Venus está en aprietos. El último venusino murió víctima del mal atómico. Por lo tanto, las venusinas organizan una expedición cósmica para capturar a “los especímenes masculinos más bellos del universo”, de forma que “el más perfecto funde las futuras generaciones de Venus”. La aventura en que se embarcan las venusinas parecería prometedora de no ser porque pronto descubrimos que, a pesar de su avanzada tecnología, que les permite recorrer las galaxias cazando especímenes masculinos, nunca han oído hablar de uno de sus vecinos, la Tierra.
Esta es la historia que cuenta La nave de los monstruos, el filme con que inaugura el ciclo itinerante de cine mexicano de ciencia ficción El Futuro + Acá, organizado con descomunal devoción por el equipo de Itala Schmeltz, Vania Rojas y Héctor Orozco. Otros filmes incluidos en esta muestra son El sexo fuerte, Arañas infernales, La momia azteca vs. robot humano, El planeta de las mujeres invasoras y Santo vs. la invasión de los marcianos.
La nave de los monstruos, del prolífico Rogelio A. González, fue estrenada en la Ciudad de México, en enero de 1960, dos años y tres meses después del lanzamiento del satélite soviético Sputnik, esa modesta pelota metálica de 83.6 kilos que dio la vuelta a la Tierra y es universalmente responsabilizada de haber desatado la carrera espacial. Por supuesto que hay un inmenso abismo tecnológico entre ese artefacto primitivo y la prodigiosa nave venusina tripulada por las amazonas Gamma (Ana Berta Lepe), comandante de la flota interplanetaria venusina, y Beta (la actriz de culto Lorena Velásquez), una hija de Ur, el planeta de la sombra. No obstante, la misión de las venusinas resulta una catástrofe debido a las pasiones que les provoca un macho mexicano, el cómico Piporro. Quizás como consecuencia de la flagrante irresponsabilidad femenina de estas viajeras, la mujer del equipo de González que alcanzó el puesto más alto durante la filmación de esta película fue la maquillista, doña Rosa Guerrero.
En el cine mexicano, como en otras cinematografías nacionales, la ciencia ficción encontró pronto numerosos adeptos. El género de la ciencia ficción ofrece, aparte del discurso grandilocuente del poder de transformación de la tecnología, la posibilidad única de reinventar el mundo y de esa manera invertir los órdenes hegemónicos dominantes. Esto resultaba muy atractivo para aquellos que en el mundo real carecían de poder, como las mujeres, los habitantes de países pobres y la gente perteneciente a pueblos y grupos humanos discriminados o marginados. De tal forma, la ciencia ficción era también un poderoso género crítico, satírico, irónico, iconoclasta y subversivo. Los desposeídos podían usarla para imaginar un mundo diferente en el que la alta tecnología y el poder eran irrelevantes y los luchadores enmascarados podían proteger al planeta de aterradoras pero cachondas invasoras de otros mundos. Las fantasías tecnológicas se vuelven entonces un vehículo para mofarse de la solemnidad científica, para crear una complicidad en la ignorancia entre los cómicos y un público sin interés por entender los inventos y descubrimientos que están cambiando al mundo.
En las narrativas de ciencia ficción mexicana tenemos un dominio ultrademocrático en el que conviven en condiciones de igualdad boxeadores, científicos, cosmonautas, robots, políticos, sabios, luchadores, electricistas y rancheros. En la lectura de este tipo de artefactos culturales debemos reconocer la búsqueda de una utopía, un espacio de tolerancia y humor en el que aceptamos los dogmas del progreso como algo inevitable pero rechazamos su poder totalitario y absoluto. Si es que tal cosa es posible.
En general estos filmes nacían del azar, la improvisación, el oportunismo, y de cuando en cuando el franco plagio; en gran medida no hablaban gran cosa del espacio y sus supuestas amenazas, pero en cambio nos revelaban mucho acerca de nuestra sociedad y nuestra cultura. Como dijo el mil veces citado Siegfried Kracauer, el cine refleja la mentalidad de los pueblos. De manera que las cintas del Santo, Blue Demon o la Momia Azteca cargaban con una herencia cultural que partía de considerar las conquistas desde la perspectiva de los vencidos, del reconocimiento de que una invasión fue el crimen original que engendró nuestra identidad nacional, esta extraña Edad Media entre un pasado glorioso y un inevitable futuro apocalíptico. Sin querer caer en clichés nacionalistas o determinismos históricos panfletarios, podemos reconocer que el escepticismo, el cinismo y el recurso del humor con tintes de autodesprecio tenían un carácter irónico y chacotero que refleja bien la actitud mexicana hacia el progreso y la alta tecnología, como algo que no nos pertenece, que no nació aquí y que debemos apropiarnos con argucias o con nuestra seductora apariencia pero no con nuestro trabajo.
El robot Tor explica en La nave de los monstruos que: “Los hombres son seres que no saben lo que quieren y que se dedican a destruirse unos a otros”. Esta frase resume la ideología de docenas de películas de ciencia ficción mexicanas, las cuales podían ser absurdas, reiterativas, infantiles, inverosímiles o ñoñas, y sin embargo pregonaban bienintencionados mensajes pacifistas, como aquel “Amaos los unos a los otros” que masculla Ana Luisa Peluffo mientras regresa a la Tierra a bordo de la Lunave, en El conquistador de la Luna. Pero esos mensajes de paz y armonía cayeron en oídos sordos. El público que una fría noche de enero de 1960 pagó su boleto para entrar al cine Chapultepec y ver a Piporro en La nave de los monstruos, pudo reír y quizás muy en el fondo reflexionar al respecto de la fuerza del átomo, pero difícilmente podría haber imaginado que un amenaza silenciosa iba a corroer su ciudad para convertirla en una monstruosidad, un informe Leviatán gris. El siglo XXI está aquí y en vez de autos voladores o robots serviciales tenemos un mundo depredado, contaminado, sobrepoblado, miserable, en manos de psicópatas y fanáticos.
En una buena parte de las cintas de ciencia ficción mexicano nos encontramos narrativas esquizofrénicas (fascinadas y aterradas por las perspectivas del progreso tecnológico), autorreflexivas (en las que algunos personajes hacen contacto visual con la cámara para romper la ilusión fílmica y compartir un chiste con el espectador), repletas de referencias intertextuales (en forma de citas deliberadas y/o inconscientes a otros filmes, comerciales, escándalos de celebridades y refraseos de viejos clichés). Para todo fin práctico, podemos decir que estamos ante obras posmodernas avant la lettre; de no ser por un cierto pudor y una necesidad de preservar un mínimo de decoro, casi podríamos llamarlas visionarias.
La fascinación de estos filmes radica en sus inagotables posibilidades de hacernos reír, en parte por su humor paródico y socarrón, y en parte por su solemnidad, torpeza e ingenuidad patológica. Pero es aún más gratificante convertir la cinta en un objeto de culto, un pretexto para la comunión y la celebración. Reivindicar es redescubrir e iniciar a otros en el reconocimiento. El ciclo de cine el Futuro + Acá es precisamente eso, un ejercicio de recuperación, un rescate de objetos culturales que se han convertido en plataformas privilegiadas para entender nuestra condición, para buscar en el futuro de las visiones del pasado algunas claves que expliquen hacia dónde vamos y cómo demonios llegamos aquí. –
(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).