La “Santa Madre” China

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Llego de día a la ciudad de Taiyuán (aproximadamente dos millones de habitantes), capital de la provincia de Sanshí en el norte de China, y fácilmente echo de ver que se trata de un importante centro industrial. El cemento, el hierro, la ingeniería, los productos químicos, forman la base principal de su actual prosperidad. En cuanto a sitios turísticos, no sé de ninguno. Libros, folletos y guías no incluyen esta zona entre aquellas que poseen sitios mundialmente renombrados, o que la industria del turismo sanciona como “obligatorios” para los grupos de apresurados visitantes. Por ello hay pocos extranjeros, y mi presencia llama mucho la atención. Soy el único occidental en comercios, en restaurantes, o en las calles por donde transito. La gente se vuelve con curiosidad para examinarme de hito en hito. Los niños me señalan con el dedo. Los padres cuchichean con los chicos viéndome, unos de reojo y otros con descaro, de frente. Me molesta ser el blanco de tantos mirones, pero al fin me acostumbro. Aquí, mis rasgos faciales discrepan conspicuamente de la norma: carezco de ojos oblicuos y mi pelo no es liso. Aquí, me doy cuenta, en verdad soy un personaje exótico.

Vamos a visitar un templo, el templo de la “Santa Madre”. Confieso que lo primero que ese nombre me sugirió fue la imagen de María Santísima, Madre de Dios. Pero, claro, en esta parte del mundo la Guadalupana no cuenta con un solo seguidor. ¡Y pensar que de Nuestra Señora ni siquiera han oído hablar! Nueva sorpresa. De hecho, se trata de un templo erigido en honor de un ser humano: una señora que no es “la nuestra”, y que vivió hace muchísimo tiempo. Después de todo, la mayor virtud del viaje a lugares remotos y ajenos es forzarnos a reconsiderar nuestros prejuicios e ideas recibidas.

En el Lejano Oriente, es bien sabido, se practica el culto a los ancestros. Algunos estudiosos señalan que no se trata de “adoración” en sentido religioso, sino simplemente veneración y respeto. Sea como fuere, se levantan templos, se construyen altares, se quema incienso y se hacen reverencias a la efigie o a otros símbolos de los antecesores (como tablillas con el nombre de los venerados). En los hogares, se practica el culto a la memoria de ancestros individuales. Pero, como escribe un experto, “hay personajes con mayor calidad reverencial o de culto que otras”. Es decir, personajes que por sus hazañas o celebridad, como jefes de clanes, líderes o reyes, superan al común de los fallecidos, y llegan a ser tratados con ceremonias litúrgicas y homenajes propios de una deidad. Así sucedió con la homenajeada del templo de Jin Ci,1 a unos veinticinco kilómetros de la ciudad de Taiyuán.

El lugar es antiquísimo. Nadie sabe con precisión cuándo empezó a construirse, sólo se sabe que fue durante el período de la historia china conocido como Primavera y Otoño (722-481 a.C.). En ese tiempo, China no era un gran imperio unido, como llegó a serlo después, sino un conjunto de estados feudales que guerreaban constantemente entre sí, siempre dados a la intriga diplomática, agrediéndose todo el tiempo unos a otros, y formando alianzas con el abierto y cínico propósito de anexarse las tierras del vecino. Ni qué decir que las fronteras de esos estados (y llegó a haber nada menos que hasta ciento setenta de ellos) cambiaban constantemente.

En esa caótica era, surgió en el norte, en la región de la actual ciudad de Taiyuán, una poderosa dinastía, la de los Zhou. Imponía su hegemonía sobre los dominios circunvecinos, cuando uno de ellos, el reino Tang, se rebeló contra los opresores. El rey de los Zhou aplastó brutalmente la resistencia. Cuentan los cronistas que, viendo a los rebeldes derrotados, y muertos sus jefes, el rey victorioso tuvo un gesto de briosa altanería. En la euforia del triunfo quiso bromear. Tomó una hoja de un frondoso árbol chino conocido como wu-tong (nombre científico, Ferminia plantanifolia) y la cortó para darle la forma del sello real. Entonces, se acercó a su hermano menor, quien era apenas un jovenzuelo, y ofreciéndole dicha hoja le dijo: “Ahora tú quedas nombrado como rey de Tang”. El chiste se basaba en un juego de palabras: Tang, el reino vencido, y tong, el árbol frondoso, suenan muy semejante en el idioma chino.

