Islandia Shepherd, C. W.

Islandia, Islandia

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Ciertos lugares integran la imagen del mundo con la que nos formamos; los otros parecen de un exotismo extremo. Cuando una invitación a Islandia para Enrique me incluyó con generosidad, mi archivo mental carecía de bosque de abedules, manglares, torre Eiffel, ruinas medievales, camellos o canguros de qué asirme. Pierre Loti fue un islote que en mis navegaciones por la literatura francesa mi injusticia olvidó y sus Pêcheurs d’Islande, apenas un nombre. Sólo tenía a los vikings y éstos siempre en los mares. Debían bastarme las imágenes azules y blancas, de mar, cielo y hielos en las fotografías de un libro.
     La imagen empezó a corporizarse en el viaje en Icelandair desde París. Los aviones no irradian encanto, pero la tripulación era simpática, el pan cumplía con una pretensión por la que siempre me frustro: no estaba congelado y era rico, como la mantequilla y el café; y en el siempre angustioso plato caliente había un dejo de cocina hogareña. Quienes seguían hacia Norteamérica llenaron formularios de aduana. A nosotros, el aeropuerto Keflavík sólo nos pedía retirar las maletas. Ningún documento registró nuestro ingreso. Primer signo luminoso: en un mundo tenso de formalidades migratorias y desconfianza, Islandia abría una puerta amiga: una estadía de menos de tres meses no requiere pasaporte. Es posible que al viajar desde Francia nos beneficie el acuerdo de Schengen, que entró en vigor en marzo del 2001, por el cual, además de los escandinavos, los habitantes de varios países europeos: Alemania, Austria, Bélgica, España, Francia, Grecia, Holanda, Italia, Luxemburgo y Portugal, ingresan sin presentar documentos. O quizás nos favoreció nuestra nacionalidad: hace algunos años la entonces presidenta de Islandia, Vigdís Finnbogadóttir (según afirman los islandeses, primera mujer elegida en forma democrática en el mundo), viajó al Uruguay, se establecieron relaciones que implican la eliminación de trabas recíprocas en el ingreso.
     Nos esperaba Hoffi Gardardóttir, la gentil inventora de nuestro viaje; en el camino a Reikiavik nos ofreció un primer marco preciso y breve para que armáramos con menos desconcierto el rompecabezas abierto ante nosotros y empezó a desplegar su tierra. El viaje de San Brendan y su llegada a la catedral de hielo —sin duda, un iceberg— ocupaba en mi imaginación el lugar de los datos que la falta de tiempo nos impidió reunir.
     A ambos lados de la carretera vimos un campo de lava oscura, hasta el horizonte. Mirando bien, se distinguía una leve capa de musgo, verdoso y rojizo, que está prohibido pisar, porque de él se espera el humus futuro contra la aridez. Pero nada verde y menos un árbol.
     ¿Islandia? ¿O Hielandia? La denominación española, como la francesa, al aproximarse a la inglesa, privilegia la condición isleña y no los hielos. Groenlandia, Tierra Verde, habría sido la denominación (tramposa a más no poder, ya que el verdor habitable es mínimo) con la que el noruego Eric el Rojo, arrastró a sus marinos hacia una tierra desconocida. Los islandeses han sido honestos. Tuvimos los campos de hielo o glaciares —jökull— a distancia y, como era verano, lo que vi y ahora acompaña y representa para mí el discutido nombre, fue primero agua, lava y cielo; también veríamos extensiones verdes en donde pastaban singulares caballos. Pero eso fue después.
     A mitad de camino llegamos a la Laguna Azul, piscina natural formada en una colada de lava, de aguas geotérmicas, sulfurosas, de un celeste verdoso muy pálido, y un borde de piedras cubiertas de sales blancas. Nativos y turistas se sumergen en su poder estimulante y curativo y en la atmósfera tibia que los aísla del frío. Los miro desde detrás de una vidriera y aunque el edificio de oscura piedra volcánica por el que se accede a la piscina está caldeado, el espectáculo de esos dichosos bañistas parece ocurrir en otra parte de un mundo dividido. Me dicen que para ellos las piscinas son la plaza pública donde otros pueblos discutieron sus problemas. Los intercambios de opiniones que se hagan en tan armonioso y sedante lugar han de ser sensatos y positivos. Hay un olor azufrado no desagradable. Lo recuperamos en lo de Hoffi y Páll al abrir el grifo del agua caliente. Dios aprieta pero no ahoga: las bajas temperaturas previsibles en un país al borde del círculo polar ártico, carente de petróleo y de bosques, están atenuadas por el Gulfstream y por su origen volcánico, que le otorga estas aguas hirvientes que proporcionan toda la calefacción de la isla. Por el otro grifo sale un agua exquisita que viene de los glaciares. Como veníamos de reencontrar las aguas de París, que al hervir depositan en las paredes del recipiente una capa de irreductible cal con lo cual no hay té, por bueno que sea, que no salga malparado (¿y qué decir del baño y del lavado de cabeza?), descubro virtudes en todo aquello en que interviene el agua: en el café, en la ducha doméstica, ascendida a refinado baño de espuma y en la misma agua purísima.

