Dos testigos inteligentes

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Luis Cernuda (1902-1963) y Juan Gil-Albert (1906-1994) están entre quienes más lucidez mostraron para observar la España de la Guerra Civil y discernir las fuerzas activas que allí intervinieron. Ambos avistaron que la catástrofe no fue sino la manifestación de procesos espirituales recónditos a los ya no era posible reprimir y que pugnaban por irrumpir brutalmente al exterior, la evidencia de unos errores acumulados en los que pasado, presente y porvenir se oponían como enemigos en un cuerpo histórico crispado. Ambos apoyaron, por cierto, la causa republicana y la legalidad institucional que la asistía, y ambos se situaron del lado de los intelectuales y los artistas que mayoritariamente la defendieron. Pero uno y otro —en unos itinerarios personales en los que muy temprano se eligió una soledad deliberada, una soledad que lleva consigo una distancia y una entereza para juzgar las cosas del mundo, sin renunciar por ello a los compromisos con sus entornos intelectuales y sociales— decidieron que entenderse a sí mismos era entender la historia de su tierra, y que esa tarea de comprensión pasaba por la independencia ideológica y de criterio. Los dos fueron —debe subrayarse de antemano en este contexto— hombres libres; supieron, además, que el universo social —y el literario— es complejo y se niega a reducciones simples.
     En el caso de Gil-Albert, el alma del testigo, sus alegaciones y sus palabras, dieron prueba de un afán testimonial en vilo, en toda ocasión dispuesto a mantenerse “ecuánime en medio de la general gritería tendenciosa” y a dar cumplimiento a una de sus afirmaciones más queridas, aquella que señala que “benditos los que hablan porque ellos recrean a perpetuidad la creación”. Hablar: contar, exponer, analizar, comparecer. Por eso levantó, a lo largo de su obra, y amparado en una vocación de historiador que mucho lo sedujo y que lo volvió un observador sagaz de los acontecimientos, la arqueología de un transcurrir nacional del que se exhiben tanto los beneficios como los descuentos más permanentes, menos modificables; algo semejante a una intrahistoria que se concentra, indagadora, en las mentalidades y en los usos y costumbres de los comportamientos individuales y colectivos. Los días están contados (1974) y Drama patrio (1977) son, en este sentido, el anverso y reverso de una moneda. El primero es, en buena medida, una meditación insomne sobre el país que alumbró la frustrada República y el país que recibió, en 1947, al transterrado que decide regresar de su exilio latinoamericano, y el segundo un valiente ajuste de cuentas con “los 25 años de paz” franquistas, responsables del clima “altamente desmoralizador” que en ellos se respiraba.
     En Cernuda, su celo personal y su gradual disciplina preceptiva de orígenes anglosajones lo llevaron a adentrarse en la self-reliance, es decir, a aplicarse a la verdad interior y en ella realizarse; como se sabe, una imagen desalentadora de la naturaleza nacional y del carácter de sus paisanos se reitera desde el principio al fin de su itinerario. Arisco y escéptico, leal al credo de que “el poeta es siempre un rebelde”, su prosa de pleito no conoció mengua. También fue consciente de que “el poeta es el hombre que en contacto más íntimo se halla con la vida, y en él resuena antes el eco primero de las alteraciones que sufre la sociedad”. En uno y otro autor, por lo demás, la preeminencia de la voz del artista en el tiempo se aupó al rango de creencia conductora.
     Tales actitudes rectoras se resolvieron en una mirada sin anteojeras y en una falta de entusiasmo por las banderías. De ahí que en ellos se encuentre —más allá de sus claras diferencias de temperamento personal y creador— un tono menos dogmático, menos militante, menos politizado y sin duda menos aquejado de ánimo faccioso para pensar la coyuntura del presente de la contienda y sus expansiones en el futuro mediato e inmediato. Gil-Albert y Cernuda compartían, para que se diera esa convergencia, un rasgo central: sólo admitían como punto de apoyo de sus escritos el que aportaban ellos mismos en tanto que particularidades. No escribían como ciudadanos o como miembros de un grupo social o profesional, sino como personas que se dirigen a otras personas. Recuérdese la aclaración de Cernuda: “Yo no me hice, y sólo he tratado, como todo hombre, de hallar mi verdad, la mía, que no será ni mejor ni peor que la de los otros, sino sólo diferente.” Conscientes de que en literatura hay un solo sujeto, que es el sujeto de quien escribe, y que la obra logrará una mayor transferencia literaria en la medida en que ese sujeto se agrande y se adueñe del nervio de lo escrito, se sirvieron de sus destinos para fundar una literatura. Por consiguiente, en ellos, la verdad moral —la conformidad entre la palabra y el juicio interno del hablante— fue su garantía suprema, su principio de organización congruente. Es muy probable que hayan intuido que la primera víctima, en conmociones similares a la de la Guerra Civil, es el valor moral. Y que ellos debían recobrarlo y honrarlo; la tensión ética que anima a muchas de sus piezas es un indicador de que deseaban construirse algo así como una reserva propia de verdades. Gil-Albert se confesó inclinado a denunciar “el sectario apasionamiento en que vivía” durante y después del enfrentamiento civil; y Cernuda, en un juicio que es literario y a la vez político, señaló que “durante los años de la guerra civil hubo excesivo acopio de versos, tanto de un lado como de otro; y aunque la consigna fuera ‘cantar al pueblo’, de un lado, y de otro ‘cantar la causa’, ni unos cantos ni otros, productos de ambas consignas, sobrevivieron al conflicto”. Son, éstas, citas escasas y tomadas al azar; pero son citas reveladoras que podrían multiplicarse con facilidad.
     Gil-Albert y Cernuda lograron alcanzar una rarísima calidad literaria común, una calidad que el paso de los años favorece y fortalece: transformaron la desnudez de sus espíritus, su progresivo dépouillement, en algo tan voluptuoso como la desnudez de los cuerpos. Quizás —quizás— algo tuvo que ver en esa transparencia elocuente el hecho de que fueran temples “homoeróticos” enemigos de la vulgaridad hipócrita. En todo caso, las verdades suyas están expuestas a la intemperie: casi se pueden tocar con las manos. Se trata de una virtud de raíz moderna y además de una virtud de mágico sobrecogimiento para nosotros, sus lectores; una virtud que habilita, cabe agregar, esa frecuente transposición que se efectúa al leerlos y que consiste en identificarlos —asista o no pertinencia— con lo que se lee. Al cabo, ambos comparten una característica bienhechora más: sus ideas y sus opiniones, amén de hacer coincidir, persuasivas, emoción y reflexión, sentimiento y crítica, parecen pertenecer a los protagonistas de unas potenciales autobiografías novelísticas que en su despliegue apuestan decididamente —como debe ocurrir en el género— por el sabor antiguo, arcaico, de la honradez. Tal vez por ello sus dichos conservan una fuerza de convicción, y una inteligencia polémica, tan ejemplares hoy como ayer. –

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(Rocha, Uruguay, 1947) es escritor y fue redactor de Plural. En 2007 publicó la antología Octavio Paz en España, 1937 (FCE).


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