Sucedió que un oficial de la corte estaba presente cuando el rey Zhou hizo su chiste. Inmediatamente, asumió un aire austero y solemne, y dirigiéndose al rey le pidió que escogiera la fecha para la sanción oficial de la postulación que acaba de realizar. El rey protestó aduciendo que había sido sólo una broma. A lo cual el cortesano respondió con el mismo tono glacial: “El rey no bromea. Cada una de sus alocuciones queda registrada en las crónicas oficiales, sus órdenes son siempre obedecidas por sus súbditos, e instrumentadas con todo el debido ceremonial”. Obviamente, ese tío no tenía un gran sentido del humor. Así fue como el título de rey de Tang fue oficialmente conferido al hermano menor del monarca de Zhou… y se frustró una anexión.

Quiso el destino que el joven nombrado, cuyo nombre era Shu Yü, llegara ser un buen gobernante. Desarrolló la agricultura, mejoró las técnicas de irrigación de los campos y fue muy querido de su pueblo. El templo que vamos a visitar fue originalmente erigido en honor de Shu Yü, y en conmemoración de sus buenas acciones. Pero, como en China los honores son retrospectivos, al paso de los años la madre de Shu Yü se convirtió en la titular del templo. ¿Y no es más lógico y más justo que así sea? En Occidente, la nobleza se otorgaba a un hombre por sus hazañas, y absurdamente los privilegios del título nobiliario se perpetúan en su descendencia, aunque los descendientes sean unos zánganos o unos viciosos buenos para nada, a quienes los honores no les cuestan más trabajo que el de portar cierto apellido. Más justos y más lógicos los chinos, entre quienes una gran hazaña honraba a su autor, luego a los padres y, cosa todavía más notable, ilustraba hasta a los abuelos y a los bisabuelos…

Otra diferencia. Se habla de un templo, pero esto no significa una construcción única y aislada, como nuestras iglesias o catedrales. Aquí se trata más bien de un campo, a veces de muchas hectáreas, en donde existen diversos edificios, algunos, por supuesto, destinados a usos litúrgicos y de culto religioso, pero también varios pabellones, jardines, una sala o espacio de teatro, salones de exhibición, y actualmente hasta boutiques o tiendas de souvenirs. El templo (denominación que aquí se usa como sinónimo de “terreno sacro”) de Jin Ci tuvo un período de activa expansión durante los años 550 a 559 de nuestra era, cuando se construyeron edificios adicionales; otro en 1168. Ya desde el siglo XIV se lo conocía como el templo de la Santa Madre.

El portal de la entrada no tiene nada de especial interés. Es de construcción reciente, y no permite anticipar la venerable antigüedad de lo que hay dentro. El teatro es lo primero que aparece siguiendo la vereda central. No puedo comentar sobre la calidad estética de un celebrado letrero fijo encima del escenario: mi supina ignorancia respecto a la caligrafía china me lo impide. Pero me impresiona saber la solución que se encontró, en tiempos de la dinastía Ming (1368-1644), a los problemas de acústica que el teatro planteaba. Con el escenario al aire libre, y en un sitio frecuentado por las ruidosas multitudes que en el país más poblado de la tierra se encuentran por dondequiera, resultaba difícil oír a los actores. Se pensó entonces en traer ocho grandes urnas que fueron enterradas inmediatamente bajo el piso del escenario. La resonancia que así se obtuvo se adelantó por varios siglos a la moderna tecnología de amplificación del sonido.

Siguiendo por el sendero central, veo una plataforma de cemento, cuadrada, con un pequeño pabellón de unos cuatro metros de altura en su centro. Data de la dinastía Song, entre los años 1094 y 1098 de nuestra era. Me llama la atención que este lugar parece atraer a muchos niños. Pronto descubro la causa: hay aquí cuatro estatuas de hierro, de dos metros de altura, una en cada esquina de la plataforma, que representan hombres de aspecto hosco y marcial en pleno atuendo militar. Son los “hombres de hierro” los que atraen a los chicos. Aquí han estado, de pie, haciendo guardia por casi mil años. Sobre el pectoral de las armaduras se ven inscripciones que permiten conocer la fecha de nacimiento de cada uno. Así, se sabe que la estatua de la esquina suroeste fue forjada en el año 1097, por artífices de fuera de la región; la de la esquina noroeste, en 1098, pero su cabeza no lo fue hasta 1423; la del sureste, en 1098, aunque su cabeza es, relativamente hablando, casi nueva, dado que se realizó en 1926, y finalmente la del noreste es totalmente del siglo XX: cuerpo y cabeza datan de 1913. Ciertas leyendas pretenden dar cuenta de estos hechos.