Me preparé para un clima polar, pero no hace demasiado frío: el abrigo pesado quedará en su percha. Hay viento, pero el sol nos acompaña durante casi todos los días de la isla. Lo vemos ponerse en el mar antes de las nueve, pero la luz nos sigue toda la noche. Horizonte horizonte ¿estás seguro?, me digo con Juan Larrea. Me cuesta dormirme y me levanto antes de lo previsto. Es normal en esta estación, me dicen: el cuerpo acompaña el ritmo del sol. Ya llegará —para ellos— ese invierno de meses con dos horas de luz, que amodorra los cuerpos y embota el ritmo.

La casa de nuestros huéspedes, ubicada en el mismo corazón de Reikiavik —desde sus ventanas vemos la catedral que está en la plaza central— es encantadora y anticipa el estilo que volveremos a encontrar cuando caminemos por la ciudad. Abundan las casas revestidas de zinc, pulcra y alegremente pintadas, con techos inclinados de colores diversos. Los conjuntos modernos suelen estar en la periferia, que se ensancha con el crecimiento de la capital. Aún era soltero Páll cuando se aventuró a comprarla: era antigua y estaba algo abandonada. Por un tiempo la alquiló. Luego resolvieron arreglarla y habitarla. Compacta y de madera, tiene tres plantas y sótano. La labor de reconstrucción que llevaron a cabo por sí mismos mereció un escrupuloso registro fotográfico que ocupa un álbum. Acá todo hace historia. Con la de esta casa empezamos a entender el estilo de vida islandés. Las cosas se hacen cuando se tiene el dinero para ello. Páll Biering es poeta y ambos resolvieron que era más urgente que publicara un libro. La casa espera sin problemas por los detalles mínimos que faltan. Así ingresamos en un tema básico en Islandia: la madera.
     En los viajes en auto por la zona vemos postes indicadores hechos de madera recogida del mar, como en la Edad Media. Unos hablan de bosques talados por los noruegos en aquella época, otros dicen que nunca hubo bosques y que la madera siempre debió ser traída de otras tierras. Sin embargo, es esencial en este clima: no para ser quemada sino para abrigar con su calidez natural los interiores. De ahí que la carpintería sea un arte apreciado y caro y que se recurra a carpinteros en casos extremos. Aquella casa nos dijo mucho de un modo de vida calmo, íntimo, acogedor, laborioso, en que los detalles se cuidan, los colores elegidos armonizan y continúan en las telas, porque la casa es el refugio durante los largos meses invernales. Por fuera estaba revestida de lajas de pizarra violácea, venida en su momento de Irlanda; debieron rastrear su origen para sustituir algunas rotas. Los pisos de madera se protegen. Al entrar todos se descalzan y se ponen sus zapatos de interior. Por suerte he traído gruesas medias con las que circulo en regla.
     Como Hoffi debe seguir con sus tareas académicas, a las que se suma la organización de una charla de Enrique, una visita al Centro de Escritores y la inauguración de un nuevo Centro para extranjeros, un joven colega suyo, Alberto Madrona, se ofrece para mostrarnos algunos lugares. Está a punto de regresar a España, pero en sus dos años islandeses se ha interiorizado de muchas cosas y hasta conoce algo la lengua.
     Vamos cruzando el terreno volcánico del suroeste, ¿hacia Strokhur, hacia Gullfoss? Trato de verlo todo a un lado y otro de la carretera, porque las variaciones son sutiles, música minimalista del paisaje: los pliegues que la colada de lava deja en una montaña, los diversos matices del musgo, las apariciones de la preciada hierba, la presencia amarilla y alegrísima del diente de león. A éste, no siendo especie fina, nadie lo planta, pero como tampoco se lo arranca, merecería estar en el escudo islandés por su representatividad. En ningún otro lado los he visto tan prósperos y omnipresentes. En otro viaje con Hoffi veo apuntar aquí y allá, unas florecillas minúsculas, de un intenso rosa, arracimadas entre el musgo, apreciadas como sonrisas vegetales que nadie toca, llenas de futuro. Vienen de mi lado y las miro a gusto: varias rocas lisas, redondeadas, de diversos tamaños, tienen pintadas en su base pequeñas puertas verdes, con su marco blanco: las casas de los elfos. Se construía un tramo de la carretera y ésta topó con una gran piedra. Quitarla llevó la jornada. Al día siguiente, estaba en el mismo sitio. Los obreros entendieron: desviada de la casa del elfo, la carretera siguió su curso. Las puertas se pintan en señal de aprecio y para congraciarse con ellos. Cuando visitamos Strandardkirkja, la vieja iglesia de la granja Strönd, al sur, en Selvogur, donde hay prados verdes protegidos del viento y todo es pulcro y cuidado, no sólo me sorprendió que en una iglesia que yo suponía exclusivamente luterana hubiese una imagen de la Virgen (a ella se atribuye el milagro para agradecer el cual se construyó la iglesia), sino que lo primero que vi antes de entrar, en la hierba reluciente al sol, fue tres piedras grandes y tres pequeñas, en fila, con sus puertecitas no menos pulcras. También allí los elfos eran tenidos en cuenta.
