Si uno desciende dentro de sí mismo, se encontrará
con que posee exactamente lo que desea.
Simone Weil, La gravedad y la gracia
La describieron desde la fascinación y la perplejidad.
“La que permanece en los umbrales”, dijo de ella Rosario Castellanos.
“Hermana inviolada, / última paloma truncada por diluvios”, se lee en un poema de Elsa Morante.
“Vivió como una santa y se nutrió de todos los sufrimientos de este mundo”, apuntó Emmanuel Lévinas.
“Te desazonaba: hablaba lentamente con la serenidad de un espíritu ajeno a todo; la enfermedad, el cansancio, la desnudez o la muerte no contaban para ella”, acotó Georges Bataille.
Alain la llamó “la marciana”. Eso cuenta Simone Pétrement, biógrafa y amiga de Simone Weil (París, 1909-Ashford, 1943). El filósofo francés fue profesor y mentor de Weil en el Lycée Henri-IV y habría pensado en principio en los marcianos de H. G. Wells: puros ojos y cabeza sin cuerpo. Más tarde aclaró que se refería a que “ella no tenía nada en común con nosotros y nos juzgaba a todos soberanamente”.
Cuando Simone Weil murió por tuberculosis y voluntaria hambre a los 34 años, en 1943, el imaginario colectivo y literario –aún lejos de la posibilidad de que una sonda partiera rumbo al planeta rojo– mostraba a los marcianos como pulpos, cangrejos o insectos. Eran lo limítrofe del pensamiento, lo anómalo e indomable, cierta esperanza de una lucidez superior, otredad desbordada y al margen. Como ella y su escritura. Como ella y sus ideas. De ahí que la llamasen en diversos momentos la terrible, la irregular, ángel rojo, ángel auxiliador, insumisa, hereje sublime, monstrum horrendum. De ahí que le adosaran etiquetas que, juntas, perpetran un ser policéfalo y desfamiliarizado de casi todo: francesa, judía, filósofa, antisemita, profesora, erudita, burguesa, agnóstica, activista política, obrera, campesina, vendimiadora, mística, santa, pacifista, defensora de los desheredados, anoréxica, loca.
Nunca la llamaron poeta. Y eso habría anhelado: “Mi mayor deseo es ser considerada poeta antes que filósofa”, escribió en una carta a Joë Bousquet.
Lo marciano en Simone Weil no fue ella misma.
Lo marciano en Simone Weil fue la poesía.
Escribió pocos poemas y de variable extensión, unos en la adolescencia y otros entre las mil doscientas cincuenta páginas de sus Cuadernos, llenados entre 1941 y 1942 mientras esperaba huir hacia Nueva York. Gracias a un minucioso empeño de recopilación de su madre y del escritor Albert Camus –declarado admirador de su obra, pues dijo: “es la mente más grande de nuestro tiempo”–, los textos fueron reunidos en francés por la editorial Gallimard y en nuestra lengua por primera vez gracias a Editorial Trotta. En ambas ediciones, publicados junto a la obra teatral inconclusa Venecia salvada.
Habría sido poeta.
Habría sido una gran poeta.
Se estaba preparando para ello, pero se detuvo –demasiado– en la teorización, en una búsqueda mística que le indicara cómo decirse desde y con la poesía. Empleó los procedimientos del teórico, construyó un exoesqueleto, una metapoética, y el cuerpo no le alcanzó para llegar a edificar una obra robusta y trascendente. Una sutileza poética puede entreverse en el lenguaje de muchas líneas de sus ensayos, por ello encandilan a tantos como frases célebres. Se aprecia en ideas como que el remedio para la privación de alimentos es “una clorofila que permitiera alimentarse de luz”; en su concepción de la belleza como algo que se come. Sus textos finales fueron tildados de “muy espirituales” para ser un proyecto político. ¿Acaso muy poéticos?
Sus poemas serían una anécdota en su vasta e imprescindible obra filosófica, una incursión para curiosos, materia extraña, planeta de atmósfera enrarecida, hecho de palabras rocosas que querían estar más allá del tiempo, las utopías y los lugares del horror humano.
La búsqueda iniciática
Simone Weil entendió la poesía como destino.
