Gulag, de las guerras de descolonización, del
terrorismo, que los receptáculos más clásicos de
la literatura tal vez dejaron de ser suficientes…

Así
pues, ¿dónde está el centro ahora? ¿Lo
constituye la floreciente literatura estadounidense que, al menos en
cuanto a cifras, está presente de modo enérgico en
cualquier feria del libro y en casi cualquier librería? ¿O
acaso la misma noción de centro es obsoleta? Ésta es
una pregunta tan interesante como es pertinente la polémica
acerca del lugar de un centro dentro de la estética
posmoderna.

Y,
sin embargo, cualquier evolución significativa siempre tiene
un precio, por lo que la marcha victoriosa de las provincias contra
el centro también ha generado algunos problemas, creado
algunas dificultades… La literatura, la narrativa tanto como la
poesía, parece ser una entidad muy compleja, construida a
partir de numerosas contradicciones y equilibrios. Tanto así
que uno puede visualizar a un escritor, a un poeta, sentado dentro de
una rueda enorme de oxímorons (esto también explica por
qué los pronunciamientos teóricos de los escritores
tienden a adoptar una forma binaria: los escritores expresan de nuevo
las contradicciones que los nutren y los oprimen). Uno de los muchos
equilibrios, considero yo, es aquel entre la contemplación de
las cosas pertenecientes a la historia y la sociedad y la
contemplación de las cosas que no cambian –o casi– como el
sol y la muerte, según escribió La Rochefoucauld en uno
de sus aforismos más famosos: esas dos cosas que no podemos
mirar de frente.

No
digo que la literatura sólo deba ocuparse del sol y de la
muerte y del océano y del amor y de otros objetos eternos y,
por lo general, inmutables. Sería ridículo. Únicamente
señalo que el equilibrio entre ambas formas de contemplación
se ha modificado en gran parte y que los temas sociales ya llevan la
delantera.

Un
microcosmos en que el equilibrio mismo puede estudiarse es la obra de
Czeslaw Milosz, quien se desplazó todo el tiempo entre la
contemplación de la naturaleza (que a veces le ofreció
consuelo, como en su poema “Mittelbergheim”) y, del otro lado, la
reflexión en torno a asuntos históricos y sociales.

Esto
es lo que dijo Milosz en un festival de poesía en Montreal en
1967:

El
territorio auténtico de la poesía es la contemplación.
No es cierto que la contemplación, al orientarnos hacia las
verdades eternas, hacia lo inmutable, nos desvíe de nuestras
obligaciones terrenales. El tema de la contemplación es la
realidad humana en su totalidad, que, si bien la gobiernan exigencias
perpetuas de amor y de muerte, no está regida por la ley de
la repetición incesante. Por el contrario, ésta –la
realidad humana– resulta siempre, cada año, cada mes, nueva
e innombrada. La contemplación nos invita a asir, mediante la
modificación constante de nuestro lenguaje, la extraña
interacción de lo estable con aquello que tiende a cambiar. Si
la poesía no toma en cuenta la naturaleza doble de nuestra
experiencia puede exponerse a falsos dilemas; por ejemplo, puede ser
víctima de una oposición exagerada entre lo individual
y lo colectivo. Si se concentra sólo en lo inmutable, corre el
riesgo de hacerse académica. Luego, cuando se siente culpable
y aborda solamente los temas sociales y políticos, corre el
peligro de hacerse histérica.

Se
me dirá: de acuerdo, pero ¿no se trata de una opinión
acerca de la poesía? ¿Se refiere también a los
problemas de la narrativa? Creo que sí; ciertamente, Milosz
centra su atención en la poesía, pero reglas similares
gobiernan el territorio entero de la literatura. Incluso si
concedemos que la narrativa, por su naturaleza, es más
propensa a manejar los temas “mutables”, temas tomados de la
situación actual de la sociedad, no deja por eso de tener
obligaciones frente a los asuntos más “cósmicos”.

Las
palabras de Milosz hacen eco a una importante intuición
enunciada unos cien años antes por Charles Baudelaire en su
ensayo clásico “El pintor de la vida moderna”:

La
belleza está compuesta por un elemento eterno, invariable y
extremadamente difícil de medir, y por otro elemento relativo
y circunstancial, como la época, la moda, la moral, la
pasión, una por una o todas juntas. Sin este segundo elemento
que es, por decirlo así, la capa divertida, excitante y
apetecible que cubre el pastel divino, el primer elemento sería
indigesto, inapreciable, inadaptable y poco afín a la
naturaleza humana. Reto a cualquiera a que descubra un ejemplo de
belleza que no contenga estos dos elementos.

Y
luego Baudelaire añade: “La dualidad del arte es el
resultado inevitable de la dualidad del hombre. El elemento eterno
puede considerarse como el alma del arte, si se quiere, y el elemento
variable como su cuerpo.”

