Notas del paraíso

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A un perro muerto, desecho, con las tripas para fuera, lo trato como a cualquier objeto. Tú no podrías hacer esto sin vomitarte; ahí está la diferencia. No es que tú tengas ojos verdes y yo cafés, ni que mis manos estén llenas de callos. Tú y yo somos diferentes; aparentas que somos iguales, te haces, pero a mí no me engañas: tú sabes que somos diferentes.

Mariano se agacha a recoger una bolsa de plástico negro arrojada fuera del camión de la basura. De la bolsa escurre un líquido ocre. Al olor ya estoy acostumbrado. Mariano, sin pudor, abre la bolsa: cáscaras de huevo, naranjas podridas, un frasco de perfume vacío, papel de baño usado, latas abiertas, bolsas de palomitas de microondas, un par de condones usados, un vaso roto, un celular sin pila. Las manos de Mariano, como las de un artista que conoce bien su oficio, hábilmente separan el plástico del metal, el vidrio del papel seco, el celular sin pila de las cáscaras de huevo. Mariano abre un costalito, que cuelga en medio del contenedor del camión verde, lleno de celulares huérfanos y arroja ahí su nuevo hallazgo.

Lo que otros tiran a mí me sirve, lo que para otros es basura para mí no. Por ejemplo, las botellas de perfume vacías. Tú la tiras, yo la recojo, la limpio y se la vendo a otro que se dedica a rellenarla y se la vende a otro, que se la vende a tu novia como si fuera original y ella te la regala a ti. Yo sé todo de todos los del barrio en el que trabajo: que si es borracho, que si está enfermo y toma pastillas, que si no tienen lana porque tiran menos, y cuando tienen tiran todo: radios, teles, colchones, todo. Luego tiran hasta sus fotos. Ésas las agarro y me las llevo a mi casa, donde las tengo en un álbum. Algunos días me pongo a ojearlo y me doy cuenta cómo la vida de nosotros es bien diferente. Pero no te creas que es por el dinero, que, aunque luego nos falta, de vez en cuando hasta nos sobra.

Llegamos a una gran bodega donde hacen fila unos cuarenta camiones verdes cargados de lo que ya no nos interesa. Uno a uno, grandes elefantes alzados en dos patas, depositan nuestros desechos en contenedores que bailan de un lado a otro, compactando todas las botellas de refresco, restos de pepino y zapatos viejos. Comienza el último viaje dentro de esta gigantesca embarcación. Nuestro olvido pasará por debajo del segundo piso del Periférico, en San Antonio, navegará por el Eje Cinco, frente a la plaza de toros y el Estadio Azul, partiendo la gran ciudad en dos. La nave repleta de recuerdos baja por Río de la Piedad, pasa por Pantitlán, Ciudad Neza y por los restos del lago, ahora chapoteaderos con ridículos nombres como Cola de Pato o La Regaladita. Allí, en el fin del mundo, junto al río de la mierda o Gran Canal, detrás del moderno Aeropuerto “Benito Juárez”, llegarán para ser sepultados, simplemente olvidados, la cabeza de tu muñeca, el arma del asesino, el cuerpo de tu perro muerto, todas las cáscaras. Lo que queda una vez que le sacamos todo el jugo. Ahí está: el desierto de lo olvidado, el tiradero.

Mi mamá viene de Toluca y mi papá de por ahí, en el estado de Hidalgo, pero se fueron a encontrar en un tiradero que en aquellos tiempos estaba por la Huisotla. Yo nací en el tiradero de Santa Fe, frente a lo que hoy es la Universidad Iberoamericana. Ahí fue donde yo nací. Cuando yo estaba chiquito, me platica mi mamá, me ponía en una caja de cartón y ahí me tenía, a la orilla del viaje de la basura. Le decíamos viaje porque uno seleccionaba lo que todavía sirviera y hacía su bulto, luego venían algunos de los que tuvieran burros y se lo llevaban en carreta para vender; ya había algunos con camiones, pero se atascaban en los tiraderos y por eso usábamos los burros. Yo no hice ni la primaria ni nada, desde chiquito trabajo y trabajo, no supe lo que era la vida hasta que cumplí los veinticinco años; nunca supe lo que era un antro, ni el cine, porque siempre estábamos en el tiradero. Se vivía muy bien, no faltaba nada, jugábamos al futbol, teníamos iglesia, podías tener que un marranito, que un burro, y ni teníamos que darles de comer. Se vivía bien en el tiradero: la basura era nuestro paraíso. Y de ahí es de donde vivimos todavía, de la basura.

Al tiradero se le llama hoy relleno sanitario, una gran obra de ingeniería. Es una estampa apocalíptica: montañas tan altas como cinco hombres, con máquinas que parecen bestias, comprimiendo y apilando la basura. Tiene más de quince metros de alto el cerro creado por nuestro olvido. Camiones blancos cargados de tierra llegan y cubren para siempre lo que según nosotros ya no sirve. Las grandes máquinas, con sus nubes de humo negro, van y vienen tapando todo rastro de lo que antes valorábamos.

Nos dicen que mugrosos, pepenadores, que comemos perros muertos, que comemos de lo peor; te tuercen la boca, te hacen un gesto y que hazte pa allá, porque me ensucias. Se siente uno mal, la verdad es que sí incomoda, y aunque somos diferentes, los dos somos de carne y hueso, no hay por qué andarle buscando. La verdad a mí me gusta mi trabajo, aunque luego hay gente que me dice que es bien sucio y, pues, lógico. Pero, ora sí que es sagrado el trabajo de alguien; sí: es sagrado.

A los pepenadores ahora se les dice recolectores y trabajan cuatro turnos, en una gran fábrica llamada planta de selección. Su trabajo es devolverle la vida a lo que nosotros damos por muerto. La planta trabaja veinticuatro horas al día. Estos doctores de nuestra sociedad viven en el anonimato, asilados de todos, como monjes haciendo un sacrificio. Los años pasarán y, cuando no se pueda seguir agrandando la montaña de desechos, cubrirán este panteón con árboles y flores, derribarán la gran fábrica y se llevarán el olvido a otra parte. Nosotros podremos ir a esas áreas verdes con olor a metano y putrefacción a pasar el día y a rendirle homenaje a nuestra nada… Y pensar que así nosotros, como la basura, nos convertiremos en polvo… en olvido. ~

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