La perra

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En su infancia pasó hambre y no tuvo hogar; sin embargo, la infancia es la época más feliz de la vida.

Su primer mayo –esos días primaverales a las afueras de la ciudad– fue especialmente bueno. El olor de la tierra y de la hierba joven colmaban su alma de alegría. Sentía una punzante, casi intolerable dicha; a veces era demasiado feliz como para incluso comer. Todo el día había un vapor verde y cálido en su cabeza y en sus ojos. Se agachaba sobre sus patas delanteras frente a un diente de león y emitía unos ladridos felices, enojados, infantiles, entrecortados; le estaba pidiendo a la flor que se uniera y corriera con ella, y la fijeza de su obstinado tallo verde la sorprendía y frustraba. Entonces, súbitamente, cavaba un hoyo con frenesí; salían volando pedazos de tierra debajo de su estómago y sus patas rosas y negras casi se quemaban con la tierra pedregosa. Su carita adoptaba un gesto preocupado; más que jugar un juego, parecía cavar para salvar su vida. Tenía una panza regordeta y rosada y sus patas eran anchas, aunque comía muy poco en esa buena época de su vida. Era como si la alegría la engordara, la dicha de estar viva.

Y entonces esos fáciles días de infancia terminaron. El mundo se colmó de octubre y noviembre, de hostilidad e indiferencia, de lluvias heladas y aguanieve, de lodo, de restos de comida repugnantes y viscosos cuyo olor le provocaba náuseas hasta a una perra hambrienta.

Pero incluso en su vida sin hogar había cosas buenas: un compasivo rostro humano, una noche pasada junto al fuego, un hueso dulce. En su vida de perra había lugar para la pasión, para el amor perruno, para la luz de la maternidad.

Era una callejera pequeña y patizamba. Pero vencía a las fuerzas hostiles porque amaba la vida y era lista. Sabía de qué lado podía atacarla un problema. Sabía que la muerte no hacía mucho ruido ni alzaba la mano amenazadoramente, que no lanzaba pedradas ni pisaba fuerte; no, la muerte se acercaba con una sonrisa congraciadora, sosteniendo un pedazo de pan y con una red escondida detrás de la espalda.

Sabía del poder asesino de coches y autobuses y tenía un conocimiento preciso de sus diferentes velocidades; sabía cómo esperar pacientemente mientras pasaba el tráfico y atravesar velozmente cuando una luz roja detenía a los vehículos. Sabía del abrumador, pero inflexible, poder de los trenes eléctricos, y del hecho de que mientras se mantuviera a unos centímetros de distancia, hasta un ratón estaba a salvo de ellos. Conocía los rugidos, silbidos y runrunes de jets y aviones de hélice, al igual que la matraca de los helicópteros. Conocía el olor de las chimeneas de gas y sabía dónde hallar el calor que despedían las tuberías subterráneas. Conocía el ritmo de trabajo de los camiones de basura de la ciudad; sabía cómo meterse a todo tipo de cubos de basura y reconocía inmediatamente la envoltura de celofán de las carnicerías y el papel encerado alrededor del bacalao, la perca y el helado.

Un cable eléctrico negro, salido del suelo, le provocaba más terror que una víbora: una vez puso una pata sobre uno de esos cables pelados.

Probablemente, esta perra sabía más de tecnología que una persona inteligente e informada de hace tres siglos.

No es que fuera solamente hábil: era instruida. Si hubiera fracasado su educación sobre la tecnología de mediados del siglo XX, habría muerto. Los perros que llegaban de los pueblos a la ciudad a veces duraban sólo unas horas. Pero el conocimiento y la experiencia tecnológicos tampoco eran suficientes; un entendimiento de la esencia de la vida era igualmente importante para la lucha. No hubiera podido sobrevivir sin una sabiduría mundana.

Esta perra callejera sin nombre sabía que la piedra fundacional de su vida era la errancia –el cambio perpetuo. De vez en cuando una persona amable se apiadaba de la vagabunda de cuatro patas. Le daba unas sobras de comida y le encontraba un lugar para dormir. Pero de traicionar ella su esencia errante, lo habría pagado con la vida. De haberse establecido, la perra hubiera dependido de una persona amable y de cien personas crueles.

