Vuelve Cayuela, madrileño, vase Trujillo, coyoacano, y a fin de conmemorar tal mudanza de autoridades conviene, creo, remozar esta columna, que ya va resintiendo sus años. Transito así de las previas inhóspitas vaguedades a llevar una especie de diario público, que propiamente diario no es, ni público tampoco, aunque podría darle un aire al género por el carácter personal, fragmentario, cronológico y ocasional de lo que en él podría figurar.1
De entrada, tendré piedad de mencionar a López Obrador, Calderón y Madrazo, a sabiendas de que dos de ellos, si todo va bien, cuando este número haya visto la luz habrán ya sido ingeridos por el éter y habrán partido de entre nosotros para no volver. Supongo que serán llorados si acaso sólo en muy petit comité. Los políticos famosos duran menos que “el sueño de una sombra”, del que habló Píndaro.
Haré una breve declaración de fines de junio. Conste. Para evitar que la elección presidencial sea declarada inválida debido a la incontinencia verbal del señor Fox, y se genere un vacío jurídico, lo patriótico, desde un punto de vista puramente pragmático, es que el sufragio favorezca a López Obrador. Muchos otros puntos de vista podrían enumerarse que señalan esta misma, para mí, obvia conveniencia.
Pero dejo aquí esa áspera realidad, la politicona, y abriré, pues, mi diario con materia más perdurable y sabrosa. Debutaré con unas notas de cocina.
La comida de lujo, se queja Ferdinand Braudel, es una entidad elusiva, compleja y contradictoria. Por ejemplo, el azúcar fue de lujo antes del siglo XVI, la pimienta seguía siendo de lujo al cerrar el siglo XVII. Los primeros platos planos, muy probablemente de plata, que Francisco i encargó a unos plateros de Amberes en 1538, fueron también un lujo. Y los primeros platos hondos, conocidos como “italianos”, se mencionan en un inventario de las posesiones del Cardenal Mazarino en 1653.
Y en nuestros días, hace veinte años, por ejemplo, las angulas no eran artículo de lujo. Ahora unas deliciosas angulas al pil-pil, bien calientes, son, por así decirlo, un inalcanzable sueño de opio gastronómico.
Gargantúa era reprendido por su maestro por beber vino con la sopa. Por eso dice el dicho cantinero “después de la sopa, copa”. Y antes, claro, los aperitivos que disponen y refinan el apetito. Novo, por ejemplo, gran gastrónomo, decía “estoy sin apetito, tendré que suscitarlo, y refinarlo al rato con un buen tequilita”. Está bien. Pero ¿con la sopa?, ¿puede beberse vino con la sopa?, ¿qué dice el manual de buenas maneras al respecto?
A su llegada a Europa, el chocolate, ¿quién lo diría?, fue considerado medicinal. Así del hermano del Cardenal Richelieu, también cardenal, que pasa por ser el introductor del chocolate en Francia, decían los sirvientes que le habían oído afirmar que “lo tomaba para moderar los vapores de su spleen y que logró este secreto de unas monjas españolas que trajeron la bebida a Francia”. El chocolate mexicano entró en Flandes, bajo la corona española, en 1606. La exactitud es más lucidora en tanto más inmotivada y con apariencia mayor de banalidad pueda parecer.
Por último la nota democrática: nada como la luminosa isla del sol en el caliente mar de hielo donde navegamos sobre el pedazo de pan. Me refiero, claro, al huevo frito, o estrellado, como decimos en México, insuperada maravilla de la culinaria internacional al alcance de todos. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.