     Einar Már Gudmunsson, en sus Ángeles del universo, cuenta la historia de su hermano Pálmi, narrada por éste desde su locura. Menciona a un maestro excéntrico, “culto e inteligente”, cuya granja acoge por un tiempo a Pálmi, al que retiran de una residencia para enfermos. Pétur el Solitario, cuando no hace a sus pupilos cuidar las vacas con él en su granja, los pasea. “…íbamos a Saudárkrok y a mitad de camino Pétur de pronto se para, se rasca la barba gris oscura, se acomoda bien las gafas en la nariz y dice: —Tengo que dar la vuelta. El galpón está cerrado con llave. Los duendes no pueden entrar ni salir. Nos sentamos en la cuneta y esperamos durante mucho tiempo a Pétur; cuando llega dice: —¡Qué contentos se pusieron! —y a juzgar por su cara dice la verdad.” Felices niños islandeses. En su infancia los elfos y los prodigiosos personajes de las sagas ponen el toque de fantasía de la cual son privados los niños sensatos de muchos países… También vi desde la carretera algunos pequeños cairn, montículos erigidos como una plegaria de piedra. Entre fines del s. xvii y principios del XVIII Eirikúr Magnússon levantó uno, asegurando que, mientras durase, el peligro de los piratas africanos no perturbaría Selvogur; aún sobrevive a los temblores de tierra y a los vientos, aunque ya el otro peligro no apunte en el horizonte.
     Por su origen, Islandia podría haber desembocado en el encierro de una cápsula religiosa como las que hoy desatan enfrentamientos sangrientos en tantas partes. En el Íslendingabók (Libro de los islandeses), escrito por Ari Thorgilson, el sabio dice cómo y cuándo el cristianismo fue adoptado por el Althing o Asamblea general (legislativa y judicial) que gobernaba en el año 1000: el rey noruego Ólafur Tryggvason encomienda a dos religiosos para que prediquen en Islandia y a Leifur Eiriksson que vaya a hacer lo mismo en Groenlandia. Islandia adoptó la religión católica, introducida en aquel año por monjes irlandeses, hasta la Reforma en el siglo XVI. Hoy es mayoritariamente luterana. Pero los islandeses han tomado de su pasado religioso lo mejor: el respeto por el prójimo y por la vida y una general benevolencia. Sin duda han abandonado la rigidez fundamentalista luterana que reinó en otros siglos. Hoy Reikiavik, ciudad puerto de construcción bastante baja, está dominada por la iglesia de Hallgrímur, con su torre de setenta y tres metros de alto. Esta discutida construcción, la más alta del país, comenzó en 1937. Su arquitecto, Gujon Samúelsson, autor también de otras obras importantes como la Universidad de Islandia, el Teatro nacional, la Catedral católica, etc., se propuso crear un estilo nórdico inspirado en la presencia de las altas montañas. Su nombre es un homenaje al Rev. Hallgrímur Petursson (1614-1674), conocido poeta cuyos himnos religiosos han cantado los islandeses durante siglos.
     Halldór Kiljan Laxness, el más famoso escritor de la moderna literatura islandesa, premio Nobel en 1955 (demorado reconocimiento de la independencia que Islandia alcanza después de la Segunda Guerra Mundial), registra con su intensa sensibilidad nacional, la aparición del fenómeno mormón en su isla, presentando en Paraíso recuperado a un personaje que encuentra en un núcleo religioso ofendido y contradicho la dignidad que su carácter de hijo bastardo le había negado en su tierra, por lo que regresa a ésta en busca de prosélitos. Como en otras novelas de Laxness, un personaje femenino se convierte en el mayor centro de interés. Primero ocupa ese lugar su padre, un próspero campesino, personaje noble e ingenuo que venera al rey danés y quiere honrarse regalándole sus bienes más valiosos: un poney extremadamente singular y un arca labrada por él. Por esa devoción abandona a su familia, que empobrece. Su hija casi niña pasa a ser en su inocencia la última conquista del rico de la provincia. Cuando el campesino retorna de su largo viaje, el mormón le explica que cruzando el Atlántico existe un paraíso donde podrá recuperar todo lo perdido: honra, casa, tierra. La poligamia mormona se basa en que cada hombre debe casarse con todas las mujeres que pueda, extendiendo sobre ellas su honra y su protección. La niña se verá así rescatada de su deshonor. La novela concluye con la persecución que el estado norteamericano inicia contra los mormones y su nuevo paraíso. La primera parte de la novela es una apasionante recreación de un luteranismo oclusivo, que puede transformarse en siniestro instrumento de poder en manos del señor de una provincia, y de la pobreza natural de un país donde la tierra de alguien, pisoteada por un gran rebaño, necesita esperar lustros para recuperar un mínimo pasto, país al que salvarán los barcos y el comercio que lo abre al mundo.
