Reencuentro

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”José Emilio estaba muy nervioso, pero se veía contento, ¿no es cierto?” En el automóvil en el que viajaba rumbo a la Cineteca Nacional para ver la nueva película de Jaime Humberto Hermosillo, José de la Colina evocaba el reciente encuentro con su amigo en el restaurante Covadonga de la colonia Roma, tan entrañable, tan querida para ambos. Conmovido y alegre, con voz pausada se deslizaba por los recuerdos mientras el auto avanzaba lentamente por el tráfico nocturno de la avenida Cuauhtémoc.
     Sí, era verdad. José Emilio Pacheco había estado nervioso y contento durante la reunión, pero también De la Colina. No era para menos: con ella concluía un distanciamiento de más de diez años originado por asuntos literarios, durante el cual el afecto permaneció intacto, aunque desafortunadamente oculto tras la muralla de la indiferencia.
     La reconciliación comenzó de hecho el jueves 25 de septiembre, cuando, después de entregarlo al editor, De la Colina decidió dedicarle a Pacheco su cuento “Viaje a entonces”, ubicado en la colonia Roma en los cuarenta. “Ya estamos viejos para tener rencores, y además siempre fuimos muy amigos”, comentó en una innecesaria explicación al pedir que se agregara la dedicatoria. El cuento se publicó el sábado 27 en el suplemento “Laberinto” del periódico Milenio y la noche del domingo —a través de un intermediario— concertaron una cita para las tres de la tarde del martes.
     De la Colina ya estaba en una mesa en el fondo del restaurante cuando llegó José Emilio. Faltaban quince minutos para las tres. Se saludaron como si se hubieran visto el día anterior: —¿Cómo estás, Pepe? —¡Hola, José Emilio! Luego, con un abrazo fuerte, cálido, borraron todas las posibles diferencias y malentendidos; así, sin mayores preámbulos, reanudaron su conversación sobre el tema al que han dedicado su vida: la literatura.
     Cristina se integró a la reunión dos horas después. Nuevamente un abrazo fue el conjuro contra el mínimo resentimiento. En un gesto de humildad y de grandeza al mismo tiempo, De la Colina le tomó la mano y con voz suave, le preguntó: “¿Me perdonas?” No hubo más respuesta que la mirada cariñosa de su amiga.
     Para entonces, la charla se había convertido en alegre y constante vagabundeo por libros, autores, amigos, anécdotas. La memoria prodigiosa de ambos, su erudición, su sentido del humor, no daban tregua ni permitían la mínima equivocación. Fechas, nombres, títulos, todo era citado con absoluta precisión.
     Al encontrarse, además de una versión corregida de su cuento, De la Colina le entregó a José Emilio la copia de una fotografía que les tomó Ricardo Salazar. Al observarla, Pacheco identificó de inmediato cuándo y dónde había sido tomada: noviembre de 1959, en la Ciudadela. Hombre prevenido, De la Colina llevaba otra copia y cuatro horas después, casi para despedirse, le pidió a José Emilio que se la dedicara dos veces, una en cada copia. Él hizo lo mismo para que ambos tuvieran el testimonio que ratifica su amistad.
     Entre tantos nombres citados, el de Juan José Arreola convocó el mayor afecto y admiración. “Es un escritor que México no se merece”, decía De la Colina insistentemente. Y los dos exaltaban las cualidades de la prosa de Arreola, su generosidad, su profundo humanismo, su incapacidad para la maledicencia, su incontinencia verbal, su trabajo como editor —él fue quien publicó el primer libro de José Emilio, La sangre de Medusa, y éste a su vez fungió como su amanuense en ese libro maravilloso que es el Bestiario.
     Juan Ramón Jiménez, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Emilio Uranga, los nombres y los versos y los títulos de libros y películas y la ciudad y el país y todos los temas fueron asomando en ese diálogo inolvidable entre José de la Colina y José Emilio Pacheco, quienes pocos minutos después de las siete de la noche, en la banqueta, mientras esperaban los vehículos que habrían de conducirlos a otros compromisos, seguían empeñados en la charla, en los recuerdos, en el milagro de la palabra.
     El siguiente domingo, en su columna “Los inmortales del momento”, De la Colina hablaría de la fotografía que le entregó a José Emilio en el Covadonga. De la imagen de dos jóvenes “de entonces”, uno de veinte años y otro de veinticinco, ambos con lentes y vestidos con traje oscuro. “¿Quiénes son?”, preguntaba y prevenía, “si acaso desconoces la identidad de los dos personajes, darás vuelta a la foto, y leerás: ‘José Emilio Pacheco, José de la Colina, Plaza de la Ciudadela, Ciudad de México, 1959’, y sentirás un desasosiego, algo como un vértigo, porque, o bien estás contemplando a dos fantasmas, o bien tú, que los contemplas, eres un fantasma”. La foto —continuaba De la Colina—, provoca una pregunta más: “¿De qué sonríen esos dos? Ah, yo sospecho de qué sonríen. Sonríen burlonamente de lo que el tiempo hará de José Emilio Pacheco y de José de la Colina cuarenta y cuatro años después.
     “Y acaso también sonríen porque ya saben que, pase lo que pase entre ellos, cuando hayan pasado cuarenta y cuatro años después de ese instante, el tiempo no habrá vencido del todo y, aunque muy cambiados, aún serán amigos.” ~

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