Lo cotidiano como fantasmagoría

A cada cual su cielo

Fabio Morábito

Ediciones Era

Ciudad de México, 2022, , 120 pp.

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Si nos vamos a zanjar absolutos que sirven más para el ímpetu dramático que para la proliferación de la historia literaria, podemos decir que hay dos tipos de poetas: los que miran al cielo distraídos y los que se enfocan en discernir, acuciosamente, todos los elementos de su calle. La poesía mexicana tiene un exceso de escritores que creen que son uno de estos, pero en realidad son el otro: Jorge Cuesta miraba su propio reflejo en los poros del dios mineral; José Juan Tablada, en su riqueza simbolista, tiene menos en común con Rimbaud y más con un entomólogo que diseca a una mantis religiosa. Uno nunca sabe a qué le tira, empieza queriendo ser algo, tiene una poética y se enamora de otra. La total congruencia es rara, casi imposible, en el arte literario, y Fabio Morábito es una rara avis: un poeta que, desde su primer libro, ha realizado un proyecto artístico acotado, concreto, una voz lírica que ensaya en cada entrega para alcanzar el mismo objetivo: una poética total de la simplicidad. Dicha poética está enraizada en otra tradición vital para él, la italiana, por su origen italomexicano y por su actividad como traductor al español de Eugenio Montale, indudablemente uno de los escritores que mejor han articulado lo común, lo simple, lo pequeño, en la poesía del siglo XX.

Como la de Montale, la obra poética de Morábito es un ejercicio en depuración continua, que busca un lirismo de expresión clara y limpia, bordeando los límites de la prosa con un verso corto, acotado siempre a la descripción precisa de espacios y objetos. A través de estas herramientas sencillas, de esta conciencia material del lenguaje, el poeta se acerca a problemas de orden tanto íntimo como conceptual: el lenguaje mismo, la función de la poesía en el mundo, el acto de la escritura y la auscultación sobre la propia vida. Hasta aquí, la descripción de las formas de hacer del poeta nacido en Alejandría bien podría pertenecer a sus libros anteriores, de Caja de herramientas Delante de un prado una vaca, y, en efecto, lo hacen: estamos frente a un artista particular en su forma consistente de escribir, cuyo sello es la refinación dentro de la misma mecánica temática y estilística, por lo que cada uno de sus libros se conecta con el otro de forma muy clara.

En este sentido, A cada cual su cielo se entiende como el corte de caja más evidente dentro de la exploración del poeta. Es un libro lleno de gestos a sí mismo y al trabajo de su autor, cuya principal preocupación es comprender su propia existencia. En los primeros poemas, Morábito nos da la impresión de haber escrito un libro casi por casualidad: transmite una especie de fascinación con el fenómeno de la escritura, la mira con una distancia a veces filológica, a veces filosófica, como un objeto que emana del sujeto y se lanza al mundo, para convertir las cosas que lo impulsaron (la lectura, la vida propia, el espacio) en abstracciones comunes, en aparatos líricos. Un buen ejemplo de esto es el poema que abre la colección: “escribo prosa para que los versos / se escriban casi solos, / escribo prosa como quien empuja / un buey por un cultivo”. Donde la prosa se escribe de forma premeditada, específica, contingente, la poesía (como diría Jorge Eduardo Eielson) aparece y desaparece, traiciona, parece existir en las intermitencias entre el lenguaje consciente y la ensoñación; esto, de alguna manera, es liberador para Morábito en momentos de fe, pero también resulta profundamente aterrador: puede ser que la poesía emane, se establezca en la página, y no funcione, o que un día intente escribir poemas y ya no le salgan más, como en esos sueños en los que se te caen los dientes, “pero es más deprimente que escribas / como un desdentado, / con versos que no muerden”.

Como sabían Blaise Pascal y Lucien Goldmann sobre Dios y la Revolución socialista respectivamente, Fabio Morábito sabe que la apuesta por la poesía es un fenómeno cercano a la ludopatía: consiste en intentar, una y otra vez, sin un propósito claro, que el lenguaje haga algo más de lo que hace normalmente. Su proceso creativo, metódico y minimalista como es, quizás exprese una búsqueda de mejorar las chances de que la extrañeza de lo lírico aparezca: su poesía es como una linterna muy brillante que se posa sobre los objetos y resalta su propia poeticidad, en lugar de construir un argumento alrededor de ellos: “Un mundo en el que todo / se desdobla / y cada cosa rinde a plenitud.” Alumbra una caja, un árbol, un tronco pelado, una silla que sale a la calle, y ahí encuentra una poesía común y cotidiana, más cercana quizás a la concreción conceptualista de Joseph Kosuth que al canto por los objetos de Eliseo Diego: los objetos, en Morábito, no están cubiertos por “la insondable sencillez” de la existencia misma, sino que habitan la tensión entre la mirada y el lenguaje, como piedras que “se quiebran / a la mitad, a la mitad de la mitad / de la mitad, se vuelven pedrusco / y polvo, pero no se abren”.

