En el mundo anfractuoso de la literatura hay honrosas dedicaciones de quienes consagran todas sus capacidades a promover lo que la distracción de otros olvida. Aprender la lengua del admirado implica una instancia mayor de la devoción intelectual: Unamuno aprende danés para leer a Kierkegaard, Borges, islandés para leer las kenning, Susana Soca, ruso para llegar hasta Pasternak (y, según dicen, sacar Dr. Zhivago a Occidente) o Clara Janés, checo para entender la poesía de Vladimir Holan. El caso de ésta, singular, suma a su admiración algo como la respuesta a un hecho revelado, una gestión de continua consubstanciación, un enajenamiento que, como pasión del espíritu, concluye en obra.
Vladimir Holan (1905-1980) recibió de los agustinos el latín y una formación religiosa que reaparece “en su añoranza del paraíso”. Su generación fue la primera que, al terminar en 1918 la Primera Guerra Mundial, vivió el derrumbe del imperio austrohúngaro y apoyó la creación de la república checoslovaca. Se dice de esa generación que en ella priman sobre los novelistas los poetas; en un célebre poema, dedicado a Holan en su muerte, Jaroslav Seifert, su amigo, los repasa, como antes Vítezslav Nezval, en otro, había registrado los nombres afines al nacimiento del “poetismo”. Cuatro años mayor que Holan, Seifert lo sobrevivió seis; en el 84 recibió el único Nobel que le ha tocado a un escritor checo. Holan, cercano a los movimientos de vanguardia de su país, integró alguno, pero una parte de su espíritu no quedó satisfecha. Caído el nazismo, confió en la solución comunista, pero eso no impediría que su obra se considerara “formalista” e inadecuada para la creación del “hombre nuevo”, argumento terminal en todas las partes alcanzadas por el rojo de la renovación, tan simbólico de un continuum destructivo para muchas generaciones. Entre el 48 y el 63 su obra fue impublicable. Recluido en su casa durante 15 infinitos años, se diría que hasta se retiró de la luz, tras un muro de piedra, tras un muro de sombra, ya que prefirió estar despierto por la noche, para mayor aislamiento.
Al conocer a Clara en el 2004, en su apartamento de Madrid, nuestra charla pronto se centró sobre las coincidencias que crearon una suerte de laberinto circular en su torno y que la llevarían, después de haber leído a Holan, a volver a escribir poesía y enviársela, visitarlo en su casa de Praga, aprender su lengua para traducir su obra, convertirlo en su guía. En este mes he entrado desordenadamente en este laberinto y busco en un libro lo que ha de estar escrito en otro. ¿Dónde cuenta Clara que estaba operada cuando le regalan un Rilke y Una noche con Hamlet y otros poemas (traducción de Forbelsk revisada por G. Carnero, 1970)? Sí, claro, en La voz de Ofelia. El Hamlet había recibido en el 66 el premio Etna-Taormina y había proyectado una luz sobre el casi desconocido poeta checo. Ese reconocimiento italiano resulta llamativo: Holan había escrito Toscana como una vía de escape: “Aunque quería morir en Bohemia trasladé (ay de mí sin alas) la acción a Italia”. Uno de los tantos hitos de esta historia tramada sobre un puente espiritual es que Clara Janés eligiera traducirlo: “Por intuición fue ésta una de las primeras obras de Holan que traduje, ante la sorpresa del propio Holan: ‘¿Qué le ha inducido a traducir Toscana? Es mi obra más importante y aún no se ha publicado en ningún país extranjero’, me dijo en julio de 1978″, dice Clara en una nota.
El encuentro de ambos fue sin duda de esos fecundos: el traducido recibe un espacio en otra lengua; el traductor gana profundidad al cabo del esfuerzo por compenetrarse con otra poesía y lograr que renazca en la voz puesta a su servicio. Como en las bodas místicas que cierran los noviciados, se completa la vida en una tarea que sólo puede cumplir quien la asume de modo voluntario. Clara Janés ha dejado muchas pruebas de esa devoción. Aún en Jardín y laberinto, que podría haber sido el libro casi tradicional de rescate de los años de infancia y adolescencia, si no fuera, esencialmente, el llanto por la muerte en un accidente de un padre amado, la queja por una desaparición quizás sentida en lo profundo como descuido y abandono, donde ella es testigo de que la subjetividad dolorida compromete, irrumpe, invasora para quien ignore su importancia en el mundo de la escritora, la figura de Holan.