Dice una leyenda que los “hombres de hierro”, después de haber estado de pie durante siglos, día y noche, a la intemperie y expuestos a todos los cambios de estación, terminaron absorbiendo las influencias etéreas y sobrenaturales propias del lugar. Éstas, junto con el incienso, las músicas, las ofrendas, y el fervor de las plegarias de los fieles que acudían al templo, produjeron un fenómeno portentoso: los hombres de hierro adquirieron sensibilidad y conciencia, tal como los hombres de carne y hueso. Las estatuas empezaron a hablar y a comunicarse entre sí.

Desgraciadamente, los hombres de hierro recibieron también las flaquezas morales y las perplejidades connaturales a los seres humanos. De manera que pronto se sintieron aburridos y a disgusto con su situación de guardias inmóviles. El ambiente que los rodeaba les pareció rudimentario y opresivo; los monjes a cargo del templo, tacaños, marrulleros y egoístas; y la zona en que estaban, triste, estrecha y descuidada. No sólo esto. La mezquindad propia del carácter humano les infundió envidias y disensiones. Tres de ellos se coludieron para maquinar contra el de la esquina suroeste, al cual detestaban por considerarlo “fuereño”. En efecto, esa estatua fue forjada por escultores de Sung-shan, lejos de la región, y tal parece que la recién adquirida humanidad de las estatuas era específicamente china y de corte tradicional -a juzgar por su xenofobia e inveterada suspicacia contra los extranjeros. Los tres guardias locales se hicieron hermanos juramentados, pero excluyendo al de la esquina suroeste.

Total, el lugar les llegó a parecer insufrible, y los tres que se obligaron a hermandad por juramento decidieron escapar. El del noreste, como el más osado y valiente, se dio a la fuga el primero. Los otros dos, menos arriscados, trataron de seguirlo, pero titubearon y fueron sorprendidos por el monje superior. Impelido por la cólera al descubrir el intento de fuga, los golpeó con su bastón en la cabeza, dejándolos seriamente descalabrados. Por eso es que las cabezas tuvieron que ser reemplazadas después.

Tampoco el escapado corrió con mejor suerte. Una férrea voluntad -de temple no inferior al del resto de su cuerpo- le hizo seguir el curso del Río Fen, arrostrando toda suerte de peligros, hasta su desembocadura en el poderoso Río Amarillo. Pero, llegado a este punto, hubo de detenerse. Aquí las aguas se ensanchaban, y una poderosa corriente levantaba grandes olas que habían devorado ya a cientos de hombres de carne y hueso, y sin duda no habrían despreciado a uno de hierro, como simple bocadillo para amenizar su consueto menú. Para colmo de males, sólo un endeble puente, hecho de paja y delgadas tablas, cruzaba el río.

Reflexionaba el hombre de hierro sobre la situación, cuando apareció un anciano viajero en el camino. El de hierro le hizo conversación, diciéndole: “Me he detenido aquí a pensar cómo cruzar al otro lado del río. El puente que han tendido en esta parte me parece de construcción débil, y mucho me temo que si me arriesgo a cruzar sobre él, se puede derrumbar…”

El anciano contestó: “¿Qué está usted diciendo? ¿Cómo que derrumbar? ¡Ni que fuera usted un hombre de hierro de Jin Ci, para tirar un puente con sólo caminar sobre él!”

Maravilla de maravillas: en ese momento, precisamente cuando el anciano pronunció las palabras “hombre de hierro de Jin Ci”, la sensibilidad y la capacidad de reaccionar y pensar del hombre de hierro se desvanecieron de pronto. Volvió a ser lo que antes era: una simple estatua de hierro, muda, fría e inmóvil. Además, pesadísima: nadie volvió a saber nada del hombre de hierro de la esquina noreste. Tal vez quedó hundido en lo más profundo de aquel recodo del poderoso Río Amarillo. Una estatua nueva se forjó en el siglo XX, para reemplazar la desaparecida. Es, por cierto, la menos artística del grupo.

