Cierto manual anónimo bizantino de tácticas para la guerra menciona que un general debe tener habilidades oratorias porque “creo que le otorga a un ejército el más grande beneficio”. Dice que la exhortación de su discurso hará que los soldados “desprecien todas las penurias y deseen todos los reconocimientos”. Asegura que el llamado de una trompeta no estimula tanto “la fuerza del corazón” como la arenga que “lleva el espíritu a elevarse contra los peligros” y el brío de los soldados se mantendrá incluso si le sobreviene un desastre al ejército. Lanza una frase aventurada: “Si el discurso del general es poderoso, será más útil en la desgracia que los doctores que atienden a los heridos”. Y termina el tema con estas palabras: “Nunca debería elegirse a un general incapaz de dar una buena arenga, ya que ningún general en sus cabales despacha a un ejército sin antes arengarlo”.
Esta idea aparece en todos los manuales bélicos de la época. El Strategikon de Mauricio I es más parco y a la vez revelador en este rubro. “Deberán pronunciarse discursos adecuados para envalentonar a los soldados, recordando sus victorias anteriores, prometiendo galardones del emperador y recompensa por su servicio leal a la patria”. Este texto hace notar que el ejército está distribuido en divisiones “no todas en el mismo lugar al mismo tiempo” y quizás el discurso haya de repetirse para que todos lo escuchen.
Las fuerzas dispuestas para entrar en acción podían sumar más de veinte mil efectivos. A ver qué general tiene voz para que todos lo escuchen en un espacio abierto, con caballos resoplando.
Por la mano de Shakespeare, vemos a Enrique V en el teatro dando su discurso del Día de San Crispín. “If we are mark’d to die, we are enow to do our country loss; and if to live, the fewer men, the greater share of honour”. Ahí en el escenario apenas caben Westmoreland, Bedford y Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester, porque no hay modo de meter a los ocho mil soldados que participaron en la batalla de Agincourt. Aún si cada espectador se imagina como parte de ese ejército, habría de pensar que hacen falta tres teatros The Globe o todo el Auditorio Nacional. Si bien los ingleses celebran la batalla de Agincourt precisamente porque esos ocho mil formaban un ejército pequeño. “We few, we happy few”.
Los bizantinos que leían los manuales que cito arriba, solían andar en grupos de veinte a cuarenta mil, aunque en crónicas como la de Skylitzes podemos leer que a veces sumaban más de ochenta mil efectivos.
Moisés le dijo a Jehová: “¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua”. Pero luego hubo de dirigirse a un público que sumaba dos millones cuatrocientas mil personas. Eso es como subirse al cerro del Obispado y dirigirse a media población de Monterrey y su área metropolitana.
Dejando a un lado los sermones bíblicos, como aquel de las bienaventuranzas, el más famoso trozo de oratoria en la historia siempre fue el discurso fúnebre de Pericles; aunque en fechas recientes trae las alas caídas porque a mucha gente no le gusta la democracia, porque pocos se conectan con “amamos la belleza con sencillez y filosofamos sin blandura”, porque muchos se sienten aludidos cuando llama “inútiles” a quienes no participan de la vida pública y porque al dirigirse a las mujeres, dice que será grande la reputación de “aquella cuyas virtudes o defectos anden lo menos posible en boca de los hombres”.
Cuando Ciro se dirige a los diez mil mercenarios griegos, les dice: “No los llevo como aliados por no tener hombres bárbaros, sino porque creo que ustedes son mejores y más valerosos”. Y pese a haber sido un sátrapa con escasos valores democráticos o libertarios, agrega: “Sean dignos de la libertad que tienen y por la que yo los felicito”. Al final les ofrece riquezas.
Sabemos que Ciro muere en la batalla y los griegos se quedan descabezados. El propósito ya no es la guerra o las riquezas, sino regresar vivos a casa. Jenofonte es ahora el de los discursos: “La disciplina supone salvación, mientras que la indisciplina ha perdido ya a muchos”. Les menciona que es el valor lo que da las victorias, no la cantidad.
Estoy convencido de que, los que en la guerra buscan por todos los medios conservar la vida, ésos por lo general mueren cobarde y vergonzosamente, mientras que, quienes han comprendido que la muerte es común e ineludible para todos los hombres y luchan para morir con honor, veo que ésos llegan frecuentemente a la vejez y, mientras viven, son más felices.
Y de esos que llegan a viejos luego de una guerra o batalla, Shakespeare dice:
He that shall live this day, and see old age,
Will yearly on the vigil feast his neighbours,
And say ‘To-morrow is Saint Crispian:’
Then will he strip his sleeve and show his scars.
And say ‘These wounds I had on Crispin’s day.’
Así se entiende que es más digno llevarse alguna herida que salir ileso. Cervantes o don Quijote decían: “Las feridas que se reciben en las batallas antes dan honra que la quitan”.
Algunos entrenadores deportivos sueltan discursos para motivar. A diferencia de los generales griegos y romanos, supongo que los entrenadores no tuvieron clases de retórica. Y supongo que a un futbolista que juega más de cincuenta partidos al año le aburriría tener un director técnico que se creyera un Demóstenes redivivo. Sin embargo, parece que más allá del amor propio y el salario, requieren motivaciones auditivas. Porras, porristas, sonsonetes, trompetas, tambores, anunciadores, cohetes y tutsi pop. La mayoría hacemos nuestro trabajo sin toda esta alharaca.
Un general no tendría mucha posibilidad para inventar nuevos discursos antes de una batalla. Estarían llenos de lugares comunes, y el tono sería tan importante como el contenido. Estas palabras que Harmocides le recetó a sus huestes, son bastante flojas:
Como, evidentemente, esos sujetos pretenden hacernos víctimas de una muerte segura, debido, presumo, a las calumnias de que somos objeto por parte de los tesalios, preciso es, en estos instantes, que todos y cada uno de ustedes se comporte en consecuencia como un valiente; pues es preferible que terminemos nuestros días en plena acción defensiva, que dejarnos aniquilar sufriendo el más infame de los destinos.
La traducción debe de ser mala, porque son palabras sin alma que poco habrían azuzado al soldado.
Volviendo a los bizantinos, Sirianus Magister tiene un tratado de retórica militar. Propone distintos ejemplos para incitar a los soldados a la pelea: por la patria, por la religión, por los compañeros, para castigar a los malvados. Se puede adular a los soldados. Llamarles “los más valientes”, aunque aún no hayan dado muestras de nada. Usar el recurso de pintar un futuro mejor si se gana la batalla; o uno terrible si se pierde. Para esto último pone como ejemplo: “Por otro lado, si renunciamos a la guerra, es posible que salvemos temporalmente nuestras vidas al elegir escapar, pero pronto todos juntos y nuestras familias serán destruidas”.
Nada de esto son frivolidades. Ciertamente, con escudo y espada en mano, avanzando para matar o morir, cualquiera necesita una buena perorata, y la necesita en la hora límite, de modo que no quede tiempo para cuestionar y refutar.
Con más tiempo para meditar, como en las trincheras, la poesía no es heroica. Ahí no versifica Homero ni Shakespeare. Otro tono lleva el lapidario poema “Aquí yacemos muertos”de A. E. Housman. Marca la distancia entre el general que da el discurso y los jóvenes soldados que mueren.
Here dead we lie because we did not choose
To live and shame the land from which we sprung.
Life, to be sure, is nothing much to lose,
But young men think it is, and we were young. ~