Los altares del liberalismo

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Aunque la constatación de que la figura de Manuel Azaña fue objeto de una condena unánime al término de la Guerra Civil haya llegado a convertirse en un lugar común, recogido en la mayor parte de los trabajos sobre uno de los periodos más dramáticos de la historia de España, la indagación acerca de las razones que pudieran estar detrás de esta insólita coincidencia no parece haber despertado excesiva curiosidad. Durante más de cincuenta años, las razones por las que se despreciaba al presidente de la República desde un lado han convivido en paralelo con las del otro y, quizá por ello, las críticas entrecruzadas, las críticas que se hacían desde una posición hacia la de enfrente, acababan reproduciendo idéntica carencia: la de considerar que la animadversión generalizada hacia quien constituye una de las personalidades políticas e intelectuales más destacadas del siglo XX español puede encontrar explicación recurriendo a analizar por separado las posiciones ideológicas de los contendientes en la Guerra Civil, cuando no la simple necesidad de buscar legitimación para sus correspondientes comportamientos.
     A este respecto, el final del franquismo y la adopción de un proyecto político que, en expresión de Santos Juliá, comprendió la conveniencia, no de olvidar el pasado, sino de “echarlo al olvido” para propiciar la convivencia en el presente —la conveniencia de anteponer la razón política a la razón histórica—, desacreditó el trato de los vencedores hacia Manuel Azaña. Lo desacreditó, entre otros motivos, porque la vesania de sus juicios resultaba de imposible encaje en el clima de serenidad que reclamaban los precarios equilibrios de la Transición, en la que los herederos de ambos bandos, y en contadas ocasiones los propios protagonistas de la guerra, se comprometieron en la tarea de construir un marco político aceptable para todos. No era, pues, el momento de evocar que Azaña fue tratado por los artífices de la dictadura como un “monstruo” digno de ser estudiado por “escogidos frenópatas”, como un “engendro espurio elevado a la más alta magistratura de una República abyecta por un voto seudodemocrático corrompido y corruptor”. Mejor, en efecto, “echarlo al olvido”, e interpretar que tanta inquina, tanto aborrecimiento derivaba de la perversa lógica que dicta la acción de quienes se presentan a sí mismos como hombres providenciales, como salvadores: es preciso que carguen las tintas sobre la degeneración de la situación contra la que se levantan para que, así, el tributo de sangre que exige la regeneración que proponen sea en cualquier caso rentable. Sin un “monstruo” instalado sobre la cima de una “República abyecta”, sin un insostenible clima de excepción, la Cruzada no hubiera sido, en efecto, más que la traición de unos militares, y las víctimas y los mártires de su asonada, una sobrecogedora acumulación de inertes, acusadores cadáveres.
     Por lo que se refiere a los partidos que, durante la Transición, se sentían herederos de los derrotados en la Guerra Civil, las razones de su descuido e, incluso, de su desafecto hacia la figura de Azaña son más complejas. A excepción de algunos gestos como el protagonizado por don Juan Carlos, quien en la agenda pública de su primera visita como rey a México incluyó un encuentro con Dolores de Rivas Cherif, la viuda del ex presidente, la democracia española ha preferido no subrayar con demasiada insistencia la idea de que, en tanto que proyecto constitucional, recogía buena parte de los propósitos y soluciones de la República, interrumpida brutalmente por Franco y su régimen. Los equilibrios de la Transición lo exigían así, puesto que la parte del ejército que amenazó durante más de una década el desarrollo de la Constitución actual fundaba su supuesto derecho a intervenir en la vida pública en aquel remoto levantamiento contra un sistema que, en palabras de los manuales escolares de la época, atentaba contra “las verdades eternas de España”. Recordar el paralelismo entre el proyecto político del 78 y el del 31 —un paralelismo basado, no en el ataque a “las verdades eternas”, sino en el cuestionamiento de que tales verdades existan— podría haber conllevado una inevitable puesta al día del imaginario de los sectores franquistas del ejército y, por lo tanto, un argumento adicional para que cediesen a la tentación del pronunciamiento, cuya última manifestación tuvo lugar en la intentona golpista de octubre de 1985, cuando un grupo de oficiales pretendió volar la tribuna desde la que el gobierno y el rey debían presenciar un desfile militar en La Coruña.