Hoy novelista y poeta de gran prestigio, Clara fue la minuciosa, notable biógrafa de Federico Mompou, al que conoció desde su infancia, como amigo de su madre clavecinista, y de su padre, lo que le permitió acercarse al músico y a su obra. El recuerdo avanza apoyado en los documentos, en la palabra del músico, fielmente seguida, pese a las oscuridades y distancias que una personalidad reservadísima levantaba como reducto protector. Se diría que el destino de Clara Janés la lleva a salvar fosos defensores: “Sólo la de Pedralbes pudo llegar a ser la de Praga”, dice.
El encierro voluntario de Vladimir Holan fue huelga de presencia y refinamiento mayor en la tortura. Crear alrededor de un ser humano una realidad tal que haga preferible el aislamiento que la borra, dándole la responsabilidad de la elección, es más duro y, sin duda, más cínico: “Durante quince años hablé/ al muro/ y desde mi infierno/ sólo arrastro aquí al muro/ para que él/ os lo diga todo”… Como el poeta “rechaza tanto la llamada como la no admisión”, sin el espacio al que tendría derecho, se reduce al de su propia casa, convirtiéndola en su envoltura, en el calco en que se podría forjar su propia estatua, “a la que nunca llega”.
Clara Janés conmemoró el centenario del poeta con El espejo de la noche. Estudio y conversaciones (Adama Ramada, Madrid, 2005). Nadie mejor que ella para asumir este homenaje, ampliación de los comentarios que acompañaron el estudio previo a las traducciones de los diversos libros de Holan. Ellos aclaran una poesía vasta, con referencias de todo tipo, rica en matices distintos dentro de su unidad, de la que se entresacan ejemplos que constituyen una breve antología, que se suma a las obras que Janés viene traduciendo directamente desde el 80. La voz crítica de Clara Janés se prolonga en un “Diálogo de siete noches”, de Holan con Vladimir Justl, su editor, donde la del autor aparece densa de vicisitudes de la historia. Su obra, que refleja “las metamorfosis sucesivas de ese sentido de lo real que constituye la especificidad de los checos”, al decir de uno de ellos, no las elude.
En el mismo año aparece La voz de Ofelia (Siruela) donde, al cabo de muchos años, Janés profundiza esa vinculación premonitoria con el personaje implícito en el Hamlet de Holan. La inteligente dedicación de Clara nos orienta hacia la singularidad de la poesía de éste, cuyos lectores recibirán cosas distintas según las épocas. Petr Král, poeta y antólogo del surrealismo checo, sitúa a Holan en una línea complementaria de éste, “próxima y lejana como para que, de cierto modo, se pongan mutuamente en relieve”. Es evidente que Holan no estima el humor absurdo que el surrealismo, francés o checo, suele practicar, ni el distanciamiento de la historia, precisamente porque es a menudo funesta. Se diría que él, que en algún poema se ve como “agonizante”, no admitió sino las heridas profundas: “Desconfiado, me volví salvaje no bien conocí al hombre”. Ripellino, duro con el primer Holan, pero luego prologuista de la edición italiana de Una noche con Hamlet, habla de la escritura “fosfórica” en que expresa sus negras meditaciones sobre el apocalipsis de nuestro tiempo, que lo vincula con los altos registros intemporales del desastre: la tragedia griega o la Biblia, y levanta un registro de las metáforas violentas del Holan “salmista”, como él lo adjetiva. Pero pronto ese destino, convertido por Holan en protagonista de muchas de sus obras, le traería el encierro, el desencanto, los años de escritura sin eco inmediato. “La libertad pertenece siempre a la misma familia que la pobreza consentida”, dice en el Hamlet. ¿Y la no consentida? Con ella, de todos modos, empezaría la mejor parte de su obra, creo, aquella en que logra el difícil equilibrio entre realidad objetiva y verdad singular: “El pensamiento perdido en los ojos del unicornio/ reaparece de nuevo en la risa del perro”. En la crueldad con la que, el hombre que “tiene que vigilar su propia tumba”, se y nos acorrala. –
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