La gente creía que la perra peregrina era incapaz de sentir devoción, que la vagancia la había corrompido. Estaban equivocados. No era que la vida hubiera endurecido el corazón del can errante; era sencillamente que nadie necesitaba el bien que anidaba en ese corazón.

La atraparon de noche, mientras dormía. En lugar de matarla, la llevaron a un instituto científico. La bañaron en un líquido tibio, y después no volvió a tener problemas de pulgas. Durante varios días vivió en un sótano, en una jaula. La alimentaban bien, aunque ella no tenía ganas de comer. Extrañaba su libertad, y la perseguía la sensación de una muerte inminente. Sólo aquí, en esta jaula con un lecho confortable, con comida sabrosa y un cuenco limpio, valoró verdaderamente y por primera vez la felicidad de sus días en libertad.

Le irritaban los ladridos estúpidos de sus vecinos. Gente con batas blancas la examinaba a profundidad. Uno de ellos, un hombre delgado con ojos brillantes, le dio unas palmadas en la cabeza. Entonces la llevaron a otra habitación más silenciosa.

Estaban a punto de presentarle la tecnología más avanzada del siglo XX; estaban a punto de prepararla para algo trascendental.

Le dieron el nombre de Petrushka.

Probablemente, ni emperadores enfermos ni primeros ministros fueron sometidos a tantos análisis médicos. Delgado y de ojos brillantes, Alexei Georgievich estudió todo lo que había que saber sobre el corazón, los pulmones, el hígado, el intercambio de gases, la composición sanguínea, los reflejos nerviosos y los jugos digestivos de Petrushka.

Petrushka supo que ni el personal de limpieza, ni los técnicos del laboratorio, ni los generales cubiertos de medallas eran los amos de su vida y muerte, de su libertad, de su última agonía. Al entender esto, su corazón cedió todo su flamante amor a Alexei Georgievich, y nada pudo hacer todo el horror de su pasado y presente para endurecerla frente a él.

Sabía que todo –las inyecciones, los viajes nauseabundos en la centrifugadora y en las cámaras de vibración, la molesta sensación de ingravidez que de repente se apoderaba de su consciencia, de sus patas delanteras, de su cola, de su pecho, de sus patas traseras– era responsabilidad de su amo, Alexei Georgievich. Pero saberlo no cambiaba nada. Siempre estaba a la espera del amo que había encontrado; languidecía cuando no estaba, rebosaba alegría cuando escuchaba sus pisadas; y cuando se iba, por las tardes, sus ojos cafés parecían cuajarse de lágrimas.

Después de alguna sesión matutina particularmente difícil, Alexei Georgievich solía visitar la habitación de Petrushka. Jadeando, con la lengua de fuera, la cabeza apoyada en sus grandes patas, Petrushka lo miraba sumisamente.

De alguna manera extraña e incomprensible, este hombre, que se había convertido en el amo de su vida y destino, estaba mezclado con el recuerdo de aquel vapor verde de la primavera, con esa sensación de libertad. Miraba al hombre que la había condenado a la prisión y el sufrimiento, y lo que brotaba en su corazón era la esperanza.

A Alexei Georgievich le llevó algún tiempo darse cuenta de que sentía compasión y ternura hacia Petrushka, de que no estaba simplemente concentrado en los detalles prácticos de un proyecto.

En una ocasión, viendo a un perro de laboratorio, pensó en lo absurdo que era que la gente que cría animales –millones, en todo el mundo– sintiera un amor devoto por los cerdos y las gallinas que iba a sacrificar. Y ahora, su sentimiento por esos ojos nobles, por esa nariz húmeda presionando contra la mano del asesino, no era menos absurdo.

Pasó el tiempo; pronto llegaría el día del viaje de Petrushka. Ahora hacía ejercicios en la mismísima cápsula espacial. La criatura de cuatro patas estaba abriéndole camino al hombre; su viaje en la lejana distancia iba a ser un ensayo para el vuelo más largo y más lejano del hombre.

Alexei Georgievich no le caía bien a sus subordinados. Algunos le temían; tenía poca paciencia y solía tratar con rudeza a sus ayudantes de laboratorio. Sus superiores tampoco le querían.