     Retomar la herencia de la República pero sin nombrarla, adoptar algunos de sus puntos de vista pero disfrazándolos para que pareciesen de nuevo cuño, aprender de los errores pasados aunque sin hacerlo explícito: tan interiorizadas llegaron a estar estas consignas entre los protagonistas de la Transición que Felipe González, dirigiéndose a sus ministros en el primer Consejo tras la llegada de los socialistas al poder en 1982, señaló que su principal preocupación era no salir de él como Manuel Azaña. Esta ausencia de reivindicación expresa del pasado republicano, esta nueva y sin duda razonable anteposición de la razón política a la razón histórica, realizada en aras de resolver la cuestión militar, tuvo sin embargo un efecto imprevisto, y es que ratificó y dio por válidos los juicios que, sobre el antiguo presidente, dejaron establecidos dos sectores de la izquierda que lucharon con la República en 1936: el de quienes, siguiendo a Negrín, estimaban que la prolongación de la contienda hasta el instante en que estallase la guerra europea salvaría su causa, y el de quienes, como el entorno de Largo Caballero entre los socialistas, y como el partido comunista y los anarquistas, lamentaban que la convicción republicana de Azaña y de Prieto, su lealtad constitucional, actuase de freno a una revolución que parecía al alcance de la mano, dada la extrema fragilidad de un Estado puesto en jaque por su propio ejército.
     Conocido el desarrollo de los acontecimientos que tuvieron lugar en España y en Europa desde los primeros meses de 1939, resulta fácil emitir juicios sobre el dilema que, en el campo del estricto republicanismo moderado y socialista, enfrentaba a los jusqu’auboutistas de Negrín con los partidarios de una paz que primero imaginaron como “política y humanitaria”, y después ya sólo como “humanitaria”, entre los que se encontraba Azaña. Por una parte, Hitler y Mussolini no dieron rienda suelta a su política exterior más agresiva hasta que no consideraron que la suerte de la República estaba decidida y, por lo tanto, resultaban escasas las posibilidades de disolver el conflicto de España en una guerra de mayores dimensiones, como esperaban Negrín y los jusqu’auboutistas. Pero, de igual manera, la esperanza de alcanzar algún género de compromiso con Franco, según entendía Azaña, carecía en buena parte de fundamento: no sólo la superioridad militar de los rebeldes, sino su opción expresa por una guerra de exterminio, cerraba el camino a cualquier salida negociada. Los ajustes de cuentas a los que se libraron los republicanos en el momento de la derrota, muchas veces mezquinos, no deberían ensombrecer, sin embargo, la grandeza de ánimo con la que aquellos hombres —entre los que quizá se encuentren algunos de los mejores que ha dado la historia de España— enfrentaron en los momentos más difíciles de la guerra un formidable dilema moral que hoy, y solamente hoy, sabemos irresoluble: rendirse para evitar muertes inútiles en los campos de batalla o resistir en la convicción, plenamente confirmada por los hechos, de que la victoria de Franco, y su posterior e implacable represión, acarrearía esas mismas muertes.
