Mujeres y cultura: una breve arqueología de la misoginia reinante

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Compramos el suplemento cultural de El Mundo (6-1-05) consagrado al Quijote. Escriben Francisco (Umbral), Mario (Vargas Llosa), Antonio (Muñoz Molina), Guillermo (Solana, crítico de arte), Albert (Boadella, director de teatro)… y así hasta 22. Se ve que para escribir sobre Cervantes no es necesario ser cervantista, ni filólogo, ni siquiera escritor, sí hay un requisito indispensable. ¿Adivinen cuál?
     Leemos el número de ABC Cultural (8-1-05) dedicado a la autobiografía. Contiene una selección de las 26 mejores de la historia. Qué curioso: no figuran las de Rosa Chacel, Mary McCarthy, Simone de Beauvoir… En cambio, sí se incluyen las de Indalecio Prieto y Rockefeller. ¿Será que se ha empleado el mismo criterio de selección que en el caso anterior? (Hombres: 26; mujeres: 0).
     Conservamos el número especial de El País (5-5-01) dedicado al 25o aniversario del periódico. Aquí también hay una selección: los quince libros de narrativa más importantes de este cuarto de siglo. Se admiten apuestas… De quince, quince son masculinos.
     El programa televisivo Las cerezas pone a dos personas a discutir la Constitución Europea: la una, A, es seria, mayor, con experiencia del tema que se debate; la otra, B, mucho más joven, da una imagen pintoresca, goza de popularidad pero no de prestigio y carece de trayectoria política. Curiosamente, para el papel A se ha elegido a José (Borrell) y para el B, a Lucía (Etxebarría)… ¿Por qué no María Teresa Fernández de la Vega y David Bisbal?
     Y así podríamos seguir hasta aburrirnos, contando por ejemplo la proporción de mujeres y hombres en los sumarios de las revistas literarias, incluyendo Letras Libres, en las listas de galardonados con los premios institucionales, entre los directores de cursos de Universidades de verano, y un largo etcétera. Pues bien, todo esto —planteemos la pregunta con total ingenuidad— ¿a qué se debe?

