La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) asegura que del año 2000 a la fecha 88 periodistas han sido asesinados y 20 más han desaparecido, presumiblemente, por razón de su trabajo. En un comunicado de prensa reciente, el organismo acusaba a las autoridades de incumplir con su obligación de investigar y recabar pruebas sobre los ilícitos cometidos contra comunicadores, mientras invocaba el derecho a la vida, a la integridad y seguridad personal de estos. Pero la CNDH, que cuenta con un Programa de Agravios a Periodistas y Defensores Civiles de Derechos Humanos, no ha hecho un mejor trabajo que el que exige a otros.
Basta con volver a julio de 2010, unas horas después de que un grupo de delincuentes secuestrara en Gómez Palacio, Durango, a tres periodistas de Televisa y Grupo Milenio, para hacerle a sus medios varias exigencias a cambio de respetar su vida. Sin importar, que en ese momento se negociaban en sigilo las condiciones de su liberación, la CNDH de Raúl Plascencia se comportó como agencia de información y emitió un boletín para hacer público el hecho, poniendo en riesgo la negociación y, por tanto, la vida, la integridad y seguridad personal de los reporteros retenidos.
Cómo lo escribió el entonces director editorial adjunto de Milenio, “la CNDH quería hacerse presente, llevar agua a sus mediocres molinos burocráticos". Lo último que le importaba era si los periodistas estaban vivos.
Por años, la CNDH ha sido una referencia de los medios cuando se habla de comunicadores muertos y desaparecidos. A cada nuevo crimen conocido, su área de comunicación social anuncia el inicio de una investigación por parte de su personal. Sin embargo, sus registros están llenos de errores y se advierte una total falta de consistencia en los criterios empleados sobre la identificación de periodistas asesinados en razón de su trabajo.
Hace un par de años, mediante una solicitud de información pública, pedí al organismo los nombres de periodistas que de acuerdo con sus registros hubieran sido asesinados o desaparecidos bajo ese supuesto (ver la información entregada). Al revisar el listado, era evidente que las investigaciones de la CNDH se limitaban a sumar casos aparecidos en la prensa y que en general no parecía haber un seguimiento mínimo de ellos, ya no digamos contacto con la familia, los conocidos o los compañeros de trabajo de las víctimas.
Entre los casos más llamativos se encuentra el de Juan Carlos Hernández Mundo, supuesto director del periódico El Quijote de Taxco, Guerrero, asesinado el 27 de febrero de 2009. Busqué a José Antonio Mundo Estrada, director del diario Siglo XXI y familiar del fallecido. Me dijo que Hernández Mundo no tenía relación con la actividad periodística; trabajaba como taxista, y hacía de prestanombres de Adalberto Catalán, verdadero director y propietario del periódico. La CNDH no se enteró ni corrigió.
El 29 de julio de 2010, Ulises González García, director del semanario La Opinión de Jerez, Zacatecas, fue secuestrado. Aunque fue público que su liberación sucedió once días después, para enero de 2012 la CNDH no había actualizado su registro, y González García aparecía aún como desaparecido. En contraste, a Leodegario Aguilera Lucas, editor de la revista Mundo Político, en Guerrero, el personal de la Comisión lo ha declarado muerto —pese a que nunca hubo prueba concluyente de su asesinato, a que el supuesto hallazgo de sus restos calcinados correspondían a un animal muerto—- ignorando incluso lo asentado en una recomendación de la Comisión Estatal de Defensa de los Derechos Humanos que denunciaba “denegación de justicia y el ejercicio indebido de la función pública e irregularidades” en el caso.
A las inconsistencias se suman nombres de periodistas que murieron en accidentes, lo que de entrada hacía imposible vincular su deceso con el ejercicio de la libertad de expresión, así como criterios diferenciados aplicados de manera discrecional en casos similares, lo cual se evidencia, por ejemplo en el crimen contra Miguel Ángel López Velasco y su hijo Misael López Solana, editor y fotógrafo, respectivamente, del diario Notiver, quienes fueron asesinados a mediados de 2011, pero solo el primero de ellos quedó en el listado del organismo defensor de derechos humanos.
Guillermo Alcaraz Trejo, asesinado en junio de 2010 en Chihuahua, o Pablo Aurelio Ruelas, asesinado en Sonora en junio de 2011, no existen en los expedientes abiertos del organismo, pese a haber recibido amenazas previas por su labor como reporteros. En cambio, en los listados sí puede leerse el nombre de José Luis Cerda (muerto en marzo de 2011), quien trabajaba en Televisa Monterrey, pero no como periodista, sino como comediante, animador de un programa de entretenimiento.
Tal y como funciona ahora, a nadie conviene la continuidad del Programa de Agravios a Periodistas y Defensores Civiles de Derechos Humanos: burócratas sin conocimiento del tema, que no entienden en qué consiste el ejercicio periodístico, cuyas investigaciones se reducen a recortes de prensa, e incapaces de verificar los datos o el estatus de casos en sus manos, convirtiendo a las personas en muescas en un pizarrón, falsificación de un trabajo serio en el tema que luego presentan a los medios como datos fiables.
Vale la pena recordarlo, ahora que el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Raúl Plascencia, anda en campaña política buscando ser ratificado en el puesto.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).