     El golpe del coronel Casado que, en connivencia con Julián Besteiro, desbarató los planes del jusqu’auboutisme de Negrín cuando Azaña ya había dimitido desde París, se inscribe en el marco de ese dilema moral acerca de la resistencia: tras hacerse con los jirones del poder republicano, Casado ofreció a Franco la entrega de Madrid y la rendición incondicional de las tropas republicanas. Desde la perspectiva del desenlace de las operaciones militares, quizá tenga razón Julián Zugazagoitia cuando considera en Guerra y vicisitudes de los españoles, uno de los documentos más lúcidos y estremecedores sobre el periodo, que la precipitación al liquidar los restos de la República acabaría provocando el drama del puerto de Alicante, en el que varios miles de republicanos quedaron atrapados entre las fuerzas franquistas y el mar, a la espera de un socorro de franceses y británicos que nunca llegaría. Zugazagoitia señala, a este respecto, que el impenitente optimismo de Negrín, del que no pocos de sus colaboradores llegaban a dudar si era sincero o fingido, no le impidió hacer una confesión a quien entonces ejercía como secretario general del Ministerio de Guerra en el momento mismo del hundimiento del frente de Cataluña, en febrero de 1939: ahora que hemos terminado el trabajo aquí —le vino a decir Negrín a Zugazagoitia cuando se cercioró de que Francia había abierto la frontera a los refugiados—, acabemos con la tarea en el frente del centro. Acabar la tarea en el frente del centro, siempre según Zugazagoitia, no podía significar otra cosa que organizar la rendición.
     Ahora bien, desde la perspectiva, no ya del desenlace de las operaciones militares, sino del juicio histórico sobre la figura del presidente de la República, el golpe del coronel Casado consagró, por su parte, una opinión que un sector de la izquierda constitucional, así como la totalidad de la izquierda revolucionaria, repetiría sin desmayo desde entonces: Azaña había sido el principal responsable de la derrota republicana. Apenas unas semanas después del golpe, Dolores Ibárruri, la Pasionaria, insistiría en esa misma interpretación con motivo de la primera reunión de la Cortes en el exilio, celebrada en París; una interpretación que, por lo demás, Franco y los franquistas estaban llevando tan lejos como era posible en el interior ya conquistado, a través de una feroz propaganda: no es que Azaña hubiese precipitado el desastre de la República, algo que a los vencedores les resultaba indiferente; lo que había precipitado era el desencadenamiento mismo de la Guerra Civil. De esta manera, los oficiales del ejército causantes del drama que produjo centenares de miles de víctimas lograban transferir su responsabilidad a quien no había hecho otra cosa que encarnar la legalidad que traicionaron. Azaña no se defendió de estas y otras acusaciones mientras pudo hacerlo, recluyéndose en un mutismo que lo alejaría de los círculos políticos del exilio. Muerto en noviembre de 1940, enterrado en un humilde nicho del Cementerio Urbano de Montauban, hoy cubierto de liquen y hojarasca, las aguas del olvido se cerraron definitivamente sobre su cabeza: con la misma celeridad que emergió su figura casi desconocida en la República, se eclipsó cuando Franco le puso a la República un abrupto y sangriento final.
     Desde entonces, la cada vez más ingente y rigurosa historiografía sobre la Guerra Civil ha ido restableciendo la verdad de los hechos, por lo común bajo el empuje del hispanismo francés y anglosajón. Los efectos de la no intervención sobre el destino de la República, la abierta participación de las tropas nazis e italianas en las filas nacionalistas, la represión planificada en el bando de Franco frente a los desmanes revolucionarios perpetrados al margen de la legalidad republicana: los principales hitos en el desmoronamiento de la experiencia democrática en España fueron saliendo progresivamente a la luz, facilitando el conocimiento de una de las épocas más sombrías de nuestra historia y, al tiempo, contribuyendo a reconsiderar y reubicar las responsabilidades nacionales e internacionales que la propaganda franquista había distribuido desde una clara voluntad exculpatoria. En realidad, todas las responsabilidades excepto una: la que correspondía a Manuel Azaña, sobre quien siguió pesando la condena dictada por el coronel Casado y, a continuación, por la Pasionaria. El hecho de que acabara imponiéndose la interpretación, por lo demás rigurosamente cierta, de que la Guerra Civil española no fue sino la primera batalla que el antifascismo libraría contra el fascismo a partir de 1940 oscureció un detalle decisivo a la hora de evaluar la labor política de Azaña: el de que bajo la rúbrica del antifascismo se colocaban tanto quienes se limitaron a defender la legalidad republicana —y tal era el caso del antiguo presidente—, como quienes optaron por conculcarla, no desde el golpe militar, sino desde la revolución. La figura de Azaña quedó de este modo atrapada en un fuego literalmente cruzado: el de quienes se pronunciaron contra la revolución olvidando que su obligación era defender la ley, y el de quienes respondieron al pronunciamiento mediante una revolución a la que la ley no les autorizaba.