Casi
sobra decir que el predominio recién establecido de las
periferias, de las provincias (en caso de ser auténtico y
duradero; quizá debamos ser más cautelosos al proclamar
esta transformación trascendental) ha generado un excedente de
material literario que se ocupa del hombre colectivo: la política,
la opresión, la sociedad, etcétera.

Es
evidente; las periferias no van a llegar a la capital diciendo:
contemplen la luna, contemplen el océano, contemplen la
naturaleza del tiempo y de la vejez, contemplen el alma humana, el
cielo estrellado, claro que no; las periferias llegan a las capitales
diciendo algo muy distinto: vean mi sufrimiento, vean las minas
terrestres en mi país, vean el alambre de púas, vean la
violencia, el sida, la persecución política, la
corrupción, la pobreza, el terrorismo o, con otro ánimo,
vean los detalles de mi país, vean cuán diferentes
somos. Y así debe ser: estos temas merecen nuestra atención,
invaden la literatura y no requieren de ninguna teoría para
justificar su validez.

Sin
embargo –si confiamos en Milosz y en Baudelaire– ¿no debe
preocuparnos en alguna medida también el otro lado de la
ecuación, las cosas inmutables, la soledad, la sustancia
apenas definible que durante siglos ha sido el combustible principal
del arte y de la literatura y que, quizá, contribuye más
a hacernos humanos que la voz estridente de la política?

Otra
tensión interesante nace de la preponderancia de la memoria,
sobre todo y específicamente de la memoria histórica,
ese enorme depósito de las muchas atrocidades de épocas
recientes. Nos obsesiona la memoria. Vivimos actualmente un nuevo
historicismo. El nuestro tiene menos inclinaciones artísticas
que el historicismo que desató la furia de Nietzsche; el
nuestro es un historicismo de la historia –disculpen la
redundancia–, no de los estilos y los ornamentos históricos.
El nuestro es un historicismo del mal, de los muchos crímenes
políticos y sociales aún no asimilados. Y hay una buena
razón para no dejar de aferrarse a él: ¿cómo
podríamos vivir sin recordar el horror y los atropellos del
pasado reciente? Hay numerosos escritores muy jóvenes que le
prestan atención no a sus vidas, sino a las experiencias de
sus padres y sus abuelos. En eso no hay ningún pecado, claro.
Necesitamos la memoria. Memoria, Mnemósine, era, como todo el
mundo sabe, la madre de las Musas. ¿Quién fue el padre
de las Musas?

¿Cuál
es entonces la contraparte de la memoria? ¿Acaso lo es la
observación efectiva de la realidad existente, contemporánea?
Hasta cierto punto, sí. Pero aun más –y esto me
parece fascinante– la contraparte relegada es la imaginación,
la esencia misma del arte de escribir (y de cualquier otro arte). Hoy
en día la imaginación se ve obstruida por la memoria.
Es como si tuviéramos tanta memoria histórica o
personal que la imaginación no halla su propio lugar.

Esto
no quiere decir que yo sea hostil a la memoria. La memoria social, la
memoria íntima, la memoria artística: todas ellas son
pilares del arte y también de la cordura general. De los dos
males –la amnesia total o la memoria exagerada– prefiero, sin
duda, que haya un excedente de memoria.

Lo
que me intriga es el extraño proceso químico, el
reemplazo constante de la imaginación por la memoria. ¿Cómo
definir la diferencia entre ambas? Hagamos una descripción muy
provisional de esta diferencia: la memoria es una mezcla de realidad
vieja con nueva (la realidad antigua nunca aparece en su forma pura);
es una mezcla de pasado y de presente (con el añadido de
nuestras inclinaciones políticas e ideológicas). ¿Y
la imaginación? La imaginación, considero, es una
combinación del pasado, del presente y de lo invisible. La
memoria y la imaginación son como primas hermanas, pero la
imaginación es la más valiente de las dos; incluye un
elemento de algo desconocido. La memoria es acerca de lo que sabemos
o adivinamos o reconstruimos. La imaginación construye su casa
con todo lo que es real, pero también puede dar un salto y
hacerle justicia –permítaseme la repetición– a lo
desconocido, a una melodía más profunda en nuestras
vidas.

Jaume
Vallcorba me enseñó una inscripción en el cielo
raso del vestíbulo del recién restaurado edificio de la
ópera en Barcelona: “L’art
n’a pas de patrie
”. “El arte no tiene patria”. Es
cierto en el caso de la música. Pero el arte de la literatura
tiene más “patrie”, más “ojczyzna” que la
música. Aspira a la universalidad y, no obstante, canta
siempre su canción en un idioma concreto que para cada uno de
nosotros, practicantes de la literatura, ha conservado el sabor de la
infancia, el sabor de las moras, de las ortigas y las manzanas, y la
amargura de nuestra individualidad siempre difícil, nuestra
singularidad: esa patria esencial. ~

Conferencia
pronunciada en el festival Kosmópolis

de
Barcelona en octubre de 2006

-Traducción
de Tedi López Mills

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