Antes de saber leer, memorizaba ya poemas para recitarlos ante invitados durante la cena. Jugaba con su hermano André a hacer rimas y versos alejandrinos. Entre sus lecturas se asomaban los nombres de Charles Baudelaire, Walt Whitman, George Herbert, Dante Alighieri, William Shakespeare. Dicen sus biografías que recitaba la salve como si fuera un poema y el padrenuestroen griego. Le interesaban la poesía inglesa y la provenzal. Y la griega, que la condujo a un exhaustivo análisis en La Ilíada o el poema de la fuerza, escrito a mediados de 1940, con la guerra encima. Bebió de textos hindúes, taoístas y budistas. Estudió sánscrito, leyó los Upanishad, el Bhagavad-gītā, textos mitológicos y al poeta tibetano Milarepa.
Fue una adolescente curiosa, obstinada, difícil. Esa etapa significó una crisis moral que la hizo sentirse “inútil” y cuestionar los reveses del mundo, su familia, su vida toda. Cayó en una desesperanza sin fondo, una depresión que le impuso buscar respuestas en “la verdad”. Esa verdad sería su brújula.
En 1926 fue la encargada de escribir y leer un poema para una tradicional actividad escolar. Esos “Versos leídos en la festividad de San Carlomagno” se dirigen a sus compañeros “dichosos” como un reclamo a tomar posición frente a la vida, “porque los destinos presentes son lúgubres y trágicos”. Les dice al final: “Nosotros necesitamos combatir en luchas sin treguas, / Más bellas que los combates entre naciones.”
En el poema “A una joven rica”, también de alrededor de 1926 y con más depurado trabajo de lenguaje, se dirige a Climena –¿ella misma?– y exige: “¿Qué gélida miseria vendrá a oprimir tu corazón hasta hacerle gritar?” Se responde: “Pero tú sonríes. Para ti las desgracias son fábulas […] Trozos de papel más duros que las murallas te protegen.”
Con lo que parece certeza sobre sus aspiraciones literarias, en 1937 envió su poema “Prometeo” a Paul Valéry. Él, comedido, criticó ciertos versos, asomó que alguno resultaba sensiblemente “didáctico” en el conjunto, pero los describió como bien construidos y “afortunados”, y elogió la firmeza en el poema, “su plenitud y su fuerza de movimiento”, su “esmero”. No falta quien diga que la epístola de Valéry fue complaciente ante la búsqueda de aprobación y legitimación de la autora. Ese poema es un himno al titán y sus líneas finales, desarticuladas del resto del texto, parecen dichas para la misma Weil como continuación de una reflexión sobrentendida: “El instante que huye dispersa a los vientos su lamento; / solo y sin nombre, carne abandonada a la desgracia.”
En la posdata de una carta del 17 de abril de 1943 dirigida a sus padres, suena enfática y deja ver que comprende la poesía como una escritura que requiere esfuerzo, corrección y, lo que ella no tendría, tiempo: “Mis poemas, definitivamente, no deberían publicarse en Estados Unidos; cambié de nuevo una o dos palabras en casi cada poema.”
La metapoética antecesora
Simone Weil definió la poesía a partir de los temas filosóficos que la interpelaron: la justicia, la igualdad social, la libertad, el trabajo, la guerra, la espiritualidad, el misticismo, la ética, la atención. Dedicó muchos párrafos a revelar lo que para ella significaba el poema, la poesía, su ars poetica.
Escribió que la poesía es, entre otras cosas, “dolor y gozo imposibles”, “toque punzante, nostalgia”, “gozo que, a fuerza de ser puro y sin mezcla, duele”, “virtud de la rima”, “un remedio a la sujeción de las dos dimensiones que restringe el lenguaje escrito, y a la de la única dimensión que restringe al lenguaje oral por los múltiples vínculos existentes entre las palabras”, “ir con las palabras al silencio, a la ausencia de nombre”.
Weil pensaba en la interioridad formal del poema, en su composición territorial: “pensamiento sin lenguaje, pues la elección de las palabras se lleva a cabo sin el auxilio de las mismas”.
Adjudicaba a la poesía dones de la reflexión y la contemplación religiosa: “El poema enseña a contemplar los pensamientos en lugar de cambiarlos.” En sus Escritos de Londres esboza que su compromiso social sería inseparable de la escritura: “Ninguna poesía que concierna al pueblo es auténtica si en ella no se encuentra el cansancio, y el hambre y la sed surgidos de ese cansancio.” Si bien esto dará excusa a quienes solo atisban una poesía panfletaria, Simone Weil hizo del lenguaje una transición hacia su visión sociopolítica de la poesía: “Justicia, verdad, belleza, son hermanas y aliadas. Con estas tres palabras tan hermosas, no hace falta buscar otras.” Quizás sus poemas deban leerse –y así más piadosamente– entre estos paréntesis: “Un poema ha de querer decir al mismo tiempo algo y nada –la nada de arriba.”