Tampoco era fácil relacionarse con él en casa; solía tener jaquecas y el ruido más ligero le irritaba. Padecía acidez y creía que su esposa no le alimentaba bien, que siempre estaba ayudando secretamente a sus numerosos familiares en lugar de atender a su esposo.

Con sus amistades no era diferente; siempre perdía la paciencia, y los acusaba de envidia o indiferencia. Se peleaba con ellos, se deprimía y luego le costaba un gran esfuerzo hacer las paces.

Alexei Georgievich no era menos duro consigo mismo; a veces musitaba amargamente: “Sí, todos están hartos de mí, y no hay nadie más harto que yo”.

La callejera patizamba no tenía nada que ver con las intrigas de laboratorio, no podía ser acusada de no cuidar bien a Alexei Georgievich y parecía libre de envidia. Como Cristo, hacía el bien a cambio del mal, pagándole con amor por todo el sufrimiento que le había provocado.

Él examinaba sus electrocardiogramas, o los análisis de su presión sanguínea o sus reflejos, y los ojos marrones de la perra lo observaban con devoción. Una vez comenzó a explicarle en voz alta que las personas pasaban por el mismo entrenamiento y que también les parecía difícil. Era cierto, prosiguió, que los riesgos a los que ella se exponía eran más grandes que los riesgos a los que se exponían las personas; sin embargo, a ella le iba mucho mejor que a la pobre Laika, cuya muerte en el espacio había sido un desenlace inevitable.

Una vez le dijo a Petrushka que iba a ser la primera criatura, desde que comenzó la vida en la Tierra, en avizorar la verdadera profundidad del cosmos. Le había tocado un destino maravilloso. Iba a adentrarse en el espacio cósmico: el primer mensajero de la razón libre iba a ser enviado al universo.

La perra parecía entenderle. Era, después de todo, inusualmente lista –a su canina manera. Los técnicos del laboratorio y el personal de limpieza solían bromear: “¡Nuestra Petrushka debe haber cursado tecnología básica!” La vida entre aparatos científicos no era difícil para ella; parecía entender los diversos utensilios y ser capaz de orientarse hábilmente en un mundo de abrazaderas, pantallas, tubos electrónicos y dispositivos automáticos.

Más que nadie, Alexei Georgievich tenía la habilidad de configurar el panorama completo de las funciones vitales de un organismo volando en pleno espacio, a miles de millas de distancia de los laboratorios terrestres. Era uno de los fundadores de una nueva ciencia: la biología cósmica. En esta ocasión, sin embargo, no estaba solamente fascinado por la complejidad del proyecto; Petrushka la patizamba había logrado, de alguna manera, que todo pareciera un poco diferente.

Miraba los ojos de la perra. Esos ojos amables, no los ojos de Niels Bohr, iban a ser los primeros en otear el cosmos, en ver un espacio cósmico no limitado por el horizonte. Un espacio sin viento y con débiles fuerzas gravitacionales, un espacio sin lluvia, sin nubes, sin mariposas, un espacio de fotones y ondas electromagnéticas.

Y le parecía a Alexei Georgievich que los ojos de Petrushka iban a ser capaces de decirle lo que habían visto. Y él leería y entendería el más arcano de los cardiogramas: el cardiograma secreto del universo.

Todos los que conocían a Alexei Georgievich –superiores y subordinados, familiares y amigos– eran conscientes de los cambios extraños que se producían en él; nunca había sido tan dócil, tan amable, tan triste.