     El pasado reciente alimentó a Laxness con sus nuevos problemas: los grandes cambios de una sociedad en crisis de crecimiento, cuya inserción en el mundo moderno no careció de conflictos. Varias novelas plantean la inquietud de un joven del campo, enfrentado a costumbres ciudadanas, la difusión de nuevas ideas políticas, la afirmación de un naciente nacionalismo ante el intento de Estados Unidos de establecer bases en la península de Keflavík, la lucha entre tradicionales e innovadores, las nuevas formas de la corrupción, la formación de una burocracia ciudadana y las derrotas del idealismo. Pero también sus obras fascinantes imaginan la vida de grandes figuras del pasado, animan momentos históricos entrañables para los islandeses, como el que logró la recuperación de los documentos que guardan la historia profunda de la isla durante la presión noruega y comunican por largos rizomas con el mundo esencial de las sagas.
     Las sagas —sögur— cuentan historias. Estas historias encierran todo aquello con lo que los islandeses arman su identidad, todo lo que ha mantenido su conciencia de ser un pueblo, a través de dominaciones extranjeras que los mantuvieron por siglos en una extrema miseria. Contadas a través de varios siglos, difieren. En algún relato el viaje de Laifur Eiriksson no tiene una finalidad religiosa. Según otra versión, Eric Thordvaldsson Raudi (Eric el Rojo), castigado a abandonar Islandia después de haber cometido un crimen, se dirige a una tierra que había sido avistada por un marino en un viaje anterior. Desembarca en una zona verde, de ahí que la nombre Greenland (Groenlandia), aunque pronto se sabrá que el territorio no ofrece materias primas suficientes para los colonos que allí se instalan. Al fin será esta escasez la que llevará al hijo de Eric, Leifr, a dirigirse con treinta y cinco compañeros en busca de nuevas tierras donde haya madera: descubrirá sucesivamente, el Labrador, Terranova y al fin llegará a Vinland, así llamada porque además de trigo salvaje encontraron vides. Luego, Thorvald, su hermano, lo sigue. Más adelante, en 1020, una nueva empresa conducida por Thorfinn Karlseffni, pretende instalarse, dado que se habían establecido relaciones de comercio con los nativos, y llega con tres barcos y muchas familias. La permanencia será conflictiva y al cabo de un tiempo la aventura islandesa en Vinlandia concluye. América esperará por cinco siglos a Colón.
     El primero en llegar a Islandia fue un sueco, Gardar Svavarsson; la llamó la isla de Gardar, Gardarholm, pero primaría un nombre posterior, el actual. Se convirtió en colonia noruega por el 870, gracias a los que emigraron para eludir la tiranía y los impuestos del rey Harald, el unificador de Noruega. Al llegar aquéllos, propietarios rurales o nobles en rebeldía, ya estaban allí instalados sin ánimo de conquista los papar, eremitas irlandeses que se retiraron, ante la aparición de los noruegos, bárbaros, dejando la semilla del cristianismo. En el 930 se crea en Islandia el primer Parlamento o Althing, constituido por la unión de los jefes de clanes. Pero la independencia estaba limitada por una dependencia económica real. Faltaban todas las materias primas: maderas, granos, hierro, etc., debían conseguirse fuera. En 1260, el rey Hakón se apoderó de la isla que quedó en poder de Noruega hasta que ambas pasan a poder de Dinamarca. Esto dura hasta que la Segunda Guerra Mundial le dio las condiciones para su independencia, en 1944. Extremadamente pobre durante toda su historia por las condiciones de su suelo, esa población que no llega a las 300,000 personas tiene hoy el orgullo de constituir un estado sin grandes conflictos, cuya gente no tiene el hábito de la emigración y vive en una sociedad homogénea, aunque erupciones violentas, a principios del siglo pasado, llevaron a Brasil y sobre todo a Winnipeg, en Canadá, un grupo de granjeros desamparados.