¿Decir y no decir? ¿Tener y no tener lenguaje? ¿Arriba/abajo como dicotomía religiosa? ¿Mostrar y ocultar? ¿Ser humana o extraterrestre?
Un día, un poema
En el brevísimo conjunto de la poesía de Simone Weil el poema “A un día” parece tener particular importancia para ella y da pistas sobre cuál habría sido su porvenir.
Fue escrito alrededor de 1937 y abandonado en París en 1940, cuando la autora huía a Toulouse junto a sus padres. Desde ahí pidió a varias personas buscar el original en su apartamento. Resignada a no recuperarlo, se dio a la tarea de recordarlo y reescribirlo. En 1938 había enviado a Valéry el poema acotando que era una versión imperfecta –aunque superior al “Prometeo” del año anterior–, pero esta vez él no respondió.
Con una carta a su antiguo camarada el filósofo Guillaume Guindey, Simone Weil envió el poema en una versión que creía definitiva y expresaba su deseo de que fuera publicado en alguna revista: “Los acontecimientos han dado mucha pertinencia a este poema […] No quiero notoriedad literaria y ya no tengo la impresión de que este poema me pertenezca en modo alguno. Solo deseo que se lea porque, en mi opinión, sería una lástima que desapareciera simple y llanamente.”
Al día siguiente, volvió a escribir a Guindey diciendo que había un error en el poema. Cuenta Simone Pétrement que Guindey recibió esas cartas en Vichy, que cuando regresó a París recuperó un maletín que contenía escritos de Weil y cuando él mismo emigró de Francia en 1942 lo puso en manos de confianza que al terminar la guerra lo hicieron llegar a los padres de Simone Weil.
En “A un día” la autora recoge su concepción del tiempo: “Las horas se derrumban en polvo.” Habla de “Los días y las dulces estaciones / De seres que siguen aquí sin lágrimas, / Que ahora no tienen más que pesares, / Vanos trabajos, angustias y prisiones.”
¿Qué creía tan trascendente en ese texto?
Sería sencillo suponerla presumida y ansiosa, como cualquier joven escritor. Podríamos pensar que en él se autopercibía mejor retratada y mejor poeta; que el texto era espejo del histórico momento y vasija que contenía sus creencias y todo su pesimismo: “Que sea su último día llegado.”
Lo sobrenatural
La poesía de Simone Weil no llegaría lejos, aunque editada, reeditada y traducida a otras lenguas. Por muchas razones: porque nunca fue un proyecto acabado y su corpus mínimo; porque su necesidad de acatar el compromiso y apegarse a la realidad le impidieron entregarse más libremente a una aspiración estética; porque la escritura filosófica la alejó de elementos esenciales de la poesía como el ritmo, la musicalidad, el silencio.
“Hablaba con una voz monocorde sin parar; no dejaba de hablar […] Es difícil de explicar, la impresión de que algo cuasi sobrenatural entraba con ella”, recordaba el filósofo, editor y productor vinícola Gustave Thibon.
Si hablaba como decían, no debió ser buena escucha. Quizás hasta fuera sorda, al menos para las voces tectónicas de la poesía. Podemos imaginar el indetenible parloteo de su mente, volcado hacia muchos temas a la vez. Ser políglota –sabía francés, alemán e inglés– pudo quizás trastocar la lengua de decir lo íntimo.
De haberse enterado Simone Weil de que Alain la llamaba “la marciana”, probablemente habría estado de acuerdo. Ella misma habló en sus últimos Cuadernos de lo que se convirtió en título de un libro, El conocimiento sobrenatural. Allí, arropada por el pensamiento de san Juan de la Cruz, lo sobrenatural es otra dimensión de lo real, un camino a la verdad y a Dios, “la diferencia entre el comportamiento humano y el comportamiento animal”.
Para Weil lo sobrenatural “opera de forma arbitraria y al margen del estudio”. Un poco como ella, como su poesía que, de haberse cumplido como proyecto vital, habría exigido al lector aprender un lenguaje pretérito y reajustar sus patrones estéticos, así como las maneras de percibirla, traducirla y comunicarse con ella. Una poesía que intentó sin fortuna una vida aparte, descolocada, incómoda, escindida, opaca, inhóspita, con geología y meteorología propias, sin lindes, sin cuerpo ni deseo. Extraña, extraterrenal, marciana. ~
(Maracaibo, Venezuela, 1966) es escritora y editora. Autora de la obra de teatro Pequeña Simona. Los últimos días de Simone Weil, montada en 2021.