En cuanto a los dos hermanos juramentados que quedaron atrás, sus descalabraduras no los volvieron más prudentes, ni más juiciosos. Siguieron sospechando del “fuereño”, es decir del hombre de hierro de la esquina suroeste. Pensaban que había sido la causa de su fallida escapatoria, y que arteramente los había denunciado. Lo vejaban, lo insultaban, lo tachaban de traidor, y no cesaban de hostigarlo. Tanto lo humillaron, que él también decidió escapar. No iba a ser fácil, porque a partir de la frustrada huida de sus dos ingratos congéneres, el viejo monje superior puso a un joven novicio a vigilar constantemente a los hombres de hierro.

Esperó una noche sin luna, y con extraordinaria cautela, calibrando cada movimiento para máximo sigilo, empezó a deslizarse fuera de la plataforma. Pero, ¡oh triste sino!, es muy difícil andarse con “pies de plomo” cuando se los tiene de hierro forjado. Imposible andar de puntitas en esas condiciones. Hizo lo que pudo por andar como si marchara sobre quebradizos cascarones, pero apenas levantaba su pesadísimo pie derecho, cuando el ruido despertó al novicio, quien inmediatamente reportó al viejo monje. Este último, a pesar de ser un monje, era gente muy de armas tomar, como ya lo habían confirmado los dos descalabrados. El nuevo intento de fuga lo puso fuera de sí. Se apoderó de un hacha, y sin decir ¡agua va!, descargó violentos hachazos sobre el pie que acababa de posar sobre el suelo el hombre de hierro de la esquina suroeste.

Hay, en efecto, varias marcas en un pie de la estatua, que bien podrían haber sido producidas a golpes de hacha. La gente que se apiña en la plataforma de los hombres de hierro espera su turno para tocar ciertas partes de ellas. Está claro que la creencia popular es que existen virtudes comunicables a través de los tocamientos. El pie del guardián de la esquina suroeste es uno de los sitios preferidos, pues los frecuentes y repetidos contactos han vuelto esa parte lisa y descolorida, como sucede en Occidente con ciertas estatuas de santos, medallas o reliquias de templos cristianos.

Tal es la leyenda de los hombres de hierro.

Avanzando por la vereda central, llego a la construcción más antigua del conjunto, erigida durante la dinastía Song en honor de la madre de Shu Yü. Se trata de un templo de diecinueve metros de altura, provisto de veintiséis columnas periféricas que se inclinan ligeramente hacia dentro, con objeto de “incrementar la impresión de su altura”, según rezan los folletos publicitarios del lugar.