Este nuevo experimento era especial. No se trataba solamente de que la cápsula, saliéndose de órbita, se internara en las profundidades del espacio y dejara a la Tierra cientos de miles de kilómetros atrás. No, lo que era especial era la presencia de una criatura viviente, penetrando el cosmos con su psique. O mejor: el cosmos iba a penetrar en la psique de un ser viviente. Esto era lo que importaba, no solamente las cuestiones de sobrecarga, vibraciones, la sensación de ingravidez…

Ante esos mismos ojos la superficie plana de la Tierra comenzaría a curvear. Los ojos de un animal viviente iban a confirmar la verdad de la visión de Copérnico. ¡Un globo! ¡Un geoide! Y más, mucho más. Un sol más joven, desembarazándose del peso de dos billones de años, se levantaría desde la negrura espacial ante los ojos de una perra pequeña y patizamba. El horizonte terrestre desaparecería en flamas violetas, lilas y naranjas. Ese globo milagroso cubierto de nieve y arena ardiente, lleno de una vida inquieta y maravillosa, no sólo desaparecería debajo de las patas del animal sino saldría de su campo de conciencia; entonces las estrellas tomarían cuerpo, se cubrirían de una carne termonuclear –una brillante, ardiente sustancia.

La psique de una criatura viviente iba a ser penetrada por un reino no cubierto por el calor de la Tierra, por suaves nimbos, por el poder del flogisto. Ojos vivientes mirarían por vez primera el abismo sin aire, el espacio de Kant y de Einstein, el espacio de los filósofos, los astrónomos y los matemáticos; verían ese espacio no a través de la especulación, no a manera de fórmula, sino tal como es, sin montañas ni árboles, sin rascacielos, sin pueblerinas casuchas.

Nadie alrededor de Alexei Georgievich podía entender lo que le estaba pasando.

Le parecía que estaba descubriendo una nueva forma de conocimiento, más alto que el conocimiento derivado de ecuaciones diferenciales y del testimonio de los instrumentos. Este nuevo conocimiento era transferido de alma a alma, de ojos vivientes a ojos vivientes. Y todo lo que le irritaba, que lo volvía suspicaz o rencoroso, había dejado de importar.

Le parecía a Alexei Georgievich que una nueva calidad estaba a punto de entrar en la vida de los seres terrestres, enriqueciendo y elevando esta vida –y que con esta nueva calidad vendría el perdón y la justificación de su propia vida.

La nave despegó. Como a través de un hoyo en el hielo, un animal se sumergió en el espacio. Los botones y monitores estaban dispuestos de tal manera que, a donde girara la cabeza, el animal sólo viera el espacio, perdiendo toda consciencia de lo que era terrestre y familiar. El universo estaba penetrando el cerebro de un perro.

Alexei estaba convencido de que su conexión con Petrushka permanecía inquebrantable; podía sentir esta conexión incluso cuando la cápsula estaba a cientos de miles de kilómetros de distancia. Y esto no tenía nada que ver con las señales automáticas de radio que registraban el pulso acelerado de Petrushka y los súbitos brincos en su presión sanguínea.

La mañana siguiente, Apresyan, el técnico del laboratorio, le dijo: “Estuvo aullando, aullando durante mucho tiempo”. Y agregó bajando la voz: “Da miedo: un perro solo en el universo, aullando”.

Todos los instrumentos funcionaron con total e inverosímil precisión. El grano de arena que había salido al cosmos encontró su camino de regreso a la Tierra, al grano de arena que lo había engendrado. Los sistemas de frenado funcionaron impecablemente; la cápsula aterrizó en el punto elegido de la superficie terrestre.

Apresyan sonrió y le dijo a Alexei Georgievich. “El impacto de ciertas partículas cósmicas habrá reestructurado los genes de Petrushka y tendrá cachorros con extraordinarias habilidades creativas para todo lo que tenga que ver con álgebra avanzada y música sinfónica. Los nietos de nuestra Petrushka compondrán sonatas tan buenas como las de Beethoven. Construirán las máquinas cibernéticas de nuevos Faustos”.

Alexei Georgievich no le respondió al bromista.

Alexei Georgievich viajó a donde había aterrizado la cápsula. Tenía que ser el primero en ver a Petrushka, ningún asistente podía tomar su lugar.

Su encuentro fue todo lo que Alexei Georgievich quería que fuera.

Ella corrió hacia él, moviendo tímidamente la punta de la cola.

Pasó un tiempo antes de que él pudiera ver los ojos que habían recibido al universo. La perra no dejaba de lamer sus manos como señal de obediencia, como señal de su renuncia eterna a una vida de libertad y errancia, como señal de su aceptación de todo lo que fue y será. ~

Traducción del inglés de Santiago Bucheli

© Vasili Grossman

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