Despojada de todo esencialismo religioso, convertida en un acto de atención a lo concreto, la poesía en el mundo de nuestro autor ya no es, entonces, una búsqueda de lo “superior” o lo sublime, sino que es una válvula de escape para la incertidumbre, una forma de replantearse el mundo fuera de lógicas morales tradicionales. Aún así, el peso de la búsqueda, la melancolía de un mundo desheredado, aparecen en la poesía como la añoranza por tener una conexión con el padre, por las cosas que ya no se encuentran en la ciudad, o, en uno de los mejores textos de la colección, por emprender nuevos caminos: “¿Qué ha sido de mi vida / si no he aprendido lo que todos saben: / hablarle a Dios e ir y volver de Puebla el mismo día?” El tema del desplazamiento, incluso de la memoria como forma de desplazamiento, es una constante de A cada cual su cielo: “Quien se queda madura y olvida, / y yo me fui, y por irme, no olvido.” Dado que los poemas de Morábito son tan cercanos a la prosa, tan familiares con las cosas del mundo y con “lo real”, y no contienen un Dios ordenador o un Absoluto por el que su poesía se haga “poética”, la memoria se convierte en el instrumento lírico por excelencia: por medio de ella accedemos a los objetos y a los espacios, y al desplazarnos en el mundo generamos memoria, como una especie de llave para acceder a los linderos de nuestra propia experiencia de vida, y atestar el hecho de que existimos.

Sería importante pensar a Fabio Morábito dentro de la tradición bicéfala en la que está enmarcado, la de la poesía mexicana e italiana del siglo XXI . Quizá su contemporáneo más cercano en cualquiera de los dos idiomas sea Valerio Magrelli, quien también escribe como forma de acceder a la realidad más profunda, pero con un procedimiento mucho más oscuro: donde Morábito es capaz de hacer brillar a los objetos, Magrelli pugna con su observación, desconfía de su propia mirada, y entrega poemas lejanos a la pulcritud y a la sensibilidad de su contemporáneo, como si fuera, de alguna manera, un hermano oscuro. En México podríamos decir algo similar de Coral Bracho, que se asoma al mundo desde una serie de estructuras discursivas y las quiebra para encontrar lo que hay dentro de ellas, o del recientemente fallecido David Huerta, con su atención radical a la emoción y la memoria.

Las afinidades entre estas voces son diversas, y podrían llevarme a un ensayo más largo y denso, pero quería apuntarlas para subrayar la peculiaridad del autor que hoy me atañe: como narrador, ensayista, recopilador de cuentos tradicionales y traductor, Morábito aborda los mismos problemas que aparecen en su poesía; sus textos filtran la misma posibilidad de mundo y la inteligencia que se trasluce también en el verso, pero la poesía es el lugar en el que mejor puede distinguirse esa cosmovisión sin Dios, esa materialidad radical, que me parece lo más importante de su trabajo y lo que, espero, resultará más influyente para otros escritores. Para terminar su nuevo ciclo de poemas, el autor nos remite a su influencia más evidente, Montale, con algunos versos que empiezan con “El homicidio no es lo mío”, y luego reconstruye de forma perspicaz la experiencia de aplastar a un mosquito, acción que se depura hasta convertirse en una reflexión sobre la muerte (“Por eso, cuando mueres, / mueres como un mosquito: de un chanclazo. / No hay otra forma de dejar de ser”) y, al final, en una reflexión sobre la única muerte verdaderamente inmunda: “Es sucio solo el cuerpo que torturan, / tratado todo él como excremento, / sin corporalidad y sin contexto, / como se tira aquello que no sirve.”

Este último poema, por su tono y su final, que es una frase incompleta, pareciera una conclusión manca para un libro tan bien desarrollado: hay un claro viraje de tono y (acaso) una intención política que no he leído nunca en Morábito sino de forma muy sutil. A sabiendas de la claridad en la composición que destaca en todos sus libros, y de la forma en que aborda la poesía, no he hecho más que preguntarme lo siguiente: ¿será que Fabio Morábito, con este final de su nueva colección, deja manifiesta una intención de abordar la violencia que ha capturado las vidas de quienes vivimos en México desde hace años, que utilizará sus herramientas sutiles para abordar la frontera de lo terrible? ¿O es este poema una rara avis dentro de la obra de una rara avis, en la que la visión del cuerpo torturado (imagen ordenadora para la realidad de muchos mexicanos) no es más que otra silla, otra caja, otro momento de la infancia, en un mundo donde todos los objetos brillan con su fulgor singular? Quizá la respuesta verdadera a la pregunta que acecha toda la obra de Morábito, la posibilidad de hacer una poesía que se abra en lugar de desmoronarse como una piedra, es enfrentarse con la incomodidad de escribir sobre aquello de lo que no se tiene control: no puedo ser el único que se pregunte cómo él, nuestro mayor poeta de las cosas como son, encararía el horror que nos acecha con sus esmerados instrumentos. ~

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(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.


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