Eduardo Matos Moctezuma y Felipe Solís, con la colaboración de Roberto Velasco Alonso, El Calendario Azteca y otros monumentos solares, México, Conaculta – INAH – Grupo Azabache, 2004, 164 pp.
Aunque parezca extraño, ahora que se han hecho tantos libros de formato mayor, éste muy hermoso dedicado a El Calendario Azteca me parece que es el primero que tiene por tema el más importante de nuestros monumentos prehispánicos. Es el primero y está muy bien hecho en todos sus aspectos: los estudios que contiene debidos a tres especialistas: Eduardo Matos Moctezuma, Felipe Solís y Roberto Velasco Alonso. El primero, nuestra máxima autoridad en el mundo azteca, tiene a su cargo los primeros seis capítulos que nos presentan a El calendario azteca; y los señores Solís y Velasco Alonso exponen con brillantez “Testimonios del culto solar”. Las fotografías e ilustraciones, que debemos agradecer al fotógrafo Rafael Doniz y a los técnicos del Grupo Azabache, que encabeza Adriana Salinas, no omitieron ningún recurso para hacernos conocer todos los detalles de los relieves y aun los que nunca habíamos visto, como los frisos del cielo nocturno de las paredes laterales de La piedra del Sol; los arreglos didácticos para ir mostrando los sucesivos anillos de la gran piedra, y de esa obra maestra de los relieves escultóricos que forman el costado completo del círculo de la Piedra de Tizoc, que aquí se nos presentan en una gran tira, identificando cada sección, como los grandes frisos griegos.
Ahora propongo a ustedes una reflexión sobre la estética azteca, que pueden seguir en los dos espléndidos libros sobre los Aztecas que ha dedicado a este tema Eduardo Matos Moctezuma, o bien en éste no menos valioso sobre El Calendario Azteca. Hace unos cuarenta años, leyendo a un inteligente ensayista estadounidense, Van Wyck Brooks,* encontré esta observación perspicaz acerca de la literatura que puede hacerse extensiva a la escultura y arquitectura, las dos artes en que sobresalen los aztecas. Pues bien: el señor Brooks ha observado en la literatura norteamericana una dicotomía entre vigor y sensibilidad, en la que se enfrentan los “pieles rojas” como Mark Twain, Walt Whitman y Carl Sandburg con los “rostros pálidos” como Henry Adams y Henry James. En la literatura francesa las especies se llaman esprit gaulois y esprit précieux, y representarían a la primera escritores como Rabelais, Balzac y Dumas, y a la última una larga tradición que podría ejemplificarse con Racine, Proust y Giraudoux. Van Wyck Brooks encuentra que Molière reúne, de manera ejemplar, la salud, la imaginación poderosa, la generosidad humana y la simpatía que caracteriza a los primeros, con el gusto, la delicadeza, el cuidado de las formas literarias y la distinción espiritual que distingue a los últimos. Y yo añado a la literatura mexicana en que puede reconocerse también esta bifurcación entre vigor y sensibilidad. Bernal Díaz, Las Casas, Fernández de Lizardi, Prieto, Payno, Inclán y Vasconcelos pertenecen claramente al bando de la energía, mientras que muchos de nuestros poetas y algunos prosistas, como Sor Juana, Gutiérrez Nájera, Nervo, López Velarde, Reyes, Villaurrutia y Paz están obviamente del lado de la sensibilidad. Puede aún percibirse una breve línea en que vigor y sensibilidad se reconcilian: Othón, Pellicer y Yáñez, sin duda; Díaz Mirón acaso sólo en apariencia. Riva Palacio tendría casi toda su obra del lado de la energía, y un solo soneto, “Al viento”, y algunos de sus cuentos, en el sector sensible y refinado.
Me he alargado en estas dicotomías, pero ahora apliquémoslas a los aztecas. En la concepción de sus mitos y filosofías, en sus leyendas y poemas, en la arquitectura de sus monumentos, en sus expresiones escultóricas y en la decoración de muros y vasos, hay siempre una especie de gravedad, un ahorro de líneas y una intensidad expresiva; sus dioses son impasibles y crueles y sus imágenes de signos o de animales tienen como una búsqueda de lo esencial. Es pues un arte vigoroso, excesivamente masculino, sin la gracia y ternura femeninas que hay, por ejemplo, en las figuras mayas de Jaina o de Tlatilco o de Occidente. Y creo que en la arquitectura y en la escultura, sobre todo en los frisos, han logrado otras muestras impresionantes.
Termino con un homenaje a los autores, intelectuales y materiales de este libro necesario y hermoso, un resumen simplificado de La piedra del Sol o Calendario azteca que aprovecha cuanto se expone en esta obra. –