Masculino = universal / femenino = particular
     ¿Misóginos, tal o cual director (o directora, por cierto) de determinado programa de televisión, revista o suplemento? No es esa la cuestión. Las ideas que estas personas expresan, las decisiones que toman cuando escogen colaboradores o hacen una lista de “los mejores (lo que sea) de la historia”, obedecen a los principios de la mentalidad patriarcal. Vamos a examinar esos principios en el terreno donde se manifiestan en su forma más simple: en el lenguaje.
     En la estela de Foucault, Derrida, Lacan, Irigaray…, la lingüista italiana Patrizia Violi ha estudiado la cuestión en un ensayo brillante, El infinito singular (Cátedra, 1991). Argumenta en él que “la lengua inscribe y simboliza en el interior de su misma estructura la diferencia sexual, de forma ya jerarquizada (…). Para los hombres el ‘ser hombre’ y el ser sujeto, persona, productor de palabra y de cultura, no constituyen una experiencia antitética”. En cambio, “la relación de la mujer con el lenguaje es intrínsecamente contradictoria porque el lenguaje la empuja a emplear un sistema de representación y expresión que la excluye y la mortifica”. Y concluye: “No hay, por tanto, que asombrarse de que las mujeres hayan producido históricamente menos ‘Cultura’ que los hombres.”
     Es esa la tesis que voy a intentar desarrollar, mostrando el paralelismo entre ciertas características del lenguaje y ciertas ideas que se manifiestan repetidamente en la vida cultural española. Son básicamente tres. La primera es la que atribuye a lo masculino, per se, un alcance universal, mientras que lo femenino es visto como de / sobre / para mujeres. La segunda es la asociación de lo femenino con lo defectuoso. La tercera, la asignación a las mujeres de un único terreno: el del amor, la sexualidad, la maternidad.
     Como sabemos, la palabra “hombre” engloba a todo el género humano, mientras que “mujer” es sólo la hembra de la especie, lo cual es además corroborado por la norma gramatical por la que masculino subsume al femenino. Ello nos hace muy difícil a las mujeres, como bien dice Violi, expresarnos como sujetos. Déjenme poner un ejemplo tonto. Supongamos que yo quiero escribir sobre los progres, generación de la que formé parte, y empiezo: “A los progres se nos distinguía por nuestras faldas largas…” ¿No notan algo raro? Cuando leemos: “El hombre del Renacimiento moría en el campo de batalla”, seguimos leyendo con naturalidad; no así si leyéramos: “El hombre del Renacimiento moría de parto.” ¿Pero no habíamos quedado en que “hombre” es todo el género humano? Se ve que sí, pero como diría Orwell, algunos son más humanos que otros. Volviendo a mi ejemplo, mientras que un hombre puede colocarse con toda comodidad en la posición de sujeto representativo de lo humano (“A los progres se nos distinguía por nuestras barbas”), una mujer se encuentra ante el siguiente dilema: o bien se excluye a sí misma y sus congéneres de la posición de sujeto (“A los progres se les distinguía por sus barbas”) o bien asume una posición de sujeto que la coloca automáticamente en lo particular (“A las progres se nos distinguía por nuestras faldas largas”). La posibilidad de que un sujeto femenino encarne lo universal no tiene cabida en el lenguaje.
     Ahora bien, como suele ocurrir, por si la inercia de la misma cultura no bastara, hay quien aporta su granito de arena. Es el caso de Miguel García-Posada, que reseñando en El País una novela escrita por una mujer y protagonizada por un hombre, afirmaba: “Salvadas algunas torpezas expresivas, el estilo de Clara Sánchez se ajusta a la materia novelada y sobre todo a la voz de su protagonista narrador. Esta adecuación no era fácil de conseguir, pero Sánchez acierta y la lleva a cabo. En este sentido aporta un pequeño disentimiento o quizá no tan pequeño, a cierta poética ginocéntrica, muy en boga, que limita, si no clausura, el alcance de la realidad humana. Tal disentimiento es digno de gratitud. La corrección política, en el sentido español del término, se nutre a menudo de tales escoramientos.” (El País, 29-4-00).
     Traducido al español, esto quiere decir que si en vez de un protagonista narrador tuviéramos a una protagonista narradora, ello “limitaría”, o incluso (poniéndonos en lo peor) “clausuraría”, “el alcance de la realidad humana”… No está mal.
     Otro ejemplo, firmado por otro crítico (Luis de la Peña) en el mismo periódico: “[En] La mujer de ninguna parte, [Javier García Sánchez] rastrea el alma destrozada de una mujer, Alicia, aunque en absoluto se trata de una historia de mujeres, tan al gusto de los últimos tiempos. Porque, ante todo, la novela de García Sánchez no tiene en absoluto nada de complaciente. Muy al contrario, nos hallamos ante una de esas historias desgarradoras que inquietan el alma del lector, una de esas historias que perturban la conciencia. No se trata, entonces, de rastrear el alma femenina, sino los porqués de la quiebra de un ser.” (El País, 20-5-00).
     Relean, por favor, la cita fijándose en el porque y el sino. El crítico nos está diciendo que la novela en cuestión no se refiere al “alma femenina” sino al “ser” (el ser no puede ser femenino) y que no es “de mujeres” porque “no tiene nada de complaciente” (o sea, porque es buena). ¿No es maravilloso? Y así pasamos de la idea que estábamos analizando (incompatibilidad entre femenino y universal) a otra igualmente extendida: la identificación de lo femenino con lo defectuoso.

Masculino = bueno / femenino = malo
     “La atribución de los contra-valores a las mujeres”, ha escrito Michèle Le Doeuff, “es algo constante en su forma, incluso si el contenido preciso varía a voluntad. Cualquier cosa, siempre que a un momento cualquiera de la historia se le dé un valor negativo, nos podrá ser atribuida.” (Le sexe du savoir, Alto /Aubier, 1998).
     La ecuación “masculino = positivo / femenino = negativo” se encuentra también en el lenguaje. Consultemos el diccionario (y las obras colectivas Lo femenino y lo masculino en el Diccionario de la Real Academia Española, y De mujeres y diccionarios, ambas publicadas por el Instituto de la Mujer). Encontraremos, por parte masculina, numerosas palabras y locuciones elogiosas (viril, caballeroso, hombre de pelo en pecho, gran hombre, todo un hombre…) sin equivalente femenino, y por parte femenina, una retahíla de términos peyorativos aplicables sólo a las mujeres: maruja, pendón, marisabidilla, arpía, bruja, lagarta, pécora, tarasca, mesalina.
     A ojos de la cultura patriarcal, lo negativo en un varón es atributo del individuo, no de su sexo, mientras que en el caso de las mujeres, lo defectuoso se asocia con la feminidad. Es esa una idea profundamente enraizada en el inconsciente colectivo y que sigue floreciendo ante nuestros ojos; he aquí, tomadas del jardín de la crítica literaria española, algunas de esas florecillas:

