Araire, de André du Bouchet

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Desde el romanticismo alemán hasta las vanguardias literarias de Europa y América Latina —pasando por la “Alquimia del verbo”, de Rimbaud—, se ha insistido en que la auténtica función de la poesía (en tanto utilidad y utilería, monto y montaje) debe ser la creación y el ejercicio de una nueva lengua. Atenuados ya los fundamentalismos creacionista y surrealista, al tiempo que se le ha brindado a esa victoria de la lengua poética el parco nombre de “idiolecto”, es posible reevaluar la pertinencia y dimensión de una creencia así, más acorde con el espíritu utópico de la modernidad que con los post sin fin (ni estética ni fe) de nuestro tiempo.
     Si buena parte de la poesía occidental del siglo XX fue apresurada al presentar como invenciones de la lengua lo que, en realidad, constituían meras tentativas o fracasos, también es cierto que fue variada, consistente y pródiga en alcances como nunca lo había sido: de César Vallejo (Trilce), Oliverio Girondo (En la masmédula) y Paul Celan (La rosa de nadie) a Aimé Césaire (Cuaderno de un retorno al país natal) y William Carlos Williams (Paterson). Cada uno de estos libros y autores, en una caprichosa selección a vuelo de pájaro, consiguieron enrarecer la práctica cotidiana y colectiva de la lengua al punto de su extrema individuación —o, si acaso no es lo mismo, a punto de emprender un “viaje a la semilla”, es decir, al origen, al punto cero del acto de proferir. Se sabe que el lector, frente al poema, se encuentra completamente a solas; nada le promete, ni siquiera en aquel texto que posee una aparente hospitalidad, que su lectura estará guiada por la mano o la voz —sentidos previsores— del poeta. Ello se debe a una simple razón: el lector se halla ante una inédita experiencia (acontecimiento, happening) de lengua y de lenguaje. El lector está, pues, tan desvalido de familiaridad y reconocimiento como el propio poema, como la lengua misma en que fue escrito y como el propio poeta; “en extraño país, en mi país mismo”, para decirlo con Louis Aragon. Cada escritura y lectura de un poema cumple la impronta adánica de un nuevo orden de cosas por ser dicho, escrito y leído aún.
     Después de Rimbaud y Mallarmé —y con la honrosa excepción de Césaire—, la poesía francesa tuvo pocas intenciones de llevar a cabo la factura de una nueva lengua. Tal vez esta realidad, extraña si se tienen en cuenta sus riquísimos registros, respondió a la urgencia de otras investigaciones: la, en palabras de Lezama Lima, “mecánica analítica del lenguaje” (Paul Valéry), la epifanía de lo doméstico (Francis Ponge), la usurpación textual de los poderes de la naturaleza (Saint-John Perse), la doble rectoría del sueño y la intuición (Robert Desnos, André Breton) o la serenidad contemplativa (Yves Bonnefoy). Aquella nueva lengua poética francesa, consistente en algo más que un cúmulo de neologismos, de fracturas sintácticas y gramaticales o de la exploración de la página en blanco, tuvo, para fortuna nuestra, un segundo oficiante excepcional: André du Bouchet (1924-2001).
     Contemporáneo de Bonnefoy y Jacques Dupin, amigo cercano de René Char y de Ponge, Du Bouchet caminó siempre, sin embargo, en contrasentido a la gran poesía francesa de su tiempo —y, me atrevería a afirmar, sigue haciéndolo hasta el día de hoy, pues el tiempo de su poesía es el puro porvenir. A la salida de Air, su primer libro (Aire, pie para el título de esta extraordinaria antología), quedó claro que “hacía falta inventar una lengua dentro de la lengua —según Franc Ducros—, una relación con el idioma francés que fuera tal que, al atravesar toda memoria, se despojara de aquellos ‘tics, tics, tics’ (Lautréamont) que multiplicaron las generaciones precedentes”. “Atravesar toda memoria” —es decir, cruzar la tradición para fundar un verbo desnudo de consensos y pasado: tal es, ni más ni menos, la rigurosa vocación y logro pleno de las cinco décadas de trabajo de Du Bouchet.
     No podía ser de otra forma: Du Bouchet no sólo fue en contra del esplendor retórico de la poesía francesa —insensible, como la española, a las crisis y reformulaciones de la lengua— sino que buscaba apelar (o llevar hasta sus últimas consecuencias) la legendaria sentencia de Mallarmé, contenida en el prefacio a Un golpe de dados…: “Hoy día y sin prever lo que en el futuro saldrá de aquí, nada o casi un arte, reconozcamos cómodamente que la tentativa participa, sin darse cuenta, de búsquedas particulares…” Y en efecto: la obra de Du Bouchet constituye una particular y brillante respuesta a las declaraciones mallarmeanas. Su arte poética, salida de la nada, se ampara, justamente, en el vacío, en “ese blanco que no tiene nombre —como expresa el poeta Jorge Esquinca en el prólogo a su espléndida traducción—, pero que permite nombrar”. Es tal vacío la matriz en donde Du Bouchet permite la gestación, aparición y presentación de una nueva lengua para referir (o proferir, más bien) con escalofriante exactitud la palabra y sus alrededores: el mundo concreto y sensible, sus tentativas e imprevisiones. “Cuando digo carbón / quiero decir / invierno”, confiesa Du Bouchet en un fragmento de su poema “Plato”.
     Si lo necesario es fundamental, creador de fundamentos y fundamentaciones, éste, Araire, es un libro sin duda necesario. Y lo es porque estamos ante un poeta que emprendió con éxito una riesgosa travesía al centro de la tierra de su lengua; porque aquella travesía implicaba la renuncia a ciertos privilegios como el verso canónico, la subjetiva autoridad del yo (“Escribo lo más lejos posible de mí”, afirma Du Bouchet) y, sobre todo, la renuncia a ese “paso conquistado”, en palabras de Rimbaud: el histórico y común francés corriente. Arar en aire. Ejemplar lección del quehacer poético contemporáneo, André du Bouchet renunció a dar con las palabras de la tribu sin haberles hallado antes, mucho antes, su sentido más hondo y primigenio, más epidérmico y futuro. –

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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