     Han transcurrido tres cuartos de siglo desde que tuvo lugar aquella tragedia y, lejos de rescatar la memoria de quienes se mantuvieron fieles a unas instituciones legítimas agredidas desde múltiples flancos, se ha pretendido en los últimos tiempos crear un limbo retrospectivo para ellos, una “tercera España” desde la que habrían contemplado, horrorizados, lo que se ha dado en llamar el “fracaso colectivo” de los españoles, colocando en pie de igualdad a víctimas y verdugos y ensalzando la supuesta clarividencia de quienes no tomaron partido, auténticos precursores —se dice— de la Constitución de 1978. Bajo el tono de concordia que parece inspirar esta interpretación sin aristas, este amplio reconocimiento de culpas en todas direcciones, se esconde, sin embargo, una inaceptable falsificación. Hubo, en efecto, quienes, iniciado el golpe militar en Marruecos, y desencadenada la revolución en la zona controlada por la República, optaron por alejarse del país, por situarse al margen. Pero hubo también quienes, como Azaña, se mantuvieron fieles a una legalidad que, por un lado, tuvo que hacer frente a unos oficiales sublevados con el apoyo de potencias totalitarias extranjeras y, por otro, a una revolución que, también recurriendo al soporte de abominables regímenes exteriores, no le hizo la guerra a la República, como Franco y sus generales, sino que desbordó por completo su orden público. Azaña y otros muchos como Azaña eran conscientes de la exigüidad de su margen político; eran conscientes de que sobre ellos recaería la responsabilidad de unas matanzas que no lograron impedir ni tampoco llevar ante los tribunales del Estado, sustituidos por una justicia revolucionaria al margen de cualquier ley. Aun así, se quedaron, y defendieron la causa de la democracia con las únicas armas de las que estaban en condiciones de disponer como políticos: respetando en lo que podían los procedimientos legales para gobernar, convocando cuando había que convocarlas unas Cortes errantes en las que la palabra seguía teniendo valor pese al estruendo de la guerra, asumiendo como dilema moral lo que para muchos de sus compatriotas no era más que un frío cálculo de estrategia militar, que segaba la vida de millares de inocentes.
     Sea bajo el peso de las interpretaciones que recurrieron en su día a la noción de “antifascismo” o de las que ahora optan por la “tercera España” —resulta curioso advertir, por cierto, el rápido tránsito que en los últimos tiempos ha llevado a algunos intelectuales desde la primera posición a la segunda—, lo cierto es que la figura de Manuel Azaña sigue encontrando, todavía hoy, insalvables obstáculos para ocupar el lugar que le corresponde en nuestra historia. Un lugar que se le escatima en virtud de unos errores sobre los que, cuando menos, no se ha reflexionado lo bastante. En este sentido, ¿se puede seguir sosteniendo que Azaña enajena a los militares para la República cuando, en rigor, la República surge como reacción a la militarización de la monarquía impulsada por Alfonso XIII y, por lo tanto, la simple existencia del 14 de abril significa ya la derrota de un importante sector del ejército, que es el que luego desencadenará la Guerra Civil? Por otra parte, ¿es legítimo reprochar a Azaña su inquebrantable empeño en gobernar a través de leyes aprobadas en las Cortes, como si en democracia existiera otro procedimiento para hacerlo? Y analizando su ascenso a la presidencia de la República, ¿obedecía al simple capricho sustituir a Alcalá Zamora en el momento en el que la izquierda comunista y anarquista no distinguía sus responsabilidades de las del gobierno que reprimió la revolución de Asturias, y la extrema derecha, por su parte, no le perdonaba el haber propiciado las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular? Y en relación con su oposición a repartir armas entre los partidos y sindicatos obreros, ¿resulta en verdad tan inexplicable que el presidente de una República democrática intentase hasta el último momento responder a una intentona golpista a través de los instrumentos del Estado, y no de unos comités improvisados y sin fundamento institucional de ninguna naturaleza? ¿Se equivocó acaso al intuir que ésa sería la excusa que utilizarían las democracias europeas para escatimar su ayuda a la República?
