Acaban de conceder el Premio Nacional de Poesía a José Corredor-Matheos por su obra El don de la ignorancia (Tusquets, 2004). Manchego de nacimiento (Alcázar de San Juan, Ciudad Real, 1929) y catalán de adopción (vive en Barcelona desde 1942), aunque por edad pertenece a la generación poética de los 50, siempre se mantuvo al margen de grupos y tendencias. Ha sido un “corredor” de fondo y solitario que nunca perdió de vista su tiempo histórico ni la tradición poética. Nada de cuanto ha escrito fue por obligación militante o por mimesis (como muchos grandilocuentes poetas sociales bajo la dictadura franquista o los corifeos de la experiencia en el posfranquismo). Siempre escribe por convicción y a tenor de su modesta voz. Su primer poemario fue Ocasión donde amarte (1953). Luego le siguieron, por citar los más importantes, Ahora mismo (1960), Poemas para un nuevo libro (1962, por el obtuvo el Premio Boscán de Poesía), Libro provisional (1967), Carta a Li Po (1975), Y tu poema empieza (1987), Jardín de arena (1994) y El don de la ignorancia. En ese trayecto su poesía se ha ido concretizando en un estilo personal riguroso y austero en palabras, donde la emoción y el sentido se exponen despojados de cualquier vestimenta retórica. Estética y ética en leve comunión. Aunque Corredor-Matheos se licenció en Derecho, se ha ganado la vida en el ámbito del arte y la edición (ha escrito cerca de medio centenar de obras sobre distintos aspectos del arte y es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), pero, desde la juventud, su prima ratio vocacional y lo que ha alentado su vida ha sido la poesía. Y en la brecha está.
Ángel Crespo dijo que su recorrido poético se dividía en tres etapas. La última se inaugura en 1975 con Carta a Li Po y supone un cambio formal en su quehacer poético que se mantiene hasta su actual libro, El don de la ignorancia. ¿Ha habido, a tenor de esas tres fases, una metamorfosis en usted o bien hay una consecuente continuidad poética?
El cambio formal se debe a un cambio del contenido y de significado. No creo que se deba exactamente a una metamorfosis, sino al resultado de un desarrollo interior que venía de tiempo atrás y se manifiesta entonces claramente. Mis primeros poemas, de cuando tenía 15 y 16 años, se parecen más a mi última etapa que a la mayor parte de mis poemas anteriores a los años 70 y siguientes. En los años 60 escribí también, durante unos días de descanso en Motserrat, unos poemas que guardan relación con la poesía que vendría después. Esos poemas, que agrupé con el título de Montserrat, los incluí en las poesías completas publicadas en 1981 (Poesía 1951-1975). Por lo tanto hay cierta continuidad, en el sentido de evolución, pero también hay un cambio sustancial a partir de 1970, cuando empecé con Carta a Li Po, publicado en 1975.
Los elementos distintivos de su postrera poesía son la concisión, la búsqueda de la esencialidad de las palabras, el rigor en la construcción del poema y la aparente levedad de lo dicho. ¿Ese despojamiento de toda retórica o boato verbal está más cerca de la austeridad, de la mística castellana o del vaciado zen?
Me parece una pregunta interesante, que no me había hecho nadie hasta ahora y que yo mismo no me había planteado, aunque de manera indirecta sí podía entenderse por comentarios míos. Creo que todas las doctrinas, creencias, poesía y místicas verdaderas tienen el mismo objetivo, si es que podemos llamarlo así, porque apuntan al vacío. Podemos decir que tanto la mística castellana como la alemana, la sufí, el hinduismo o el budismo nacen de las mismas inquietudes, ansia de absoluto y tienden al mismo punto que no es punto. Francisco de Osuna, el maestro de Santa Teresa, tiene un texto sobre la meditación que se acerca mucho al zen. Está el antiguo símbolo de la rueda: los radios, fuera, están muy separados, y se van acercando unos a otros, hasta que coinciden todos en el centro.
En muchos de sus poemas el tiempo se concreta en un mero instante ante el asombro o el gozo por aprehender la naturaleza que nos rodea. Esa reducción (que no anulación) del tiempo le permite inhibirse de la historia y de la sociedad en que estamos inmersos. ¿Ello convierte su poesía, como diría Pascal Quignard respecto al amor, en una intimidad asocial, algo que sólo concierne a dos?
El tiempo y el espacio en los que arranca el poema –como escribió Goethe– están siempre presentes de algún modo, pero creo también que han de ser trascendidos; sólo así puede interesar el poema donde esas coordenadas son otras. La poesía brota de niveles de la psique en que espacio y tiempo no son los de la vida cotidiana. Eso no supone inhibirse de la historia ni de la sociedad, sino operar en profundidad. El mundo en que vivimos, además, se transforma constantemente, y si el poema aprehende el instante con el ánimo y el ámbito de los medios de información, su interés caduca con la misma rapidez con que éstos se consumen. No creo que trascender el propio tiempo sea inhibirse y sí creo, en cambio, que limitarse a reflejarlo supone una autolimitación y una inhibición cara a la conciencia de nuestros problemas esenciales, que son los mismos que los que tendrán los seres humanos que nos han de suceder. Si nos siguen alimentando Sófocles, Cervantes y Shakespeare es porque están hablando también de nosotros y sus obras no se agotaron en su tiempo. Por último, no creo que el amor, cuando lo trata cualquier verdadero poeta u otro artista del pasado, sea sólo algo íntimo y asocial. Supongo que se refiere usted a ciertos tratamientos del amor. El amor es patrimonio de todo ser humano.
El nihilismo (más próximo al consuelo estoico que a la desesperación que tanto gustaba a Cioran) está presente en muchos de sus poemas. En cambio, otros podrían considerarse como una exhortación a la vida. ¿Cómo se concilian esos dos aspectos a primera vista antagónicos?
No creo en absoluto que mi poesía sea nihilista. Lo he leído en varios sitios, pero creo que se debe a que no se entiende, o no me sé explicar ni en el verso ni en mis declaraciones. Gracias, por lo tanto, por la oportunidad de aclararlo. Yo creo; no sé en qué, pero creo. Hablo de una posible trascendencia. En cuando al mundo en que vivimos, creo, y me preocupa su marcha, que es muy problemática. Soy optimista y tengo fama de ello. Veo siempre el vaso medio lleno, salvo cuando sigue vaciándose. Y creo que el vaso del mundo se va vaciando. Pero a pesar de todas las dudas que tengo sobre el futuro del mundo, soy plenamente optimista sobre el futuro de la vida. Respecto a los estoicos, y a pesar de mi admiración por Marco Aurelio –el suyo es uno de mis libros de cabecera–, me parecen tristes. Viven como por obligación. Yo acepto la vida tal como es, en blanco y negro y con todas las dualidades. Lo que pasa es que, a cierto nivel, más allá de lo cotidiano, las dualidades se han de desvanecer. Esto aparte, las oscilaciones que dice apreciar en mi poesía, entre el blanco y el negro, son reflejo de cómo es la vida, y acaso en otros momentos, como en las dos últimas partes del libro, quedan superadas.
En su poesía, especialmente en El don de la ignorancia, suele haber una permanente inquisición sobre la propia poesía. Más negando lo que no es, que señalando unívocos atributos. ¿No está todo dicho sobre la poesía?
Esa inquisición sobre mi propia poesía de la que me habla es, claro está, una inquisición sobre la esencia de la poesía en general. Mi negación de la poesía es una negación de los niveles externos de ella, para tratar de llegar al fondo, donde hay un vacío. Decir vacío es un modo de decir que la esencia –que ya no tiene grosor, ni materia y quizá podemos identificarla con la energía– seguirá siendo un modo de entendernos, pues las palabras están para perdernos. No todo está dicho ni en poesía ni en nada: cada cual tiene que descubrirlo por su cuenta.
En sus poemas son recurrentes el fuego, el agua, el aire y la tierra. ¿Podría considerarse su poesía como la de un hermético alquimista?
No tengo nada de hermético y nunca me he sentido atraído por la alquimia. Me interesan cosas más sencillas. Los cuatro elementos son un lugar común y sirven a veces para entendernos.
El arte y la poesía comparten muchas cosas comunes. Habiéndose dedicado usted a la crítica del arte y escrito numerosas obras al respecto, sorprende (aunque en El don de la ignorancia homenajee a algunos pintores) que en su poesía apenas aparezcan vinculadas ambas.
Las artes apuntan todas a lo mismo: a la que parece inaccesible realidad. La realidad o es kantianamente incognoscible o es pura invención, o no sé qué. Pero, con todo, el poeta, y así lo creía Wittgenstein, se asoma a ella. A veces lo parece. Al místico se lo parece. La realidad es una. En los mejores momentos, cualquiera de nosotros se siente uno con todo y todo desaparece a la vez.
Si no contamos con las ediciones de Cuaderno de sonetos (1996) y Canciones para Judit (1998), su libro anterior a El don de la ignorancia data de 1995 (Haikús). Entre ellos median nueve años. ¿A qué se debe tan dilatado espacio de tiempo?
He escrito, efectivamente, los dos cuadernos de canciones y, además, dos cuadernos más de sonetos y algunos poemas sueltos. En conjunto deben de equivaler a dos libros más. No creo que sea poco, ni mucho. Hay muchos poemas que rompo o guardo por si puedo recuperarlos o con la seguridad de que acabaré rompiéndolos. Si, a pesar de todo, parece poco, es porque no escribo más que cuando siento necesidad o gusto de hacerlo.
¿Al repetir las fórmulas de una poesía inspirada en el antiguo Oriente (Li Po, Tu Fu, Wang-Wei), no se corre el peligro de parodiar aquella poesía y, a su vez, se menosprecia la rica tradición poética occidental? ¿Se puede todavía innovar en la poesía (forma y fondo) o estamos condenados a recurrir a los modelos del pasado?
Eso que apunta es cierto. Pero, en realidad, lo que me interesa en la poesía de Extremo Oriente es su sencillez, su esencialidad, y esto lo podemos descubrir en la poesía castellana popular, en Garcilaso, en San Juan de la Cruz, en Fray Luis de León, en Bécquer, en Juan Ramón Jiménez y en algunos, quizá bastantes actuales. Gamoneda, por ejemplo, a quien admiro mucho. En El don de la ignorancia, la huella de la poesía china y japonesa no es, en mi opinión, apreciable. Quiero creer que me ayudó a encontrar una poesía esencial, y que ese encofrado ha caído. Pero, con todo, Oriente sigue interesándome, también por el budismo, que es una lección de sencillez, de realismo, de relación directa con las cosas. No creo que estemos condenados a recurrir a modelos del pasado, pero si vas a lo esencial te tropiezas con todo lo esencial anterior. Pasa en todas las artes. Coincides, porque vas al fondo –si es que vas–. No porque lo busques ni lo tomes como modelo. Tampoco es que haya un modelo platónico. Coincides, en lo esencial, has de coincidir. Te separas, te distingues en las capas más externas porque tu cultura es distinta y tu circunstancia espacio-temporal también, pero en lo que está más al fondo eres igual.
Para finalizar, ¿podría adelantarnos si está trabajando en un nuevo proyecto?
He escrito algunos poemas de un posible nuevo libro. Son unos 18 o 20. Tengo también inéditos muchos poemas circunstanciales de diversas épocas, pero creo que esperaré a publicarlos en unas nuevas poesías completas. Nunca he tenido prisa para la poesía. ~