“W. A. Mitgusch sabe escribir, pero su prosa bordea siempre la línea semiborrada que separa la buena literatura de lo que suele llamarse ‘literatura de mujeres’.” (Miguel Sáenz, Diario 16, 6-9-90).

“Usted, Umbral, no hace literatura obvia y cornucopística como los galos y los sampedros y los mojigatos. Usted hace escritura, y para apreciar la escritura hay que saber leer. Por eso no vende usted tantos libros como los galos que decíamos pues que ellos redactan para señoras desocupadas de mediana edad y fortuna media que (…) constituyen la clientela básica de los novelones de seiscientas páginas y en cuanto acaban de engullir una cornucopia literaria exclaman arrobadas: ‘¡Qué bien escrito está! Aunque es un poco fuerte…'” (Iván Tubau, La Vanguardia, 10-2-95).

“… el amplio mercado de la novela femenil, en la que decaen hasta escritores de verdad…” (Ángel García Galiano, Revista de Libros, diciembre 1998).

“[Deshojando alcachofas] es la típica y tópica novela de personajes femeninos, transmitidos por la propia voz brumosa, delicada y quejica, muy extendida en los últimos quince años, que ensarta en una plúmbea cavilación general cualquier preocupación cotidiana.” (Francisco Solano, El País, 29-1-05).

“Esta magnífica crónica de las guerras íntimas de las africanas permite de paso al lector europeo percatarse de cuánta mala literatura con buenas intenciones se produce sobre mujeres en los países ricos: es todo un género, una industria” (Miguel Bayón, El País, 19-2-05).

Se habrá observado que en muchas de estas citas hay un denominador común: la alusión al mercado. Para entenderla, hemos de dar un pequeño rodeo (con la ayuda de Andreas Huyssen: Beyond the Great Divide: Modernism, Mass Culture, Postmodernism, Indiana University Press, 1986).
     La idea de que la cultura se divide en dos partes antagónicas, alta (la de las elites) y baja (plebeya y mercantilizada) data del siglo XIX. Es curioso que una visión tan asociada a un determinado momento de la historia y cuya adecuación a la posmodernidad resulta tan dudosa, siga sin embargo tan viva en la crítica española; quizá ello se deba sencillamente a su reconfortante simplismo. Pero lo que ahora me interesa resaltar es cómo, desde un principio (como señala Huyssen), esa idea se interpretó en clave de dicotomía sexual, con su correspondiente atribución a las mujeres del polo negativo.
     Tradicionalmente las mujeres eran menos lectoras que los hombres porque su educación era inferior: en España en 1860 ellas eran sólo el 22 % de los alfabetizados, y en 1910, cursaban estudios secundarios 37.000 niños y 334 niñas, nos indica Nora Catelli (Testimonios tangibles, Anagrama, 2001). Es también Catelli quien analiza un curioso fenómeno: la ficción nos presenta con insistencia a mujeres lectoras —cuando dado su bajo nivel educativo, por fuerza eran muy escasas—, pero sobre todo, nos las presenta como malas lectoras. Madame Bovary es el ejemplo emblemático, pero ni mucho menos único, de un personaje femenino cuyo problema no es que lea mala literatura (como Don Quijote) sino que lee mal cualquier literatura: “Es un malentendido creer que Madame Bovary lee sólo folletines”, escribe Catelli; “lo que parece suceder es que leída por las mujeres, toda literatura —religiosa, laica, clásica— se convierte en folletín”. No sólo en tanto que lectoras: también en tanto que escritoras, las mujeres son vistas como una fuerza disolvente. A principios del siglo XX, una entonces desconocida Virginia Woolf reseñaba pacientemente, uno tras otro, libros según los cuales “cada vez más novelas están siendo escritas por y para mujeres, lo que es causa —declara el autor— de que la novela como obra de arte esté desapareciendo”, conclusión de la que ella se limita a decir, con mucha cortesía, que le parece “dudosa” (A Woman’s Essays, Penguin, 1992).
     Lo que quiero mostrar ahora es porque retorcidos vericuetos algunos pueden seguir manteniendo, hoy en España, esa misma visión de las mujeres como poco menos que quintacolumnistas de la alta cultura. Todas las encuestas ponen de manifiesto que las mujeres españolas leen (un poco) más que los hombres; pero ignoramos qué leen unos y otras, en términos de calidad. En principio, cabe suponer que son mujeres la mayoría de lectores de toda literatura: buena, mala o regular. O quizá podríamos utilizar indirectamente algunos datos que sí tenemos. ¿Cuál es la mejor literatura? Los clásicos. ¿Quién lee a los clásicos? Probablemente, los que han estudiado letras. ¿Y quiénes son los estudiantes de letras? En su gran mayoría, mujeres. Dicho de otro modo, no hay ninguna base, más que el prejuicio, para suponer que la degradación mercantil de la literatura tiene algo que ver con el hecho de que cada vez más mujeres lean y escriban. Pues bien, echémosle un vistazo a un párrafo como éste:

