Cabría pensar que en su nueva novela Horacio Castellanos ha vuelto a confrontar a sus lectores con una realidad imbécil y grosera: la guerra civil en El Salvador y sus amargas secuelas, el miedo, la crueldad, la violencia. Después de todo, a lo largo de dos décadas y media Castellanos se ha dedicado a vapulear a la historia centroamericana. Lo suyo, es cierto, se parece mucho a un ejercicio de expiación de la memoria inmediata y todavía más a un ajuste de cuentas. No guarda, por supuesto, misericordia para el ejército, los grupos paramilitares, el clero, las clases altas y los dirigentes políticos, pero hace falta decirlo tampoco para la izquierda, los líderes guerrilleros y los intelectuales. Su actitud es tan poco caritativa que puede ofrecerse como un lúcido contrapunto a las versiones edificantes del pasado reciente que ha producido la normalidad democrática en El Salvador.
Es cierto: Castellanos ha vuelto a confrontar a sus lectores con una realidad imbécil y grosera. Como en Donde no estén ustedes (2003), El arma en el hombre (2001) y El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (1997), Insensatez provoca una incomodidad adictiva e instantánea. No hemos terminado de leer la segunda página y ya estamos en el corazón de las tinieblas. El protagonista y narrador repasa el testimonio de un kaqchiquel, sobreviviente y testigo de la muerte a machetazos de su esposa y sus cuatro hijos a manos de un grupo de soldados. Como siempre, Castellanos procede tomándonos por sorpresa. La barbarie se yergue ante nosotros sin preámbulos ni frases propedéuticas: “Nadie puede estar completo de la mente después de haber sobrevivido a semejante experiencia, me dije, cavilando, morboso, tratando de imaginar lo que pudo ser el despertar de ese indígena, a quien habían dejado por muerto entre los trozos de carne de sus hijos y su mujer…” Hay más, mucho más, y aún más atroz. Pero no se trata de presentar una denuncia; somos huéspedes de una novela. Se trata, sobre todo, de cómo la lectura de ése y otros testimonios va convirtiendo al protagonista y narrador en otra víctima de la barbarie. Una anécdota sencilla es lo único que Castellanos necesita: basta con crear a un personaje que ha recibido el encargo, en un país centroamericano que se parece mucho a Guatemala, de revisar las mil cien cuartillas de un informe en el que confluyen las voces de quienes sobrevivieron al exterminio. Mientras leemos Insensatez, observamos a un hombre desgarrado que lee y padece la experiencia de la rabia y el desasosiego en el acto de la lectura. Las recreaciones de los crímenes y las ejecuciones son tan desgarradoras, cruentas y, sobre todo, verosímiles que uno no puede menos que pensar que en alguna ocasión Castellanos cumplió una tarea semejante a la del protagonista y narrador. Con todo, la narración también se da tiempo para seguir las correrías etílicas y sexuales de ese personaje, una suerte de Virgilio metido a corrector, propenso a la tristeza y a la desconfianza, dispuesto a ganar al menos una batalla contra el olvido.
Pero Insensatez no se resuelve en su argumento simple y llano. Una energía poderosa recorre la novela de principio a fin y esa energía se concentra en una pregunta ineludible: ¿cómo expresar el sadismo, el horror del genocidio y de la bestialidad calculada sin renunciar a un lenguaje que sea la manifestación de la vida? En efecto: ¿es posible crear o encontrar una gramática que contenga el alfabeto ominoso de la deshumanización del hombre y a la vez los signos de la solidaridad y la belleza? Hacia el final de sus días, Hermann Broch admitió con pesar que la riqueza y la veracidad del lenguaje son insuficientes para dar cuenta del sufrimiento humano y el empuje triunfante de la violencia. Insensatez parece rebatir este juicio desolador. “Se queda triste su ropa”, “Porque para mí el dolor es no enterrarlo yo”, “Tanto en sufrimiento que hemos sufrido tanto con ellos”, “Mis hijos dicen: mamá, mi pobre papá dónde habrá quedado, tal vez pasa el sol sobre sus huesos, tal vez pasa la lluvia y el aire, ¿dónde estará?”, “Herido es duro quedar pero muerto es tranquilo”: éstas y decenas más de frases con la misma o aun mayor intensidad poética cobran vida ante los ojos lectores del protagonista y narrador, acosándolo en el sueño y en la vigilia, recordándole a cada momento que a veces la belleza puede ser hija de la monstruosidad. Llegamos así a la auténtica realidad con la que Horacio Castellanos quiere confrontarnos, una realidad que sólo le rinde cuentas al misterio del lenguaje. “Somos la lengua en que escribimos”, ha dicho Horacio Castellanos. “Mis particularidades geográficas, históricas y privadas son esenciales, pero más esencial aún es la lengua en que escribo. Soy un escritor en lengua castellana; es la definición que me gusta. Y la incorporación de mis particularidades a esta lengua universal es uno de mis retos; el otro es que la voluntad de libertad con que ficciono a partir de mi memoria corresponda a una voluntad de libertad en el manejo del lenguaje.” Como suele ocurrir en la narrativa que se siente responsable ante las palabras, la novela de Castellanos no es sólo una bien aceitada pieza verbal sino un acto de reivindicación del individuo y la dignidad humana.
Por otra parte, resulta necesario atender al destino de la trama. El protagonista que describe Castellanos comparte el dolor de los sobrevivientes, y por eso se siente a menudo fuera de sitio, descolocado. Tiene razón al exhibir una conducta paranoica: el ejército vigila cada uno de sus actos. Que al final lo encontremos emocionalmente devastado, con el recuerdo aún fresco de las casualidades que intervinieron para salvarle el pellejo, ahora a merced del frío europeo y obligado a recordar “los testimonios de pesadilla tantas veces leídos” no tiene nada de extraño cuando volvemos al inicio de la novela y repasamos la frase “Yo no estoy completo de la mente”. Cerramos el libro y entonces el viento de la congoja sopla sobre nosotros, doblemente heridos por las palabras de otro sobreviviente. –
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