Un rasgo espectacular que fija nuestra atención en las ocho columnas de la fachada anterior es la presencia de soberbios dragones dorados esculpidos en madera, y tenazmente enroscados alrededor de las columnas. Se trata de los dragones de madera más antiguos de China. Seis fueron hechos en el año 1087 de nuestra era, los otros dos datan de 1102. Se desconoce si alguna vez fueron reparados.
     Me entero de un detalle que indudablemente habría deleitado a Jorge Luis Borges. El gran escritor argentino invirtió no poco tiempo y esfuerzo en compilar un Libro de los seres imaginarios, en el cual la fauna china ocupa un espacio importante. Ahora me dicen que hay dragones y dragones. “Dragón” –long, en chino, y Draco sinensis, supongo, en lenguaje técnico- se refiere a un género, en el que hay especies y subespecies. Los dos dragones de las columnas centrales del templo de la Santa Madre son yin-long, alados, y habitantes de la atmósfera superior; los dos que siguen a los lados, son dragones pan-long, criaturas que viven en la tierra, donde tienden a yacer enrollados y descansando sobre su superficie ventral; los dos más laterales son del tipo jao-long, cuyo hábitat está en las aguas de los ríos y del mar; y los dos últimos, en las esquinas, son che-long, característicamente amarillos y desprovistos de cuernos.
     A cada lado de la entrada, más allá de las ocho columnas, existen sendas estatuas de imponentes guardianes militares, de cuatro metros de altura. Se dice que representan a generales de los ejércitos de la dinastía Zhou. Su fiero aspecto intimida: el de la derecha, reparado en 1950, lleva una lanza, y el de la izquierda porta consigo un hacha. Estos custodios vigilan la entrada del templo de la Madre Santa.
     En el interior se ve a la Madre Santa en efigie de madera. La vemos sentada, en actitud hierática, serena, envuelta en ropajes ricamente adornados. La bata de amplísimas mangas le esconde las manos, y sobre su cabeza descansa una corona engalanada de perlas y plumas de fénix de brillantes colores. El polvo de no sé cuántos años se ha depositado sobre esta lignaria efigie. Pero aun así la Santa Madre sigue imperturbable, y su cara, muy llena, irradia una noble tranquilidad y la más absoluta seguridad en sí misma. Claro, como que sabe que la fe de sus compatriotas la ha elevado de la humana condición a la divina.
     Se halla rodeada de 42 servidores, todos de madera, como ella misma. Estas estatuas han sido dispuestas simétricamente a cada lado del trono. Son tres eunucos, seis nobles damas ataviadas con ropajes masculinos, y 33 damas de compañía apropiadamente vestidas con las ropas propias de su sexo. Respetuosos y circunspectos, estos 42 personajes han estado de pie al lado de su soberana durante mil años. Asombra reflexionar que estas efigies datan de la dinastía Song (960-1127 de nuestra era). Nada comparable se producía en Europa en aquel tiempo, cuando en este apartado rincón de China artífices anónimos, usando técnicas groseras y rudimentarias, lograban dar a sus figuras una pasmosa expresividad. Para que la estatuaria europea en madera llegara a superar esa intensidad emocional, fue preciso esperar la llegada de un genio como el español Martínez Montañés (1568-1649), cinco siglos más tarde.
     Los expertos en arte se maravillan de estas figuras. Cada una manifiesta una personalidad propia. Aquí, una dama en atuendo de hombre lleva en la mano izquierda un candelero, mientras que con la derecha parece proteger la llama de corrientes de aire que amenazan extinguirla. Su cuerpo se inclina ligeramente hacia adelante y a la izquierda, pero su cabeza se vuelve hacia la derecha. Es como si estuviera mirando más allá de la línea de servidores a alguien que la ha llamado, y parece estar a punto de responder a la solicitación.
     Mas allá, veo una mujer enjuta, alta, con un tocado en forma de angosto jarrón, que la hace ver todavía más alta. Su flacura, sus adelgazados labios de comisuras vueltas hacia abajo, y su boca como hendidura, le imparten un aire agrio, adusto y rígido. Parecería ser una mujer a cargo de importantes porciones del presupuesto de la corte de la Santa Madre. Pero su aspecto áspero y desabrido anuncia que es en vano acercarse a pedirle un favor o esperar de ella una excepción a las reglas de la corte. Este cetrino y espinoso personaje impresiona como inamovible y poco simpático.
     Acá noto una figura masculina con una gran bufanda verde sobre un hombro. Se inclina hacia adelante, quizá a consecuencia de cierta leve deformación de la espalda. Es un eunuco. La corte de la Santa Madre, igual que la de otros poderosos, imitaba al emperador en cuanto a producir y reclutar eunucos. Igual que el emperador, los nobles del lugar deben haber concluido que, para mantener a los hombres en constante servidumbre, la castración es superior a la persuasión. Tiene las dos manos hacia adelante a la altura del pecho, y las presiona una contra otra, como si estuviera nervioso. Da la impresión, el pobre hombre, de obsequiosidad y nerviosismo. Parece ser parte del personal de la cocina, y su aire servil y ansioso sugiere que está recibiendo indicaciones para preparar la comida de la gran señora.