“Y la fórmula policial sigue siendo rentable para autores y editores. De modo que, una vez convencida la industria editorial de que las mujeres leen más que los hombres, o compran más libros, y prefieren las escritoras a los escritores, estaba claro que iban a empezar a aparecer señoras que cultivaran el modo best-seller, no ya en la línea de la novela femenina tradicional, de Corín Tellado a Danielle Steel, sino al modo de los formula writers varones del género negro.” (Horacio Vázquez-Rial, ABC Cultural, 22-9-01).

…Y llevemos hasta el final el razonamiento (por llamarlo de alguna manera) que el autor, tal vez por modestia, deja inacabado. En efecto, de esas pocas pero elocuentes frases se puede deducir, directamente o a sensu contrario, lo que sigue: 1. Guardémonos de conceder a las mujeres el prestigio asociado a la lectura (al enemigo, ni agua); ellas lo que hacen es comprar, manchándose las manos con el vil metal (ellos, en cambio, deben leer sólo en bibliotecas públicas). 2. Las mujeres escriben movidas por inconfensables motivaciones crematísticas (no como los hombres, que lo hacen empujados exclusivamente por las consideraciones más nobles). 3. La novela femenina tradicional no es (como habríamos podido tontamente creer) la de Jane Austen o Ana María Matute, sino la de Danielle Steel y Corín Tellado, escritoras, esas sí, verdaderamente femeninas, ya que malas. 4. Cuando una mujer escribe algo que no es novela rosa, es que está imitando a los varones… Es casi enternecedor.