     En el museo de la biblioteca universitaria nos abrieron la pequeña sala donde se conservan en vitrinas los tesoros bibliográficos islandeses. Me sorprendió la soltura con que Hoffi traducía una página de una saga medieval. Me imaginé intentando traducir al vuelo una página de Alfonso el Sabio o un fabliaux. Las lenguas nórdicas se dividen en occidentales —islandés, noruego y faroés (lo relativo a las islas que están al sur de Islandia) —y orientales— danés y sueco. (El finlandés pertenece a otra familia —el uglo-finés). La lengua islandesa, profundamente tradicional, se ha modificado muy poco desde sus orígenes sin que eso implique esclerosis.

 

Esa fidelidad a sus orígenes hace de ella algo así como el latín del mundo escandinavo. El hecho de que desde la Edad Media muchos islandeses utilizaran su lengua y no el latín para escribir sobre sus especialidades en distintos campos, adelantó la tarea de adaptación de la lengua. Cuando hace falta un nuevo término se lo crea a partir de otros existentes: meteorología se crea por la suma de veður-tiempo + fraedi-ciencia. Como la computadora se utilizó al principio para hacer cálculos, su nombre se creo con tölur-números + völva-profetas. Un Concejo de la lengua islandesa estudia las nuevas necesidades, resuelve consultas, promueve usos. Muchas palabras están cercanas al alemán y al inglés, comenzando por saga, historia oral que de inmediato recuerda sagen y say, decir; al alemán, auga, ojos, brú, puente, kirja, iglesia; al inglés, sandur, arena, botn, fondo, bróðir, hermano, bókina, el libro, o a las lenguas indoeuropeas: moðir, faðir, madre, padre, kastali, castellum. Al, prefijo de muchos nombres, no aparece en otras lenguas nórdicas o teutonas; sí en latín, como perfecto, completo. Y usamos fiordo, de fjörður y géiser, que no viene de hver, surgente cálida, sino de Geisir, la más famosa de ellas. Rus dio Rusia, a donde llegaron los vikingos. Bahía, vík, se repite en nombres geográficos: Reikiavik y Keflavík, la capital y su aeropuerto, Grindavík y Olafvík, otras ciudades de la costa. El Althing se reunía en Thingvellir, de völlur, llanura, el notable lugar en que se reunían los bondis o hombres libres. Faroës son las islas ovejas (muchas juntas) al sur de Islandia. Trescientas mil personas conocen el islandés y, como es obvio, la mayoría vive en Islandia. Muchos hablan otra lengua, a menudo el inglés. Íntimamente relacionado con el noruego en sus orígenes, el islandés se fue afirmando como una lengua independiente de una venerable antigüedad: las primeras inscripciones rúnicas son coevas del periodo helenístico y del bajo latín.
     Si la pobreza de su sociedad impidió casi hasta los tiempos modernos la formación de una gran tradición pictórica, concretamente por la falta de pinturas y telas, y de una tradición musical, por la falta de instrumentos, la literatura, más libre de soportes materiales, se manifestó en muy tempranos tiempos con dos formas poéticas, la de los eddas primero y la de los escaldas, ambos en tiempos precristianos, las dos con formas bien reguladas. Los últimos, bardos o trovadores, se destacaron por esa expresión perifrástica, las kenningard, que tanto deslumbró a Borges. Tanto éstas como las prosas épicas de las sagas constituyen un lujoso corpus sobre el que luego podría enraizarse una rica literatura que contribuyó a la formación de un orgulloso espíritu nacional, porque las sagas no son un mundo cerrado, parte de una cultura muerta, sino un marco de tradiciones y referencias constante. “The home of some of the finest prose of the world, with a widespread knowledge of verse and its technique and 100 % literacy, Iceland has every reason to be proud of herself, and if I make certain criticisms, it is not because I do not appreciate their achievement, but because from a country which has done so much one expects still more”, dicen W.H.Auden y Louis MacNeice en sus Letters from Iceland, de 1937.

A Óli se le ocurrió en un día frío de febrero ir a Bessastadir a visitar al presidente… Una mujer entrada en carnes, vestida de negro y con delantal blanco le abrió. Estaban preparando un banquete o una recepción.
     —¿Puedo ver al presidente? —le dice Óli a la mujer.
     —¿Qué quieres de él?
     —Tengo que hablar con él.
     —¿Y tú te llamas…?
     —Óli.
     —¿Y a qué te dedicas, Óli?
     —Compongo canciones.
     La mujer, que a todas luces se da cuenta de lo que pasa, va a despedir a Óli, pero en esto pasa por allí el presidente en persona, mira hacia la puerta y ve a Óli con sus ojos pacíficos y su cara bondadosa.
     —¿Quién está ahí? —pregunta el presidente.
     —Se llama Óli y dice que compone canciones —contesta la mujer, ahorrándole así la molestia a Óli.
     —Dile que entre dice el presidente—. Uno no habla todos los días con un cantautor.
     El presidente invita a entrar a Óli y hace que le traigan café y cigarrillos. Charlan y al final el presidente le pregunta a Óli si no piensa dedicarse a algo más productivo que componer canciones en forma de mensajes telepáticos.
     —Sí —contesta Óli—. Precisamente ésa es una de las razones por las que estoy aquí. Muchas veces pienso si no podría yo ser presidente cuando tú lo dejes.
     —Pues claro, hombre —dice el presidente—. Creo que serías un presidente estupendo.
     Todavía, cuando el presidente lo acompaña hasta la puerta, Óli le pide que le deje el auto por adelantado.

He vuelto a citar la novela de Gudmundsson porque la visita de su hermano Pálmi al presidente, en otro país formaría parte de un relato absurdo. En Islandia no. Su democracia no prevé un tratamiento solemne para el presidente, ni excelencia ni dignísimo señor ni nada semejante. De ahí que ese presidente que llega hasta la puerta de una casa que carece de una guardia especial y recibe con llana cordialidad al confiado demente, es tan verosímil como el resto de los episodios que integran el relato. Creí entender que el respeto que recibe es apenas algo mayor que el que se otorga a todo ciudadano digno. Y estos son casi todos, en una sociedad que aunque tiene sin duda cárceles, las tiene bastante desperdiciadas. Me dijeron que en los últimos años había solo dos mujeres encerradas y ambas por sendos crímenes pasionales. La historia de Óli muestra el sistema bastante liberal de tratamiento de la locura en Islandia, por el cual los enfermos entran y salen, solos o acompañados, de modo de no quedar del todo al margen de la sociedad.
     El estado percibe altos impuestos y cubre todas las necesidades prácticas de los ciudadanos. La enseñanza es gratuita en todos los niveles, todos los problemas de la salud son atendidos en los hospitales públicos, quienes están incapacitados para trabajar reciben subsidios, la limpieza de la ciudad es ejemplar, etc. Apenas se ve policía. Desde la ventana de un restaurante observé, en la esquina de una calle céntrica, una cámara de televisión fijada en una altura en la vereda de enfrente. Se movía de modo repentino como un pequeño monstruito epiléptico y astuto, sin que se pudiese prever el siguiente movimiento. Hoffi me dijo que estaba allí para controlar la actividad de los borrachitos que a cierta altura se ponían pesados y podían alterar el orden. Pero como solo vi una de esas cámaras (quizás hubiese algunas más en otros puntos estratégicos) pensé que bastaba que la secta alcohólica se mudase de esquina para poder seguir moviéndose a gusto. Como en otros países nórdicos, el alcohol es un problema social. Para combatirlo, el Estado tiene el monopolio y fija precios muy altos.
     Al día siguiente de nuestra llegada había elecciones de intendentes. Hoffi, sus hermanas y sus amigas apoyaban a una mujer para Reikiavik. La acompañamos a votar, bajo la atenta mirada de un joven responsable de la honestidad de la elección en esa casilla electoral; era visible que le constaba que nosotros allí no estábamos en orden y sonrió tranquilizado al comprobar que no intentábamos superar nuestro carácter de meros observadores. Por la noche participamos ante la televisión de la general expectativa por los resultados. Triunfante “nuestra” candidata, tratamos de saber hasta qué punto era importante aquél paso de la historia que acabamos de vivir. ¿Cuál era el problema más grave que se jugaba en estas elecciones?: la edad de entrada de los niños a la escuela, los cinco o los seis años.
     La educación de niños y jóvenes es esencial en esta sociedad que, económicamente estabilizada, busca ahora aumentar su población. Los colegios privados no existen ni tendrían sentido. Y la educación va más allá de lo académico: atiende a la formación de un ser humano completo y responsable. A los catorce años, los niños en vacaciones tienen la posibilidad de trabajar dos horas diarias en tareas comunitarias y livianas, como limpiar de hojas los jardines públicos, recibiendo un pago que les permite comprarse una bicicleta o hacer un pequeño viaje. A los dieciséis, pueden trabajar cuatro horas y a los dieciocho tener trabajos estables.
     Reikiavik carece de mendigos porque el Estado se ocupa de velar por las necesidades de quienes podrían serlo. Pero un día apareció uno, no sé si ambulante o, como suele ser habitual en el gremio, adscripto al portal de alguna iglesia. Los periodistas lo descubrieron y el mendigo se convirtió en noticia. Fotografiado, entrevistado, dio los motivos de su inexplicable actividad. Sí, era verdad que el Estado podía cubrir sus necesidades. Pero él quería ser mendigo. De pronto le había nacido esa apetencia, porque consideraba que la sociedad lo necesitaba. La función que ahora cumplía con vocación nueva y avasallante era para él básica, moral, entrañable. La gente debía poder ser caritativa y para ello alguien tenía que prestarse a ser la víctima que se ofrece a la conmiseración de los otros. Ésa era la función para la que él se sentía llamado. ¿Qué decir ante un argumento tan ético, tan socialmente relevante, tan irrebatible?
     Desde el momento que no lo hacía arrastrado por la baja necesidad, el mendigo se transformaba en un amateur, en un voluntario casi heroico. La sociedad se encontró desgarrada por una interrogante digna de una reunión plenaria como las antiguas en Thingvellir. El problema planteaba pros y contras. Se estudiaron las leyes a ver si alguna autorizaba la actividad mendicante. Entre tanto y en la duda, la policía recogía al mendigo por la noche, lo guardaba en la comisaría y a la mañana siguiente, indecisa y temiendo estar violando ella las leyes, lo devolvía a su noble tarea. Me gustaría poder contarles cómo terminó esta historia. ¿Se cansó el mendigo? ¿Llegó el invierno y se arrepintió de sus trabajos? ¿Murió congelado? ¿ O las grandes cabezas jurídicas encontraron la fórmula capaz de sacarlo de su viciosa virtud? No lo supe.
     Una de las notables peculiaridades islandesas, quizá la más simpática sobrevivencia de los tiempos vikings, son sus singulares caballos. Un personaje de La campana de Islandia, de Laxness, acusado de haber dado muerte al verdugo, en tiempos de la dominación danesa, huye de Islandia a Holanda. Al llegar a una ciudad se asusta al ver los caballos, tan enormes para él, acostumbrado a los caballitos islandeses, que no los reconoce como tales. Pequeños y, por bien adaptados a su temperatura, muy peludos, son mansos y de fiar. Quizás sean los únicos de pura raza, sin mezcla, del mundo. Conscientes de esa peculiaridad, los islandeses se empeñan en conservarla. Yegua islandesa que sale no vuelve a entrar. Otro tipo de caballo no es admitido en la isla. Los hay de muchos colores —vi blancos, tordillos, tostados con crines blancas y supongo que podríamos distinguirlos con los numerosos nombres de que dispone la lengua española. Todos tienen abundante crin en el cuello y en las patas. Junto a un camino, detrás de un alambrado, vimos algunos que nos dejaron acercar sin alarma y comieron de la mano el poco pasto que pudimos agenciarnos. Estaban ocupados en rascarse donde podían, con fervor que llamaba la atención. En verano el exceso de pelo ha de darles calor, pero sólo he visto en guanacos y bisontes esa pelambre despareja que parece apolillada. Claro que estos eran caballos de trabajo y no los elegantes que se usan para cabalgar, los mejores de los cuales vienen del norte, de Ska. Mientras todos los demás practican cuatro pasos, los caballitos islandeses disponen de uno más. Pero no pude presenciar ese ballet equino, que así debe parecer ese movimiento distinto.
     Cisnes, patos y gaviotas son una frecuente presencia cada vez que el agua ocupa su lugar en el paisaje, algo frecuente en Reikiavik. Muy cerca de la plaza principal, hay un gran lago, frente al cual los bancos se llenan de gente al mediodía. Patos de diversas clases vienen familiarmente a buscar su comida hasta los mismos bancos, mientras otros evolucionan a un lado y otro del puentecito que lleva hasta el edificio moderno donde se votaba. Los árboles son pequeños —todo crece muy lentamente, ya dijimos; éstos, de dos especies más resistentes al frío, traídas de Noruega, quizás no sean muy antiguos. Las aves ponen su toque de belleza junto con los tulipanes que compiten con el omnipresente diente de león. Un pato y una dama china intervinieron en uno de esos faits divers, que aquí deben ser raros y por eso más pintorescos. Una china de cierta edad era vista con frecuencia dándole de comer a los patos. Un día, aquella actividad normal dejó paso a un rápido apoderarse de uno y a un agitado esconderlo entre sus ropas. El pato alertó con su escándalo a la sociedad que salió en su defensa. Sin duda la dama china debía tener gastronómica nostalgia de un canard laqué o a l’orange, pero los patos, como otros aspectos de la naturaleza, son de todos. Si se hubiese tratado de un bacalao, quizás no pasara nada…
     Esta historia, que involucra a una oriental, me hace pensar que Islandia, no está favorecida por la ruta de los exilios, voluntarios o no, de este siglo. Con todo, en la casa de cultura extranjera, que estaba comenzando sus actividades bajo un nombre que no estoy segura que sea ése, conocimos algunas mexicanas y venezolanas, algún italiano y uruguayos; había científicos y honradísimos carpinteros y debo decirlo, se brindó con un buen vino uruguayo, donado por su distribuidor, también uruguayo, claro, u oriental, como prefería decir Borges. Pero no hubo pato.
     La literatura no es en Islandia una actividad excepcional. Quiero decir que está bastante cerca de todos. Es usual que los abuelos les escriban poemas a sus nietos, los padres a sus hijos, que algunos cumpleaños se celebren con poemas y que las ediciones islandesas abunden y tengan calidad tipográfica. En este mundo algo aislado, en ese lenguaje sin cortes de impresionante antigüedad, la literatura afirma y ayuda al crecimiento del islandés.
     No deja de ser curiosa la permanencia del tesoro literario e histórico, que encierra las primeras crónicas sobre los islandeses y al que hay que sumarle los primeros textos que ayudaron a la difusión del cristianismo. Uno de los grandes momentos para el pueblo islandés, después del tan esperado de su independencia, fue el de la llegada del primero de estos textos que encierran los orígenes de su lengua, devuelto por Dinamarca, para lo cual el pueblo se volcó al puerto a recibirlo. Fue un gran acontecimiento y un gesto de justicia, completado, en años sucesivos, con el reintegro del resto de ese tesoro que estaba fuera de Islandia desde hacía siglos.
     Páll Biering, nuestro amigo poeta, aún no ha sido traducido y no puedo leerlo. Pero Islandia no es un eider (pájaro marino, cuyo plumón se aprovecha para los más finos edredones), que repite en su nido los gestos rutinarios de su especie: es la modernidad con lo bueno y lo malo de estos tiempos, que avanza sobre un escenario con luces, ruido, con las esperanzas y los desencantos del día de hoy. Es Björk, la bellísima cantante de rock y actriz, que hace furor en Estados Unidos y que ha tenido el dudoso honor de integrar la lista de célebres cuyos apartamentos saquean ladrones ingleses subrepticios y eficaces. O es Hallgrímur Helgasson, poeta, pintor y novelista que el año pasado recibió el prestigioso Icelandic Literatur Price por El autor de Islandia, pero que sin duda tendrá más difusión por su 101 Reyjavík, llevada al cine por Baltasar Kormakur, con una famosa Victoria Abril en el reparto. Sumirme en las cuatrocientas sesenta páginas de la traducción francesa (siempre más explayadas que cualquier original) es una experiencia rotunda: por lo imaginativo de un lenguaje, el argot de parte de una generación que no difiere de sectores equivalentes del mundo occidental y permisivo, a la luz de la Vía Alcohólica, donde relucen el sexo, la droga, el rock, la televisión, el cine y el internet como únicos valores. Y porque complementa la imagen anterior con otra que no vi, pero que supuse que también existía.
     Como dice un personaje de Hallgrímur Helgasson, “los islandeses mantendrán su cabeza fría por toda la eternidad”, pero esta alusión a la temperatura exterior del país, no se cumple en el cálido interior de 101 Reikiavik. La novela ocurre prácticamente en la habitación de Hlynur, en el apartamento en que vive con su madre y la amiga de ésta, en bares, fiestas de amigos o de desconocidos, casas, siempre casas, para llegar a las cuales a veces hay que cruzar la calle nocturna, nevada, ventosa. El transcurrir de una vida, en el fondo solitaria, desamparada, entre padres divorciados tiempo atrás —padre vuelto a casar, al que suele encontrar en los bares donde participa de su misma vida sin finalidad— y madre que se descubre lesbiana, y con cuya amiga Hlynur tendrá una relación casual y un niño —y que parece haber tenido bastante responsabilidad en la falta de rumbo de Hlynur, que a sus treinta y tres años vive del seguro social—, es una historia individual, contada con humor y lenguaje inventivo y debe ser también el registro de un sector de la sociedad islandesa. La poesía se ha adelantado a este desencanto, como surge en un breve poema de Sigfús Dadason, “Trinidad”: “No comprendo el comienzo / No comprendo el amor / No comprendo la muerte / inmerecida es esta trinidad”. O con una no menos dura comprobación de Jón Úr Vör: “Naciste hoy / Pero tu tumba fue cavada ayer”. O de Sigurdur Pálsson: “…es improbable / en este mundo sin eternidad / elegir los únicos actos justos”. Tres miradas hacia tres puntos diferentes, pero un desencanto equivalente. La salida de Islandia de su aislamiento —al fin de la Segunda Guerra Mundial— debía cumplirse mediante la aceptación, consciente o no, de los temas, las angustias y las opciones del mundo moderno.
     “Atomistas”, poetas malditos del treinta o la última generación, la de Sjón, cuyas letras canta Björk, abierta a la influencia norteamericana, continúan a Steinn Steinnarr, el contemporáneo de Laxness, en el que las tradiciones culturales islandesas se enlazan a los más depurados ejercicios de la vanguardia europea para la advertencia inútil del horror: “El hilo de Ariadna gualda y rojo / que me precede / corre a la aventura. / Ante los labios sanguinarios / de la materia en fusión / crece la flor de la muerte”. –

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