     Imposible detenernos a examinar cada una de las 42 que rodean el trono. Precisa continuar nuestro periplo. Adelante encontramos un estanque, luego un reservorio de agua cruzado por un puente en forma de cruz (uno de los objetos que han singularizado a Jin Ci en la comarca), y un manantial de agua que brota de la tierra. Todo ello nos recuerda que Jin Ci ha estado vinculado estrechamente con el agua. Y no podían faltar historias y leyendas que aluden a esta asociación, como a continuación se narra.
     Hace mucho, pero mucho tiempo, dice la leyenda, no había manantial, ni río en la comarca. Ni siquiera existía Jin Ci. En su lugar había sólo un triste caserío con infelices habitantes que sufrían mucho por causa de la escasez de agua. Andaban pálidos, flacos y deshidratados, y así tenían que caminar varios kilómetros a la fuente más cercana, para transportar el agua, que portaban sobre sus espaldas, como si fueran bestias de carga.
     Una chica bella y amable, de nombre Liou Chuen-ying, oriunda de un pueblo vecino, se casó con un habitante de esta triste y desamparada aldea, y vino a residir ahí, compartiendo con su esposo las molestias y desventuras propias del lugar. Mala suerte: no sólo soportó esos desabrimientos, sino también las aflicciones que le causaba su suegra, una mujer celosa y cruel.
     La suegra sádica y malvada es una figura estereotipada del folclor chino. La de Liou Chuen-ying excedía toda medida. Obligaba a su pobre nuera a traer agua todos los días, haciendo el penoso trayecto de varios kilómetros, bajo la lluvia o el sol, y cargando dos grandes baldes de agua que pendían atados con correas de cada extremidad de un grueso palo que la joven se echaba sobre los hombros, según era la costumbre. Para colmo de sus males, la suegra le había proporcionado baldes de forma cónica, específicamente diseñados para evitar que la joven mujer pudiera descansar. Y esto no era todo. Al llegar a casa con su pesada carga, la suegra frecuentemente se las ingeniaba para derramar el agua de uno de los baldes, o la desperdiciaba deliberadamente, para forzar a su nuera a hacer dos veces el difícil acarreo.
     La amable joven soportaba todo este abuso sin una queja, viendo lo cual las potencias celestiales decidieron recompensarla. Un día, cuando Liou Chuen-ying regresaba cargando sus pesados baldes bajo un sol abrasador, un anciano a caballo le salió al paso. Desmontó y le pidió agua para su caballo. Sin proferir la más leve queja, la joven le dio lo que pedía, y regresó al manantial para llenar nuevamente el balde. El anciano caballero apareció en la vereda al día siguiente y volvió a solicitar agua para su montura. Otra vez, a pesar del agobiante calor, la joven mujer accedió sin chistar. La escena se repitió tres días consecutivos, y tres veces la joven se condujo con ejemplar generosidad, y sin la menor protesta.
     Entonces, el anciano dijo: “Escúchame. Yo no soy un hombre de carne y hueso. Soy un inmortal, un ser celestial. He querido venir a conocerte personalmente, porque las alabanzas a tu virtud, tu simpatía y bondad, y los comentarios sobre tu paciencia y humildad, llegaron hasta las regiones celestiales. Ahora me doy cuenta de que cuanto se ha dicho de ti es perfectamente cierto”.
     A continuación, el anciano le ofreció la fusta o látigo que llevaba consigo, diciéndole: “Toma este látigo. Al llegar a tu casa, deposítalo en el jarrón que usan para almacenar el agua. Verás que se llena en el acto. Tendrás tanta agua como necesites, sin tener que acarrearla. Pero te advierto: nunca saques el látigo del jarrón, pues podrías causar una inundación”.
     Obedeció ella, y para su maravilla constató la verdad de lo que había dicho el anciano: el jarrón se llenaba constantemente. No importaba cuánta se usara, el nivel del agua nunca descendía. Como la joven era buena y generosa, pronto comunicó el portento a los habitantes de la aldea. El regocijo fue general. Hubo celebraciones y fiestas. Los campos mejoraron, pues ya no hubo más problemas de riego. Los aldeanos estaban felices, robustos y rozagantes.
     Sólo la suegra parecía descontenta. Para empezar, resentía la falta de oportunidad para hostilizar a su nuera. Pero además, como ente antisocial que era, le disgustaba la algazara que ahora reinaba en la calle, y le molestaba el ir y venir de las gentes a su casa, pues en el patio de su casa se hallaba el inexhausto jarrón con la fusta mágica, y era ahí donde todos los vecinos se abastecían del precioso líquido.
     Un buen día, la joven fue a visitar a sus padres a su pueblo natal. Aprovechóse de su ausencia la malvada suegra, quien, a pesar de haber sido prevenida sobre los efectos nefastos de retirar el látigo, decidió hacerlo, por despecho hacia su nuera, y por el prurito de contravenir sus indicaciones. Más tardó la imprudente señora en sacar el látigo del jarrón, que el agua en surgir a enormes borbotones, incontenible. La casa, el vecindario, y pronto toda la aldea, se encontraron bajo el agua.
     Cuando la gentil joven oyó lo que estaba pasando, se encontraba en la casa de sus padres, peinándose la cabellera. Soltó el peine y acudió inmediatamente a su hogar. No halló el látigo mágico por ninguna parte. Lo único que se le ocurrió para parar el continuo fluir del agua, fue sentarse sobre el jarrón. Para azoro y alivio de todos, cesó la inundación inmediatamente.
     Termina la leyenda diciendo que la pobre Liou Chuen-ying, tras salvar a todos de aquel anegamiento, no pudo ya separarse del jarrón en que estaba sentada. Ahí murió poco después, y en agradecimiento a su heroica proeza, los habitantes del lugar elevaron un templo a su memoria. Hoy se visita en Jin Ci: es el templo de la “Madre de las Aguas” (Swei-Mu), con la efigie de la heroína sosteniendo un peine en la mano, precisamente la actitud que tenía al recibir la noticia de la inundación. Es versión común entre el pueblo que el sitio donde estuvo sentada sobre el jarrón, corresponde al lugar donde brotó el manantial natural del lugar, o fuente Nan Lao.
     El agua que brota de la tierra se encauza a un estanque donde se puede ver una pared, a modo de dique, con diez horadaciones circulares, semejantes a claraboyas de cabina de barco, dispuestas en hilera horizontal cerca del borde superior del muro. Tres de las perforaciones dirigen el agua hacia el sur; las otras siete, hacia el norte. Y entre aquéllas y éstas se nota, emergiendo del agua, un promontorio de cemento que recuerda el gablete o remate con bola de los techos de algunas pagodas. Hay, como podría anticiparse, otra leyenda tras estos detalles.
     Se cuenta que, hace muchos siglos, los campesinos de la orilla norte del río mantenían un enconado pleito con los de la orilla sur, a causa de la distribución del agua. Unos y otros la querían toda para ellos, y ya la encauzaban en un sentido, ya en otro. La enemistad de los contendientes se encendía especialmente en tiempos de sequía, y a veces terminaba
en feroces riñas con derramamiento de sangre. Las autoridades no sabían qué hacer para calmar los ánimos. Ambos partidos porfiaban en sus demandas.
     El alcalde convocó a una reunión a los principales miembros de ambos bandos. Ordenó que le trajeran una gran caldera llena de aceite hirviendo. Tiró en ella diez monedas, y dijo a los circunstantes: “El agua se distribuirá en proporción directa a la valentía y heroísmo de las gentes. Quien saque más monedas ganará más agua para los suyos. Veamos si son los campeones de la orilla sur, o los de la orilla norte quienes sacan más monedas. Así se repartirá el agua”.
     Todos se veían unos a otros sin decir palabra, extrañados de la rara idea que el alcalde había tenido, y temerosos ante el desafío que la dura prueba representaba. Aparentemente, no se permitía el uso de instrumentos para recobrar las monedas.
     De repente, un joven de la orilla norte, de nombre Zhang, saltó dentro de la caldera, extrajo siete monedas, y murió en el acto. El asunto quedaba decidido: setenta por ciento del volumen de agua iría hacia el norte, y el treinta por ciento hacia el sur. Así se explica la división entre las siete y las tres perforaciones antes referidas. Es tradición que los huesos del temerario héroe fueron enterrados bajo una pequeña pagoda que se construyó en mitad del dique que separa las aguas del reservorio. Y cada año, en la primavera, la gente viene a depositar ofrendas en lo que llaman “el templo del joven Zhang”.
     Dicen los lugareños que el agua que mana de este sitio es excelente para el cultivo del arroz. Comentan que los granos de arroz son tan fuertes “que se pueden parar verticales en la mesa aun después de cocidos”. Estrambótico elogio, y extraña ponderación, pienso yo. Pero más raro me parece lo que agregan: “A pesar de todo, el excelente arroz de esta región jamás fue considerado digno de ofrecérselo al emperador, el Hijo del Cielo”.
     “¿Por qué?”, les pregunto extrañado.
     La respuesta alude a la leyenda de Liou Chuen-ying y a su método de control de inundaciones. Es una respuesta impregnada de sabor a tierra, y de espontaneidad y llaneza muy propias del espíritu campesino:
     “Porque ese arroz proviene, a fin de cuentas, del trasero de una mujer”. ~

+ posts

(Ciudad de México, 1936) es médico y escritor. Profesor emérito de la Northwestern University. Su libro más reciente es Más allá del cuerpo. Ensayos en torno a la corporalidad (Grano de Sal/uv, 2021).


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: