La doble censura

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Este libro fue publicado en Barcelona a fines de diciembre de 1973, tres meses y pocos días después del golpe de Estado de los militares chilenos contra el gobierno de Salvador Allende. No era un buen momento, sin duda, para criticar a Fidel Castro, y menos para que lo hiciera un escritor de Chile. Había que concentrar toda la artillería en el ataque al general Pinochet y su dictadura. Pero la verdad es que tampoco había otro momento. El texto mío era un producto de la crisis de aquellos años, de la confluencia de factores contradictorios que contribuyeron a la destrucción de la democracia chilena, más bien atípica dentro del conjunto general de América Latina. Y era, más que nada, un producto de mi experiencia personal, directa, intransferible, de representante diplomático del gobierno de Salvador Allende en la Cuba de Fidel Castro. El poeta Pablo Neruda, con quien había trabajado durante los dos primeros años del allendismo en la embajada en Francia, él como embajador, yo en calidad de ministro consejero, me aconsejó que escribiera mi testimonio sin omitir detalles, pero que no lo publicara antes de que llegara el momento oportuno. Él se haría cargo de indicarme ese momento. En su condición de viejo militante comunista, el poeta sabía de qué hablaba: sabía lo que era la oportunidad y lo que era la necesidad. Por mi parte, pensé que si esperaba la llegada de ese momento, y sobre todo si esperaba a que Neruda me lo señalara, tendría que esperar sentado, o morir a la espera. Ahora me parece que en este punto no me equivoqué. De acuerdo con un antiguo dicho español, a la oportunidad la pintan calva. Calva, podríamos agregar, y además jorobada, artrítica, legañosa.

Después de la aparición del libro, los amigos de izquierda, es decir, casi todo el mundo literario de entonces, solían acercarse, tocarme el hombro y decirme: “Lo que has contado es la pura verdad, todos lo sabemos, pero no era el momento de contarlo”. Algunos me escribieron largas cartas privadas, para dejar constancia de su opinión, incluso para felicitarme, pero fueron pocos los que se atrevieron a hacer mi defensa en público. Uno de esos pocos fue Octavio Paz. En ese mismo grupo reducido estuvieron Mario Vargas Llosa, José Donoso y, por razones obvias, Guillermo Cabrera Infante, uno de los primeros intelectuales cubanos del exilio. Dos colegas y amigos que eran partidarios entusiastas del castrismo, Gabriel García Márquez y Julio Cortázar, tuvieron reacciones opuestas. Mi amistad con García Márquez se basaba en parte en nuestra afición común a la música. Solíamos escuchar en aquellos días, no sé por qué motivo, obras de cámara de Gabriel Fauré y sonatinas de Richard Strauss. Cuando salió el libro, dejamos de hablar durante un tiempo de política y en cambio hablamos mucho de sonatinas. Ahora solemos encontrarnos en diferentes lugares del mundo, cada tres o cuatro años, y Gabriel García Márquez llegó al extremo de contarme una vez, con sentido del humor, una explosión malhumorada de Fidel Castro a causa de su lectura de este libro. Creo que Julio Cortázar era más inocente en cuestiones políticas, de opiniones más simples y más frontales. Nunca nos volvimos a ver, a pesar de frecuentes encuentros anteriores en París y en La Habana. Después supe que Cortázar había dicho lo siguiente: “Sigo siendo amigo de Jorge Edwards, pero después de la publicación de este libro prefiero no verlo”. Era, para decir lo menos, una extraña manera de seguir siendo amigo.

No faltó, por el otro lado, y nunca faltaba, el intelectual o seudo-intelectual que me acusara de haber recibido cheques de la CIA norteamericana por escribir el libro. Uno de ellos, un poetastro peruano, me visitaba con frecuencia en 1970, año en que fui consejero de la embajada de mi país en Lima, y debo añadir que bebía mi whisky con bastante entusiasmo y escasa medida. Escribió uno de los textos más cursis del dossier de prensa de Persona non grata. “¿Cuánto habrá pagado la CIA por este ramillete?” se preguntaba, supuestamente intrigado. Hace un par de años, en una presentación mía en el Perú, advertí con sorpresa que el poeta en cuestión, más viejo y más gordo, formaba en una cola para obtener una dedicatoria mía en mi último libro. Cuando llegó su turno, le dije con claridad, en voz alta: “A ti no te firmo nada, y ya sabes por qué”. El pobre hombre se dio media vuelta, sin decir una palabra, y emprendió la retirada. Pensé para mis adentros que si me pedía una firma, era señal evidente de que Fidel estaba de capa caída.

En sus primeras ediciones, el libro se publicaba siempre seguido de un “Epílogo parisino”. Era una primera reflexión mía desde Cataluña sobre los terribles crímenes del pinochetismo que empezaba a divulgar la prensa internacional. En general, las cosas que conté ahí ya son muy sabidas. En todo caso, a causa de aquel epílogo que Pinochet, me imagino, estalinista al revés, debe de haber considerado, él también, perfectamente inoportuno, el gobierno militar no tuvo más remedio que censurar Persona non grata. De manera que esta obra coleccionó las censuras más diversas y contrarias: de Pinochet, de Fidel Castro, de las editoriales estatales del Este, de la izquierda intelectual de Occidente, sin excluir, desde luego, la “izquierda caviar”, la gauche divine. Podría contar muchas historias a este respecto, pero me limito aquí a una sola. Cuando llegué a Milán en 1974, invitado por Bompiani, la editorial de la traducción italiana, mi amigo Enrico Filipini, director literario de la casa, me dijo que había recibido un llamado por teléfono de los comunistas de Pavía. Estaban organizando un homenaje a Neruda en el Teatro Municipal de la ciudad y deseaban un conferencista conocedor del tema y en lo posible chileno. Al bueno de Filipini le pareció que yo, viejo amigo del poeta, colaborador suyo en la embajada del gobierno de Salvador Allende en París, era la persona más indicada. En un primer momento, los militantes de Pavía aceptaron mi nombre, encantados, pero después se dieron el trabajo de leer mi libro. Entonces llamaron de nuevo y le explicaron a Filipini, consternados, que habían comprobado que el homenaje, lamentablemente, coincidía con el aniversario de san Francisco de Asís y que por este motivo, de acuerdo con una tradición secular, no podrían utilizar el teatro de la ciudad ni otros lugares públicos. Nunca habíamos pensado, Filipini y yo, en la relación entre José Stalin, el padrecito de los pueblos, y el pobrecillo de Asís, pero por lo visto dicha relación existía. Fuimos recibidos en Pavía en una pequeña escuela, en una sala para unas treinta personas, y me tocó hablar de Pablo Neruda frente a una doble o triple fila de robustas matronas y esforzados militantes locales. Hice un retrato humano y literario y conté algunas historias graciosas del poeta, las cuales fueron escuchadas con estólida seriedad, sin que en las caras de la asistencia se moviera un solo músculo. Al terminar el acto, dos o tres militantes jóvenes nos llevaron a un lugar que parecía un cabaret, espacio adecuado, supongo, para invitar a burgueses frívolos y borrachines, que contaban historias improbables, quizá calumniosas, de un Pablo Neruda que bebía whisky y que se disfrazaba en las fiestas. De todas las censuras del libro, creo que fue la más original. ¡A nadie se le había ocurrido todavía invocar las reglas de la orden franciscana para aplicar un veto político!

En mis primeros días en París, poco después de mi salida de La Habana, es decir, antes de comenzar la escritura, Pablo Neruda me contó que Salvador Allende le había escrito una carta muy dura, pidiendo sanciones administrativas en mi contra, y que él se opuso en forma terminante. “No te la quise mostrar”, agregó, “para que no te pusieras nervioso”. Después de eso tuve que viajar a Santiago por razones personales, a mediados de 1971, y el ministro de Relaciones Exteriores de la Unidad Popular, Clodomiro Almeyda, intelectual de la izquierda socialista, pero poco simpatizante de Fidel Castro y su gobierno, me invitó a almorzar en el Ministerio. “Cuénteme lo que le pasó en Cuba”, me pidió al sentarnos a la mesa. Le conté en veinte minutos lo que después narré en este libro en alrededor de trescientas páginas. Al final del relato, Almeyda me dijo que se había imaginado algo así. “La única discusión seria que he tenido con el presidente Allende desde que estoy en este cargo”, añadió, “ha sido por causa suya. Él quería aplicarle un castigo, y le contesté que no podía tomar medidas contra un funcionario chileno, alguien que siempre había obtenido las más altas calificaciones en su carrera, sobre la única base de la versión cubana de los hechos, sin haber escuchado la versión suya. “Ahora terminó el ministro, voy a volver a conversar con el presidente y le voy a decir que usted cuenta con toda mi confianza”. Me parece que así lo hizo, y creo que Salvador Allende prefirió doblar la página de una vez por todas.

Después de ese interludio santiaguino y de esa conversación con Clodomiro Almeyda, regresé a mi cargo en París junto a Pablo Neruda. El poeta padecía entonces de un cáncer avanzado en la próstata y asumía con enorme y penosa dificultad sus tareas en la embajada. Mi actividad, por eso mismo, era variada, complicada, incesante. Iba desde participar en las renegociaciones de la deuda externa de Chile con los acreedores reunidos en el llamado Club de París, recibir a delegaciones militares y parlamentarias, participar y hacer de orador en actos políticos o culturales, hasta vigilar que se despacharan las invitaciones a las recepciones oficiales, que los asientos estuvieran asignados de acuerdo con el protocolo, que hubiera flores en los floreros de la residencia de la Motte-Picquet. En los primeros días de la renegociación de la deuda, los funcionarios del ministerio de finanzas francés estaban asombrados. “Un poète et un romancier! exclamaban, un poeta y un novelista. Después llegaron los expertos enviados desde Chile, y todavía no sé, en atención a las circunstancias excepcionales, imprevisibles, que se presentaban a cada rato, si renegociaron la deuda mejor que Neruda y yo. Entretanto, en todas las madrugadas de fines de 1971 y de comienzos de 1972, en un quinto piso del barrio de Passy, con vista a la torre Eiffel semioculta por la niebla o por la nieve, avanzaba en el primer borrador de este libro, el que escribía con tinta en un cuaderno de dibujo de gran formato. Un corresponsal de Prensa Latina, la agencia de noticias cubana, me invitaba con sospechosa frecuencia a tomar una copa y trataba de tirarme la lengua. Pero desde mi infancia en una casa burguesa, frente a un padre que miraba con malos ojos mis precoces inclinaciones literarias, tengo una sólida experiencia en esto de ser escritor clandestino. Pablo Neruda me pidió una vez que le pasara el manuscrito a fin de subrayar con un lápiz rojo, así dijo, las partes que convenía omitir. Tuve miedo de que rayara en rojo todo el libro, de que el texto desapareciera de una sola plumada roja, y nunca se lo pasé. En mayo de 1973, cuando Neruda, gravemente enfermo, ya se hallaba de regreso en Chile, hice contrato con el editor barcelonés Carlos Barral. Pensaba, con la mayor ingenuidad de este mundo, pedir un permiso de la diplomacia chilena y publicarlo en España. Pero los acontecimientos se precipitaron. Se produjo el golpe de Estado del once de septiembre de 1973, y yo, que ya gozaba de los primeros días de mi permiso en el pueblo catalán de Calafell, retuve mi manuscrito y le agregué las páginas de aquel “Epílogo parisino” acerca del golpe militar de mi país. En octubre de ese mismo año fui expulsado del servicio diplomático chileno por la junta militar: me encontré, en la práctica, como exiliado en España y, por primera vez en mi vida, escritor a tiempo completo.

Ya he hablado de las curiosas censuras que se me aplicaron desde los sectores más diversos. He dejado para el final, en este epílogo para lectores alemanes, la de la entonces dividida República Federal de Alemania. Es una situación que explica, por lo menos en parte, que Persona non grata salga aquí con más de treinta años de retraso. No pretendo entrar en detalles y confieso que la minucia acusatoria me molesta, pero me parece interesante recordar ahora que una gran editorial alemana mandó una comunicación urgente a mi agente literario, Carmen Balcells, para que no les enviara el libro “porque ya sabían de qué se trataba”. En otras palabras, ni siquiera consideraban conveniente ponerlo en lectura: podía presentarse por ahí algún lector desprevenido, tolerante, que desconociera la consigna. Una segunda editorial, también muy conocida, dijo que su informante de lengua española había quedado entusiasmado con el texto y pedía especial permiso para no devolver el ejemplar que había leído. A pesar de eso, la editorial en cuestión, prudente, cautelosa, prefería abstenerse de adquirir los derechos en alemán. Hubo otros rechazos menos explícitos y al final mi agente, quizá impresionada por la fuerza de éstos, prefirió no insistir.

El libro sale ahora en medio de una proliferación de gobiernos populistas en América Latina. Es una nueva ola de izquierdismo continental y parece que la vieja figura emblemática de Fidel Castro adquiere una vigencia renovada. Ahora bien, si uno examina cada caso con atención, llega a la conclusión de que ni la política de Hugo Chávez en Venezuela, ni la de Ignacio Lula da Silva en el Brasil, ni la de Kirchner en Argentina, ni la que anuncian en estos días de enero de 2006 Evo Morales en Bolivia y Michelle Bachelet en mi país, tienen nada verdadero en común con la ideología pura y dura del castrismo. Ninguno pretende expropiar la totalidad de los medios de producción. Nadie habla de dictadura del proletariado. Todos, en cambio, se declaran respetuosos de los equilibrios macroeconómicos. Evo Morales, por ejemplo, durante su gira europea, ha dicho a sus interlocutores que protegerá las inversiones extranjeras y que su único afán consiste en asegurar que la explotación de los recursos naturales de su país vaya en beneficio del pueblo boliviano. Ricardo Lagos y su ya elegida sucesora podrían decir exactamente lo mismo, quizá sin la misma aura y la misma retórica populista. Pero se da una paradoja sorprendente: Chile, que se desarrolla más que ningún otro país de América Latina, que consigue reducir la pobreza con mayor eficacia que todos sus vecinos, y que lo hace en condiciones de impecable estabilidad democrática, no es hasta ahora un modelo invocado y celebrado por la nueva ola de izquierda que asoma en la región.

Los grandes símbolos, al menos por ahora, son otros que los chilenos o van por otro lado. La nueva izquierda continental rinde homenaje a la anacrónica revolución cubana, que ya forma parte de la historia, que pasó a la historia, y a la vez se cuida mucho de no imitarla. Los primeros pasos de Lula en el gobierno del Brasil, hace pocos años, fueron prudentes, y los de Evo Morales en Bolivia también prometen serlo. Por eso fueron atacados desde sus respectivos flancos extremos, mientras Fidel Castro guardaba un significativo silencio. Uno diría que la revolución quedó en calidad de símbolo, de emblema, de mascarón de proa, mientras que su vigencia ideológica desapareció. Esto no impide que algunos periodistas, poetas, intelectuales cubanos de primera fila, paguen en la cárcel culpas políticas que ya no son culpas en ninguna otra parte del mundo, mientras nosotros, la gente del Occidente desarrollado o en desarrollo, nos olvidamos de ellos en forma vergonzosa. A mí no me importa demasiado que los políticos de cualquier pelaje le hagan homenajes a Fidel y que viajen con frecuencia a abrazarlo en su pequeño vaticano, emparentado, como habrán visto ustedes en este libro, con las narraciones de Franz Kafka, más que con las páginas filosóficas de Carlos Marx, pero pido que luchemos para que las cárceles políticas cubanas, que son una vergüenza de nuestra época, sean definitivamente abiertas. En esto no voy a cambiar. Porque la escritura de este libro obedeció a dos motivos centrales. No quise por ningún motivo, en primer lugar, que la joven revolución pacífica de Salvador Allende, que me había enviado a la isla como primer representante diplomático, siguiera los rumbos que pude conocer de cerca, sin que nadie me contara cuentos, de la revolución cubana. En una oportunidad, ante mi asombro, en los días de abril de 1971 en que yo había llegado de La Habana a París, Pablo Neruda, que venía de vuelta de un pasado de comunismo estalinista, le dijo al embajador de Cuba que a él no le gustaba el “policial-socialismo”. Después se comentó en círculos oficiales cubanos y de la izquierda intelectual francesa que Neruda estaba sometido a malas influencias. Me imaginé que yo, según esos comentarios, era el eje de aquellas influencias nocivas y me sentí orgulloso de serlo. La segunda razón de mi escritura fue una solidaridad profunda, un sentimiento de amistad que me conmovió y me transformó, con escritores cubanos que estaban arrinconados, hostilizados o que ya habían tenido que salir al exilio: gente como José Lezama Lima, Heberto Padilla, Virgilio Piñera, Guillermo Cabrera Infante, entre muchos otros. Nunca me arrepentiré de haber quebrado una lanza por ellos. Y nunca, hasta el día de mi muerte, dejaré de quebrarla. ~
     – Costa central de Chile, enero de 2006

+ posts

(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: