Según Kojève, el hombre, al final de la historia, vuelve a ser animal. Como lo era al principio, en definitiva. Entonces, nos dice, desaparecerán las guerras, las revoluciones, y la filosofía. Una buena noticia, hay que reconocerlo. Y no es que la filosofía tenga que ver con guerras y revoluciones, sino que ya no habrá razón para cambiar ningún principio, tarea esta por excelencia de la filosofía. Y si no hay razón para cambiar los principios, es porque ya no reconocen fines, porque todo es un fin en sí mismo. Agamben cita la nota de Kojève en la que expone esta teoría, si es que puede llamarse teoría a algo así. Que al final volvamos a ser lo que éramos al principio nos recuerda mucho al eterno retorno. Pero Kojève, a diferencia de Nietzsche, sabe que las cosas cuando se repiten nunca son exactamente iguales. Suelen ser peores. Por lo que a nosotros respecta, hombres y mujeres del siglo XXI, parece ser que estamos en el epílogo. Los síntomas los describió Bataille, y muchos otros antes y después que él: retorno del hombre religioso, pasividad, indiferencia ante la muerte, pérdida de todos los valores menos el del dinero, y otros trasuntos del mismo o similar cariz. Un epílogo que algunos han querido ver como un prólogo, pero esto es sólo una cuestión semántica. De momento, llamemos a esto prólogo o epílogo, parece que la historia no se acaba, aunque el final aceche por todas partes. Vincular, como hace Kojève, el final de la historia con el retorno del hombre a la animalidad, hace que nos planteemos una sospecha, que naturalmente él también vio: ¿No habrá sucedido esto ya? ¿No habremos retornado hace tiempo a la animalidad? Porque siempre que hemos creído adivinar el final de un proceso histórico ha resultado que ese final ya había tenido lugar. Cosa por lo demás natural. Pensemos en el amor, que algo tiene que ver con la animalidad. Los hombres y mujeres que piensan que su amor tendrá un final, es porque ya han dejado de amar.
La idea de animalidad no está referida simplemente a tener cuatro patas, hocico y rabo, sino que es una idea que contradice la idea de humanidad, que tampoco está referida simplemente a tener dos piernas, siliconarse los labios o usar after-shave. Lo curioso, en el caso de Kojève, es que cuando viaja al Japón y contempla la formalización y ritualización de la vida japonesa, él mismo se autorrebate y llega a la conclusión de que el hombre nunca podrá retornar ya al estado animal. Kojève no cae en la cuenta, o tal vez sí, de que en el mundo animal todo está formalizado y ritualizado, y acaba riéndose de su propia seriedad y de la nuestra, empecinados en descubrir una evolución de su filosofía cuando él, a todas luces, la había abandonado hacía tiempo. En definitiva Kojève vuelve a la tesis clásica: el hombre es producto de la tensión entre su animalidad y su humanidad. Y tan monstruoso es un hombre sólo animal, como un hombre sólo humano.
Giorgio Agamben, a través de los veinte deliciosos textos que lo componen, nos habla en este libro de la animalidad del hombre en la historia, lo que a la postre, claro está, equivale a hablar de la humanidad del hombre. El animal humano, y viceversa, ha sido siempre un tema clásico de la filosofía. No sólo a partir del evolucionismo, momento en que el debate toma otro cariz, por decirlo de algún modo. El tema de la animalidad del hombre, o de las relaciones del hombre con el animal si se prefiere esta fórmula, siempre ha estado presente de una forma u otra en todas las culturas. Parecía todo dicho ya, y tal vez así sea en cierto sentido. El colofón lo puso Heidegger, y a su interpretación dedica Agamben los textos 12 a 15, los más densos sin duda de todo el libro, en todos los sentidos de esta palabra. Cosa que le da lugar a plantear su propia tesis sobre la animalidad, en el texto 16, titulado precisamente “Animalización”. Esta es la tesis, vista en tres tiempos:
10. “Hoy […] está claro para cualquiera que no muestre una absoluta mala fe, que ya no hay para los hombres tareas históricas asumibles, ni siquiera tareas asignables”.
20. “La apuesta es ahora muy otra, más extrema, porque se trata de asumir como tarea la propia existencia artificial de los pueblos; es decir, en última instancia, su nuda vida”.
30. “El hombre ha alcanzado ya su telos histórico y, para una humanidad que ha vuelto a ser animal, no queda otra cosa que la despolitización de las sociedades humanas, a través del despliegue incondicionado de la oikonomía, o bien la asunción de la propia vida biológica como tarea política (o más bien impolítica) suprema”.
Poesía, religión, filosofía, han perdido hace tiempo cualquier eficacia histórica, se lamenta Agamben, y hoy sólo nos queda ya hacernos cargo de la vida biológica. Efectivamente, nadie puede negar que la poesía, la religión y la filosofía se han transformado en espectáculos culturales, más o menos lucrativos o bochornosos, pero su eficacia histórica tal vez nunca fuera muy grande (con la excepción de la religión, por supuesto).
Pero, ¿qué quiere decir todo esto? ¿Hay realmente un conflicto subyacente, o latente como dice Agamben, entre la animalidad y la humanidad del hombre? ¿Es éste realmente el conflicto en última instancia? ¿La historia ha dado paso a la post-historia y la política a la biopolítica? Si esto no son meros juegos de palabras, entonces tal vez sea verdad, como decía Heidegger, y Agamben nos recuerda aquí, que sólo hay dos soluciones: o intentamos mediante la técnica dominar nuestra animalidad o nos abandonamos abiertamente a ella. Pero esto significa establecer una relación de dos direcciones. Una relación que es a la vez una disyuntiva. Tal vez las cosas no sean tan sencillas. Tal vez más que de una relación entre el animal y el hombre se trate de una no-relación. Tal vez entregarse a la técnica sea más peligroso que abandonarse a la animalidad. Tal vez ni siquiera esté en nuestras manos hacerlo. –
(Madrid, 1950) es crítico literario y traductor. En 2006 publicó el libro de relatos Esto no puede acabar así (Huerga y Fierro).