     Como todo dirigente político al que el destino coloca ante unas circunstancias tan dramáticas como las que atravesó Europa en los años treinta, Azaña cometería errores, tal vez muchos errores. Lo que sucede, sin embargo, es que no resultará fácil identificar su naturaleza ni su alcance mientras la historiografía acerca de la Guerra Civil continúe siendo un terreno de disputa, no sobre interpretaciones del pasado, sino sobre contenciosos contemporáneos. Contra lo que se suele decir, el motivo de este fenómeno no guarda tanta relación con el hecho de que la memoria del conflicto siga viva, como con una de las más graves deficiencias intelectuales de las que adolece la Transición: la de filiar la tradición de la tolerancia, la tradición liberal en la que se fundamenta el proyecto político contenido en la Constitución del 78. Desde principios del siglo XX, los escritores españoles se enfrentaron a un desafío político derivado de la descomposición del sistema canovista; un desafío sobre el que, debido a su coincidencia con la crisis colonial de Cuba y Filipinas, la mayor parte de ellos se pronunció con tal rotundidad y tal vehemencia que los españoles de hoy nos encontramos ante una paradójica situación: conocemos sin titubeos sus respuestas, pero ello al precio de haber perdido de vista cuál era la pregunta. Y la pregunta se cifraba, no en qué consistía la esencia de España, no en cuáles podían ser sus “verdades eternas”, sino en algo más inmediato y tangible: ¿el sistema canovista no funcionó porque se trataba de una democracia corrupta o, sencillamente, porque era una democracia? Entre quienes se inclinaron por esta última opción se encontraban, sin duda, los militares golpistas del 36; también los falangistas y los grupos de la extrema izquierda, amparándose en la idea de que era un modelo burgués. Pero lo que la historiografía española se sigue resistiendo a admitir es que buena parte de los autores del 98 y del 14, de los autores que pedían europeizaciones o españolizaciones según el humor de cada jornada, de los que reclamaban vertebraciones y lamentaban la inexistencia de élites como las que ensalzaban Mosca y Pareto en la Italia fascista, militaban decididamente en esa misma causa.
     Frente a ellos, a todos ellos, se alzó una voz que dijo que el sistema canovista fracasó, no por lo que tenía de democrático, sino por lo que tenía de corrupto. Era la voz de Manuel Azaña, quien en su primer discurso público, con apenas 21 años, reclamó el gobierno de las razones y los votos, exactamente lo mismo que demandaría en vísperas de su exilio y de su muerte. El olvido en el que se mantiene su figura, hoy reconvertido en manipulación y reivindicación inane, se debe a que su actitud cívica e intelectual desmiente la excusa con la que se conserva en los altares del liberalismo español a quienes nunca debieron estar en él. ¿Hubo alguien que no se dejara seducir por la tentación totalitaria en los años treinta?, se suele preguntar con no poca retórica cuando aparecen páginas inconvenientes de reputados liberales. Por supuesto que lo hubo, pero precisamente porque lo hubo hay que convertir su nombre en un emblema vacío y desactivar el devastador desmentido a una época que representa su actividad política y su obra. ~

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