El sorprendente encanto de la ignorancia

Por lo general creemos que el ser humano tiene una inclinación natural hacia la verdad y el conocimiento, pero la realidad parece mostrarnos lo contrario. En ocasiones, abrazamos nuestra ignorancia por la única razón de que es nuestra. Todos queremos saber, y queremos no saber.
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Aristóteles enseñó que todos los seres humanos quieren saber. Nuestra propia experiencia nos enseña que todos los seres humanos también quieren no saber, a veces ferozmente. Siempre ha sido así, pero hay ciertos periodos históricos en los que la negación de las verdades evidentes parece imponerse, como si un bacilo psicológico se propagara por medios desconocidos y el antídoto se volviera repentinamente impotente. Este es uno de esos periodos.

Cada vez son más los que rechazan el razonamiento por considerarlo una pérdida de tiempo que se limita a encubrir las maquinaciones del poder. Otros creen tener un acceso especial a la verdad que les exime de ser cuestionados, como una prórroga ante el reclutamiento. Multitudes hipnotizadas siguen a profetas ridículos, rumores irracionales desencadenan actos fanáticos y el pensamiento mágico desplaza al sentido común y a la experiencia. Y para colmo tenemos a los profetas de la ignorancia de élite, esos sabios desdeñosos del saber que idealizan al “pueblo” y le animan a resistirse a la duda y a construir murallas en torno a sus creencias fijas. Frente a todo esto, quienes se dedican al razonamiento y a la investigación abierta pueden empezar a sentirse como refugiados.

Siempre es posible encontrar causas históricas próximas a estos brotes de lo irracional. Pero hacerlo puede distraernos de reconocer que la fuente última se encuentra en lo más profundo, en nosotros mismos y en el propio mundo, que no hace caso de nuestros deseos.

El mundo es un lugar recalcitrante, y hay cosas en él que preferiríamos no reconocer. Algunas son verdades incómodas sobre nosotros mismos, las más difíciles de aceptar. Otras son verdades sobre la realidad exterior que, una vez reveladas, nos roban creencias y sentimientos que de algún modo han hecho nuestra vida mejor, más fácil de vivir… o eso creemos. La experiencia del desencanto es tan dolorosa como común, y no es de extrañar que un verso de un poema inglés olvidado se convirtiera en un proverbio común: la ignorancia es dicha.

Todos podemos encontrar razones por las que nosotros y los demás evitamos saber determinadas cosas, y muchas de esas razones son perfectamente racionales. Una trapecista a punto de subirse a la barra no haría bien en consultar la tasa de mortalidad de su profesión. Incluso la pregunta “¿Me quieres?” no debería escapársenos de la lengua, sino pasar por varios puntos de control antes de ser pronunciada. O imaginemos un mundo en el que la gente tuviera una pequeña pantalla led incrustada en la frente, encargada de retransmitir cada pensamiento a cada momento. No solo nos sentiríamos paralizados ante ellas; también tendríamos problemas para alcanzar una idea independiente de nosotros mismos, libre de las opiniones de los demás. Incluso el autoconocimiento, el comienzo de la sabiduría, depende de que nos resistamos al menos a este tipo de conocimiento del mundo.

Todos tenemos una disposición básica hacia el conocimiento, una forma de desenvolvernos en el mundo a medida que nos llegan las experiencias. Algunas personas sienten una curiosidad natural por saber cómo han llegado las cosas a ser como son. Les gustan los rompecabezas, les gusta investigar, les gusta saber por qué. Otras son indiferentes al aprendizaje y no ven ninguna ventaja en hacerse preguntas que parecen innecesarias para seguir adelante.

Y luego hay personas que, por la razón que sea, han desarrollado una particular antipatía hacia la búsqueda del conocimiento, cuyas puertas interiores están cerradas a cal y canto frente a cualquier cosa que pueda poner en duda lo que creen que ya saben. Todos hemos conocido a personas con estas actitudes básicas. También hemos caído en estados de ánimo en los que afloran en nosotros mismos, aunque sea de forma atípica.

¿Por qué ocurre? Porque buscar y tener conocimiento es una experiencia emocional. El deseo de saber es exactamente eso, un deseo. Y siempre que nuestros deseos se ven satisfechos o frustrados, nuestros sentimientos participan. Incluso en asuntos triviales, sentimos algo por lo que aprendemos.

Digamos, por ejemplo, que una tostadora que tengo se rompe y hay que arreglarla. Miro el manual, veo videos, trasteo y, si tengo suerte, consigo arreglarla. Me siento satisfecho, y por partida doble. No solo puedo volver a utilizar la máquina, sino que también he confirmado mi sentido de ser el tipo de persona que puede buscar conocimientos, encontrarlos y utilizarlos. Pan tostado y satisfacción personal: no es una mala manera de empezar el día.