Mujer = sexo, amor, maternidad
     Hagamos una última excursión al diccionario. Observaremos esta vez que las locuciones correspondientes a la voz “hombre” aluden a características de todo tipo: hombre de Estado, de negocios, de Iglesia, hombre público…, mientras que las relativas a las mujeres se circunscriben a la sexualidad, la procreación y la vida doméstica: “ser mujer” es menstruar, “mujer de gobierno”, el ama de llaves, “mujer pública” no necesito decirles qué es… De hecho, lo que la lengua opina de las mujeres —considérense los innumerables sinónimos de “prostituta”; piénsese qué significan términos tan generales como “cualquiera” o “fulano” cuando se usan en femenino—, se podría resumir en el título de un libro tristemente famoso: Todas putas.
     La misma visión del mundo (las mujeres encarnan el amor, el sexo y la maternidad; los hombres, todo lo demás) hallamos en la literatura universal, ajuzgar por los diccionarios de temas literarios, que recogen los personajes y argumentos más comunes en la literatura de todos los tiempos. Hallamos en ellos una marcada diferencia entre personajes masculinos y femeninos. Los primeros constituyen la gran mayoría (no es cuestión de número, sino de variedad) y encarnan todo tipo de cualidades o defectos humanos: el avaro, el ermitaño, el peregrino… En cambio, los tipos femeninos son muy escasos y se definen por su relación con los varones: la esposa infiel, la bella indiferente, la madre amantísima o tremenda…
     Es obvio que este mapa mental sigue vigente en la vida cultural española. Así, es habitual que un debate o un dossier sobre un tema cualquiera se encargue únicamente a varones. Y si se incluye alguna mujer, a veces es peor, como ocurrió cuando una televisión barcelonesa tuvo la brillante idea de hacer una tertulia semanal sobre temas de actualidad compuesta por escritores o periodistas de renombre (Quim Monzó, F.-M. Álvaro, Manuel Trallero…) y una sola señora: la modelo Judith Mascó… De esta manera, quienes piensan que las mujeres son monas y tontas eligen, para representar al sexo femenino, a señoras más notables por su atractivo que por su trayectoria intelectual, corroborando así la idea de que las mujeres son monas y tontas. Quod erat demonstrandum.
     Una última observación, esta sobre los premios. Desde el año de su respectiva fundación hasta 2003, hallamos la siguiente proporción de mujeres entre los galardonados: en los institucionales (Cervantes y Nacionales), igual o inferior al 10 %; en los comerciales (Planeta, Nadal, Alfaguara, Biblioteca Breve) entre el 10 y el 20 %. Los únicos en los que la proporción de ganadoras supera el 20 % son el Sonrisa Vertical de literatura erótica (28 %) y el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (24 %).
     Las escritoras, aquí y ahora, más visibles, más galardonadas, más presentes en la escena mediática, son las que responden a una idea convencional de la feminidad: escriben literatura infantil o erótica; cuidan su imagen (maquillaje, ropa, accesorios); son esposas o viudas de hombres importantes; han aparecido en publicaciones no literarias (prensa del corazón o sensacionalista); hacen un periodismo frívolo, humorístico, en primera persona, alejado de los temas generales. Mi pregunta es: si esas, y no otras, son las que están más presentes, ¿ello se debe a que son, digamos naturalmente, las que más abundan, o a que resultan, a ojos de la cultura patriarcal, más representativas, más aptas para desempeñar el papel que se les ha asignado de antemano? No hace falta decir, por cierto, que las interesadas colaboran, ya sea —una vez más— que actúan así naturalmente, o porque ven que es el modo más fácil de hacer carrera. Cuando te llama una televisión para invitarte, so pretexto de que has publicado un libro en cuyo título figura la palabra amor, a un programa con una sexóloga y un compositor de canciones románticas, puedes aceptar la invitación, o declinarla (porque piensas que a ti lo que te interesa y de lo que entiendes no es el amor sino la literatura, y porque te fastidia que te inviten a ti y no a tus colegas masculinos, que también publican libros con la palabra amor en el título). Pero si rechazas, lo más probable no es que la próxima vez te inviten a recibir el Premio Nacional, sino que no te inviten a nada.
     En resumen: hemos visto cómo partiendo de datos objetivos (como que las mujeres leen más) o por lo menos de opiniones defendibles (como que la novela X, escrita por la señora Z, es mala), se produce ante nuestros ojos toda una construcción ideológica: de la opinión “esta novela de esta mujer es mala” se extrae el axioma “las novelas de las mujeres son malas”; del dato de que las mujeres leen más, la conclusión —como mínimo, sorprendente— de que ellas están rebajando el nivel literario del país; y de la existencia (y, para qué negarlo, la colaboración) de algunas escritoras fotogénicas y frívolas, de la idea de que las escritoras son personajes frívolos y fotogénicos que sirven para poner la nota de color.
     Con semejantes premisas, no es de extrañar que se deje de lado a las mujeres cuando se trata de cosas serias: elegir las 15 mejores novelas o las 26 mejores autobiografías, conceder los premios institucionales… todo lo cual, ay, va formando el canon, es decir, seleccionando lo que nuestras nietas y nietos leerán en la escuela. Quiero creer que esta operación no es, por parte de los críticos, periodistas y mandamases varios que la practican, ni deliberada, ni consciente siquiera. Pero creo que tenemos derecho a pedirles un poco más de reflexión y de autocrítica. –

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