Y puede que no me detenga aquí. Puede que me desvíe de mi propósito original y pronto me encuentre felizmente perdido. Un interés por arreglar un electrodoméstico puede transformarse en un interés por cómo la electricidad lo hace funcionar, y luego en un interés por la física. Empiezan a llegar libros por correo, me quedo despierto hasta tarde viendo documentales. Un tanto obsesionado, comparto lo que he aprendido con familiares y amigos, poniendo a prueba su paciencia. Lo que empezó como un entretenimiento se ha convertido en un asunto importante para mí. Algo se ha movido en mi interior y mi actitud ante la vida ha cambiado, aunque sea por poco tiempo. El mundo ya no es simplemente un medio para mis fines. Se ha convertido en un objeto de perplejidad y asombro. Y de extraordinario placer.

Pero también podemos desarrollar una disposición contraria, encontrarnos poseídos por una voluntad de no saber, una voluntad de ignorancia. Friedrich Nietzsche describió esta experiencia como “una decisión repentinamente eruptiva a favor de la ignorancia… un cerrar las ventanas, una especie de estado de defensa contra mucho de lo que es conocible, una satisfacción con la oscuridad… un sí y un amén a la ignorancia”.

¿No hemos caído todos alguna vez en este estado de ánimo? Y dada la rapidez con que todo cambia en la vida actual, ¿no queremos a menudo dormirnos en los laureles intelectuales y morales? Del mismo modo que podemos desarrollar un amor a la verdad que nos remueva por dentro, también podemos desarrollar un odio a la verdad que nos llene de un apasionado sentido del propósito. Resistirse al conocimiento también es una experiencia emocional.

Hay una larga tradición intelectual que mira con recelo la pasión humana por el conocimiento y plantea dudas sobre su valor para la vida. Se pueden dar razones para el deseo de saber; también se pueden dar razones para limitar ese deseo. Pero, aparte de las razones, también hay un choque de emociones irracionales, en el que el deseo de defender nuestra ignorancia aparece como un poderoso adversario del deseo de escapar de ella.

Una fuente de ese choque es que consideramos nuestras opiniones una prolongación de nuestro propio yo, como una prótesis. Cuando se la ataca o descarta, sentimos que se ha tocado algo íntimo. Y cuando falla, nos sentimos avergonzados. Sócrates sostenía que no hay vergüenza en estar equivocado, solo en actuar de forma equivocada. Y tenía razón. Pero no es lo que sentimos inicialmente, sobre todo cuando otra persona expone nuestros errores.

Ningún argumento es incorpóreo. Detrás de cada afirmación hay alguien que afirma, y es él, no su afirmación, quien hiere nuestro orgullo. Por extraño que pueda parecer, los matemáticos y científicos que debaten asuntos muy alejados de su vida cotidiana pueden ser tan dogmáticos, partidistas y susceptibles como cualquier xenófobo. Se ha descubierto un nuevo bosón: ¿es un paso de gigante para la humanidad o un punto para nuestro bando? Que exista una Olimpiada Internacional de Matemáticas para equipos nacionales de jóvenes nos dice mucho sobre el animal humano.

En algún momento todos declinamos la oportunidad de aprender lo que realmente es el caso. Renunciamos voluntariamente a la oportunidad de adquirir creencias verdaderas sobre el mundo por miedo a que en el proceso queden al descubierto verdades sobre nosotros mismos, especialmente nuestro insuficiente valor para el autoexamen. Preferimos la ilusión de la autosuficiencia y abrazamos nuestra ignorancia por la única razón de que es nuestra. No importa que confiar en una opinión falsa sea la peor clase de dependencia. No importa que por terquedad dejemos pasar la oportunidad de ser felices. Preferimos hundirnos con el barco a que raspen nuestros nombres de su casco. Sócrates decía que no entendía por qué alguien se enfada con alguien que quiere ayudarle. De nuevo tiene razón, no tiene sentido. Pero todo niño quiere subirse la cremallera de su propio abrigo.

Así que, mientras sacudimos la cabeza ante los encantados por charlatanes y demagogos, no nos excluyamos del género humano. Todos queremos saber, y queremos no saber. Aceptamos la verdad, nos resistimos a ella. La mente va y viene, jugando al bádminton consigo misma. Pero no parece un juego. Es como si nuestras vidas estuvieran en juego. Y así es. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

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(Detroit, 1956), renombrado ensayista, historiador de las ideas y profesor de la Universidad de Columbia, es colaborador frecuente de The New York Review of Books y The New York Times. Su libro más reciente es El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad (Debate, 2018).


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